Abrir un libro siempre se ha pensado como un gesto íntimo, reservado a los momentos en soledad o, al menos, de tranquilidad. Pero algo cambia cuando ese acto se comparte en voz alta, entre desconocidos, que se convierten en cómplices de lecturas. Siempre pasa igual: la vergüenza inicial, el miedo a no saber qué decir, se disuelve en la conversación y, de repente, la lectura se transforma en experiencia colectiva.

En València, los clubs de lectura se han multiplicado en los últimos años hasta convertirse en uno de los motores de la vida cultural de las librerías y bibliotecas públicas. No es solo un encuentro alrededor de un libro: es la construcción de una comunidad a través de una dinámica sin jerarquías que hace el cierre perfecto del círculo virtuoso de una lectura. «Es un clima muy respetuoso, en el que partimos siempre de que nadie sabe más que nadie», subraya Almudena Amador, de la librería Ramon Llull. En esa atmósfera de confianza, el libro deja de ser únicamente un objeto de consumo para convertirse en excusa, en puente y en territorio compartido.

Para entender el fenómeno, primero los datos: según el informe de la Federación de Gremios de Editores de España, en 2024, la lectura en nuestro país alcanzó un máximo histórico: el 65,5% de la población lee en su tiempo libre, mientras que en la Comunitat Valenciana el índice se quedó en el 63,8%, algo por debajo de la media nacional. El total de población no lectora está en mínimos; desde la pandemia, las dinámicas que ya marcaban un camino se han acentuado.

Y, claro, esto también se ha traducido en ventas y dinamización de las librerías: «Cuando llegó la pandemia, pensábamos que iba a ser el final. Y, todo lo contrario, desde el principio vimos que los clientes querían cuidar sus librerías. Ese boom inicial de ventas consiguió que las librerías mejoráramos mucho, que cuidáramos mejor también a nuestros clientes. Y, sobre todo, creo que estos años han servido para que las instituciones nos tengan en cuenta por primera vez».






Los clubs no son idénticos en todas partes, pero sí comparten una misma pulsión: reunir a gente alrededor de un libro y generar conversación. En La Primera, Julia Carrasco García enumera una larga lista de grupos activos: en una pequeña librería de barrio acogen varios, de literatura norteamericana, de terror, de literatura portuguesa, de filosofía y ensayo, «y otros que van y vienen según las circunstancias». Ella misma coordina uno de literatura griega moderna, heredero de un club dedicado a la antigüedad clásica: «Caí casi por casualidad en ese club, como lectora tímida que solo escuchaba, y acabé lanzándome a hablar, y ahora soy yo quien lo coordina desde la librería», confiesa. Es decir, su vida en la librería La Primera empezó como lectora, luego coordinó un club de lectura y, desde hace apenas unos meses, se ha convertido en su propietaria a través de un traspaso.

En La Rossa también conviven clubs temáticos de maternidad, ensayo o humor, junto a un club de novedades que funciona como carta de presentación de la librería. «Lo que programas es un mensaje de fuerza —explica Alodia Clemente—. Estás diciendo: ‘‘Esta librería va de esto’’. Los clubes de lectura crean comunidad y al mismo tiempo proyectan una imagen hacia fuera». La programación es también un elemento de identidad, un modo de posicionarse en un ecosistema donde las librerías independientes necesitan diferenciarse.

En Bartleby, el club que conduce Lucía Márquez, Una mirada desde la alcantarilla (en referencia a un poema de Alejandra Pizarnik), se articula en torno a un hilo conductor abierto: «Me gustaba la idea de reunirnos para charlar de libros que hablan de la historia desde las periferias», explica. A partir de esta premisa, caben feminismo, derechos humanos o historias decoloniales. En definitiva, «lo importante era poder compartir lecturas que no suelen estar en el centro de la conversación».

Un pilar para las librerías independientes

Pero más allá de las afinidades temáticas, todas coinciden en la relevancia de los clubs para la vida cotidiana de una librería. Julia Carrasco lo dice sin rodeos: «Es una ayuda económica, porque los asistentes compran aquí el libro y eso garantiza unos ingresos periódicos. Pero también es hacer barrio, crear comunidad», explica Carrasco, de La Primera. Esa doble dimensión —sostener el negocio y alimentar la vida cultural del entorno— convierte a los clubs en piezas centrales de la estrategia de cualquier librería independiente.






