Me han dicho: habla de cómo escribiste tu libro. Y recuerdo que tengo una historia muy buena sobre cómo una vez, en la playa, vi una imagen que se quedó en mi cabeza y plantó una semilla que doce años después se convertiría en esta novela, ‘El efecto deseado’. Pero entonces recuerdo que la he contado ya en tres entrevistas y temo convertirme en uno de esos autores que provoca que alguien diga «Oh, no, ¡la historia de la playa otra vez».

A mí me encanta escuchar a mis autores favoritos contando mil veces la misma anécdota y notar como el oficio literario va decorándola y haciéndola más irreal y hermosa a medida que pasan los años, pero no estoy seguro de que ese hermanamiento entre la literatura y la mentira guste a todo el mundo. Así que me digo: voy a contar otra, no tanto lo que he escrito como lo que yo quería escribir. La literatura y las intenciones, lo que verdaderamente somos y lo que siempre soñamos con llegar a ser. Eso es más comercial. 

Pues bien, yo quería, en realidad, escribir una historia de terror clásico, un cuento de fantasmas. En realidad eso he querido contar siempre, pero por ahora no me ha salido. Anda por ahí, en algún sitio, escondida en mi cabeza entre miles de datos inútiles que saco para epatar según el ambiente en el que esté (ora la bibliografía de Ira Levin con sus años exactos de publicación, ora la lista de concursantes de la primera edición de Gran Hermano en riguroso orden de expulsión; mejor no pregunte).

Historia de terror

Esta idea de una historia de terror, sin embargo, se ha diseminado de forma caprichosa e involuntaria en mucho de lo que he escrito. O diría que en todo, en todo hay cierto regusto por los elementos clásicos de un relato de terror. En ‘Vivan los hombres cabales’, que se publicó en 2019, había ventanas cerradas a cal y canto, personajes que mutaban cuando se ponía el sol y un vecino solícito y encantador que no era lo que parecía. En ‘Muestras privadas de afecto’, que se publicó en 2021, había un evento no verbalizado del pasado que había desencadenado un horror familiar que terminaba provocando visitas fantasmales y al final, un crimen monstruoso que en casi todas las historias de terror ocurre al principio, pero en la mía decidió presentarse al final.

En esta, en ‘El efecto deseado’, los fantasmas están mucho más presentes y, además, hay una mansión lúgubre y una persona misteriosa en silla de ruedas que hacen las veces de casa encantada y criatura diabólica, así como una orden impepinable (el protagonista tiene terminantemente prohibido hacer preguntas) que me lleva directamente a ese momento delicioso de cualquier adaptación de Drácula en el que el conductor del coche de caballos se detiene en el bosque, invita a sus despistados pasajeros a bajarse y les dice: «Desde aquí tendrán que ir a pie al castillo».

Me retraigo, atemorizado, cada vez que creo que estoy llegando a una tristeza genuina en lo que escribo

Pues bien, yo disemino esos elementos, o se diseminan ellos solos, y los invito a entrar y les hago un espacio mullido entre las palabras. Pero luego la gente me lee y dice: ¡qué risa! ¿Qué risa? En ‘El efecto deseado’, por ejemplo, pese al monstruo, pese al castillo y pese la orden misteriosa que pende sobre su protagonista, creo que me ha salido, sin querer, una comedia dramática. O un drama con tintes cómicos. Me acuerdo a menudo de cuando en ‘La flor de mi secreto’ Marisa Paredes se queja amargamente ante sus editores de que quiere escribir novela rosa, pero le sale negra. Parece que a mí todo me sale gracioso.

‘Mea culpa’

Recuerdo leer una crítica de ‘Vivan los hombres cabales’, que yo quise construir como una historia negrísima, triste y de final devastador, y decía: «Muy graciosa y emocionante». ¿Será posible? Me pregunto si me ocurrirá de nuevo, si la muerte, la orfandad, la soledad y la represión que hay en ‘El efecto deseado’ me habrán quedado otra vez que te meas de la risa. Probablemente la culpa es mía, que no soy capaz de tomarme nada en serio, o que me retraigo, atemorizado, cada vez que creo que estoy llegando a una tristeza genuina en lo que escribo.

Pero en mi cabeza yo sigo en mis trece: he escrito una historia de fantasmas. ‘El efecto deseado’ va de fantasmas que no saben que están muertos y de vivos que andan muertos en vida, aunque celebren fiestas frívolas para intentar olvidarlo. De fantasmas que son tan fantasmas que ni siquiera se aparecen, que son, si eso es posible, el fantasma de un fantasma. Tal vez la cuestión es que esos fantasmas ya eran divertidos cuando estaban vivos y siguen siendo divertidos después de muertos.

Tal vez yo mismo, cuando me muera, llegue al cielo (o al infierno), llorando y lamentándome por no vivir más, y todos allí se rían. «Qué gracioso estás aquí, Guillermo, muerto», me dirán. Y yo responderé: «Pero yo me quería morir triste, me quería morir dramático. Ni muriéndome me habéis permitido no ser gracioso». Tal vez ese es el resumen de ‘El efecto deseado’: gente incapaz de tomarse nada en serio de muerta o de viva.

Gente que ha decidido que las cosas que nos ocurren son tan horribles y la vida en sí misma es tan ingrata que no queda otro remedio que pensar que todo es una comedia negra. La comedia colándose por las grietas de la vida como yo intenté colar el terror por las grietas de la ficción. Y creo que eso está bien, está bien que me mueva siempre en ese filo. Si me tomase la vida y la literatura completamente en serio imagínese qué novela insoportable podría haber sido esta, imagínese qué persona insoportable podría haber sido yo. 

El efecto deseado

Guillermo Alonso

Seix Barral

360 páginas

21 euros