«Los clubes de lectura están cogiendo cada vez más peso», apunta Alodia Clemente. «Después de la pandemia, las presentaciones han perdido fuerza, pero los clubes funcionan muy bien, porque son encuentros más reducidos». Almudena Amador coincide desde Ramon Llull: «Es un pilar fundamental de la librería. Más allá de las giras editoriales, nos gusta programar nuestras propias propuestas, y los clubes permiten generar un diálogo constante con la gente del barrio».

Montar un club de lectura no es solo fijar una fecha y elegir un libro: detrás hay una serie de decisiones y cuidados que marcan la diferencia. Para Lucía Márquez, la principal preocupación fue rebajar la exigencia inicial: «Me parecía fundamental que nadie estuviera obligado a hablar. Crear un espacio en el que alguien pudiera venir, escuchar y marcharse sin más». Esa atmósfera, añade, permite que aparezcan interpretaciones inesperadas: «De repente alguien lee un fragmento de una forma que nadie había pensado y se abre otro portal, otra posible lectura del libro».

Julia Carrasco reconoce que al principio le imponía coordinar un grupo, pero pronto entendió la importancia de preparar un marco común: «Todos los clubes que he visto tienen un hilo conductor. Puede ser la literatura escrita por mujeres, o el terror, o la filosofía. Lo importante es conocer un poco el género para poder proponer lecturas y mantener la coherencia». A eso se suma la necesidad de leer el entorno: «La mayoría de asistentes son del barrio, así que conviene pensar en sus intereses, para que se sientan implicados».

En La Rossa, Clemente subraya el valor de escuchar a las lectoras antes de definir un nuevo club: «Este año hemos empezado con un club matinal, porque había muchas clientas que trabajan por la tarde y también querían participar en un club de lectura. Hicimos una encuesta entre ellas para saber qué les apetecía leer y, finalmente propondremos novela negra y ensayo».

Siempre se crea comunidad

El miedo a que el grupo se disperse o que las lecturas no funcionen está siempre presente. Lucía Márquez lo admite así: «Cada mes pienso: ‘‘¿Y si esta vez no viene nadie? ¿Y si el libro deja fríos a todos?’’. Me aterra proponer títulos que no conecten. Pero, incluso cuando a alguien no le gusta, el debate que se genera puede ser interesantísimo».


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Amador, desde Ramon Llull, insiste en que lo esencial es mantener un clima de acogida: «Hay mucho respeto. A nadie se le exige nada, cada cual habla si quiere. Y eso hace que la gente tímida acabe encontrando su lugar».

En La Rossa decidieron, como un pequeño gesto, hacer algo de comida para convertir uno de los clubs en meriendas. Ahora, en muchos, son las propias participantes las que aportan comida para generar también la acogida entre la comunidad que han creado: «Esas dinámicas convierten el club en un espacio de confianza, no solo de lectura», resume Alodia Clemente, que repasa cómo algunos clubs, a lo largo del tiempo, han acabado generando amistades y conversaciones mucho más allá de los libros.

En definitiva, la clave de un club de lectura no está tanto en el método como en el cuidado. Diseñar un hilo, generar confianza, aceptar la discrepancia y mantener viva la curiosidad son los ingredientes que sostienen el encuentro. O, como dice Márquez: «Se trata de intercambiar tesoros encontrados en un libro».

«Una de las claves de los clubs de lectura es que ofrecen un par de horas de poder parar, dejar a un lado los ritmos hiperacelerados y el vértigo del presente y simplemente hablar de algo que nos gusta. Una forma de reapropiarnos de nuestro tiempo sin tener que llegar a ninguna conclusión, sin producir nada, solo juntarse para conversar, que es algo bastante complicado en este mundo que habitamos», concluye.

Lectoras

Otra vez, según el último informe de hábitos de lectura en España de la Federación de Gremios de Editores de España, en 2024, el 71,7% de las mujeres lee en su tiempo libre, frente al 59% de los hombres, casi doce puntos porcentuales de diferencia.






Uno de los rasgos más llamativos de los clubs de lectura en València es que la presencia femenina es más que mayoritaria. En la ruta para hacer las fotos para este reportaje, el fotógrafo Daniel García-Sala contó dos hombres en un grupo de diecisiete personas en Bartleby y ni un solo hombre en otro grupo grande en La Primera. «Habitualmente hay hombres, pero son muy pocos en comparación», señala Lucía Márquez. «En todo caso, dentro de esa mayoría de mujeres hay edades muy distintas, y creo que eso es lo que lo hace más rico. Porque ves cómo una misma historia puede despertar lecturas diferentes según el momento vital de cada una».

En La Rossa, una librería especializada en libros escritos por mujeres (que no escritos para mujeres), Alodia Clemente lo observa con la misma claridad: «Normalmente no vienen dos amigas juntas, sino que las lectoras se apuntan solas. Muchas veces, en su entorno no tienen a nadie con quien comentar lo que leen, así que buscan aquí esa conversación. A partir del club se hacen amigas, quedan a cenar después del club, se generan vínculos».

La Primera también refleja ese perfil mayoritario de mujeres, aunque con intereses muy diversos. Julia Carrasco cuenta cómo un grupo de lectoras de fantasía empezó a reconocerse en las colas de firmas o en festivales, pero sin conocerse entre ellas hasta coincidir en el club de la librería: «Se trataba de chicas jóvenes del barrio que leían lo mismo, pero no habían coincidido. El club fue el espacio donde por fin se encontraron y ahora comparten incluso otros eventos fuera de la librería».

Ese predominio femenino no se interpreta solo como una estadística, sino como un espacio simbólico: «Hay muchos ámbitos dominados por la voz masculina», reflexiona Lucía, «y me parece importante tener lugares donde no ocurra eso, donde las voces más comunes sean otras. Ya por el hecho de escuchar a mujeres de realidades muy distintas, la conversación se vuelve más plural».

La primera vez

En este sentido, una pregunta común para todas las entrevistadas, por si a la persona que está leyendo este reportaje le está picando el gusanillo de apuntarse (el momento es perfecto: es principio de curso, los grupos aún están arrancando, y ningún momento mejor que septiembre para asomarse a un nuevo hábito cultural): ¿qué pasa cuando una persona se acerca por primera vez a un club de lectura?


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Es verdad que llegar por primera vez a un club de lectura es casi siempre un salto al vacío; la lectura es un acto íntimo y trasladarlo a un grupo de desconocidos puede dar vértigo. «Yo soy muy tímida y me daba mucha vergüenza hablar delante de un grupo —admite Lucía Márquez—. Por eso me parece importante dejar claro que no es obligatorio opinar. Nadie va a juzgarte. Y lo sorprendente es que, con el tiempo, toda esa gente que decía que no iba a hablar acaba participando».

Esa transformación se repite en muchas librerías. Julia Carrasco recuerda su propia experiencia como asistente: «Al principio me limitaba a escuchar, porque me abrumaba estar con tanta gente. Pero un día me lancé y ahora somos todas amigas».

Para Alodia Clemente, la clave está en el carácter íntimo de la conversación: «No es como ir al gimnasio, donde puedes hacer tu ejercicio sin hablar con nadie. Aquí tienes que expresar lo que piensas y lo que te ha provocado la lectura. Eso genera un vínculo muy especial».

Desde Ramon Llull, Almudena Amador subraya el ambiente de respeto que favorece esa integración: «Es un clima muy amable, nada hostil. Nadie sabe más que nadie, y todo el mundo tiene cabida. Eso hace que la persona que entra con miedo acabe encontrando un lugar»

Basta con escuchar para descubrir que la lectura compartida no pide ni títulos ni credenciales, solo disposición a estar. Y, de repente, en ese gesto de abrir un libro frente a otras personas, sucede lo inesperado: se borran las distancias, se diluye la timidez y nace una comunidad. Lo que comenzó como un acto solitario se convierte en un espacio común donde las voces dialogan y el libro deja de ser únicamente un objeto para transformarse en experiencia colectiva.



 

* Este artículo se publicó originalmente en el número 130 (octubre 2025) de la revista Plaza