Bienaventurados Bienaventurados los ojos que vieron torear el 12 de octubre. «¡Yo estuve en el festival de Antoñete!», se decía. Y así hasta las casi veinticuatro mil almas que poblaron los tendidos mientras los maestros retirados –si es que alguna vez se retiran– colmaban de … nostalgias el ruedo. Fue el acontecimiento más hermoso de toda la temporada, el más torerísimo de esta década, el más inolvidable de este siglo. Un monumento al toreo de siempre como nunca, al más clásico de los clásicos, al puro del agua clara, la de la fuente sin colorantes. Tan natural, tan vital con los viejos roqueros del toreo, que nunca mueren. Y todo gracias a Morante de la Puebla, el impulsor de este festival para alzar un monumento broncíneo a Antoñete. ¡Gracias, torero!
Peinaban mechones blancos los componentes del cartel y el surco de las arrugas se dibujaba en la piel. Pero no podía caerles mejor el vestido de torear. Qué empaque de otro tiempo el de Curro Vázquez. Sus yemas, de 74 otoños, maravillaron con su inmortal torería. A las doce y veintidós Madrid se partía las palmas en su reencuentro con el maestro. Y tres minutos después regalaba una media pura antología para abrochar la verónica de mano alta, con ese poso de veteranía y, a la vez, con la ilusión de un chaval. Hubo un momento de apuro, pero sin perder su estar torero. Daba gusto verle coger el vasito para enjuagarse los miedos. Que eran los de su mujer, a la que brindó la faena. Qué hechuras de torero, don Francisco. Y hasta el 5 se fueron todos sus compañeros para contemplar desde primera línea unos derechazos con aroma a los Madriles verdaderos. No era igual por el zurdo Desprendido, pero se sintió en una lujosa trincherilla que hubiese inmortalizado Peñuca y en unos naturales de gloria y honor. Honor a la izquierda, la de Antoñete. Le decían desde el burladero que cuidado por ese lado, y el torero sacó su raza y mandó callar. Venía a darlo todo en Madrid. Y todo lo ofreció: el pecho, la cabeza y el corazón. Hasta coronar una estocada. Treparon los decibelios de «¡torero, torero!» y rodaron las lágrimas en una apoteósica vuelta al ruedo con dos orejas que contenían todo el peso del tiempo. Bendito sea usted, maestro. Retratado quedó el abrazo con Justo Hernández, criador de Desprendido, que lo acercó a la inmortalidad broncínea de Chenel.
El ‘rock and roll’ de Frascuelo, sustituto de Julio Aparicio, hacía historia: no hay hombre que haya pisado la Monumental con 77 años. Y en la arena se ancló a la verónica, con una media para paladear, con el capote recogidito. Más allá de la mitad cogía el estaquillador, con un sabor que cautivaba. No era fácil el de Garcigrande, que reculaba y tardeaba, pero después se arrancaba con todo, reponiendo. La chulería castiza de Carlos Escolar quería rematar en la cadera; más allá remató también la vuelta al ruedo.
El gran César: para volver
«¡Vuelve!», corearon a Rincón mientras deletreaba el Toreo. El de siempre. Como nunca. ¡Qué barbaridad, maestro! Había manejado con cadencia el capote con el tercero, que se le vino a los pechos y el propio Morante pidió que lo devolvieran. Dicho y hecho: asomó el pañuelo verde para que Florito, en plena retirada, dictase una lección en lo suyo. Menos apariencia traía el sobrero, con el que Rincón sublimó la verónica al ralentí. Estatua de ébano con los riñones metidos, con la pata p’alante, con el latido de lo auténtico. En pie los tendidos, que se echaban las manos a la cabeza por lo visto: era el toreo de siempre como nunca… ¿Dónde habita tanta sapiencia, dónde habita tan sincera torería? Qué sentido de la lidia del gran César, del único César, que brindó otra media para enmarcar en el Museo del Prado y en el de Bogotá. Emotivo el brindis para sus hijos, que se santiguaban antes de que Madrid bendijese al padre en el reguero de trincheras. Loca por ver al maestro de las distancias estaba la afición. Y Rincón otorgó esas viejas distancias que nublaban las miradas, con las que el ayer cobraba vida hoy. Cumbre Rincón. Y usted lo vio. Y yo lo vi. Silencio de misa cuando colocó sobre la derecha las telas, frente a la Puerta Grande, para que lo contemplase la mismísima estatua de Antoñete. Cómo enganchó a Prestigioso adelante, cómo remató detrás de la cadera, colocándose con pureza. ¡Es posible no perder la colocación! Y Rincón nos los recordó. Se frotaba el gentío los ojos: qué forma de torear a estribor y a babor. Bordó los ayudados finales en una faena de rabo. Y pinchó, con la rabia de quien tuviese que firmar los contratos de la próxima temporada, con quien está para pedir dólares y anunciarse en 2026. Para volver y volver… «A ver si te enteras, niño, que no vas a ver torear así en tu vida». Rememoranza a Juncal en la sombra.
El toro blanco de Osborne
Tenían ya la Puerta Grande asegurada Curro y Rincón. Y a hombros tenían que haber aupado a José Antonio Morante por armar esta locura de festival. Torero de norte a sur en su histórica temporada, hasta hizo el guiño de traerse un ensabanado de Osborne. Un Presumido que era pariente del toro blanco de Chenel, del famoso Atrevido. Brindó al cielo el de La Puebla, la figura más genial, pero el de Osborne era durito de pelar. Una ‘joyita’ alejada de la bravura con la que cinceló perlas de pureza. Vertical, asentado, con arrebato gallista en el ayudado y belmontista en el molinete. Chenelista en su clasicismo, enseñoreando la izquierda. Tragando y con sabor. Sensacional el volapié. Cuando daba la vuelta al anillo con la oreja, le faltaban tres horas para enfrentarse a una corrida con toros de Madrid…
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Plaza Monumental de las Ventas.
Domingo, 12 de octubre de 2025. Festival en homenaje a Antoñete. Cartel de ‘No hay billetes’. Novillos del Capea (1º), Osborne (6º) y el resto de Garcigrande, de juego variado; buenos 1º, 4º, 5º -de extraordinaria clase- y 7º. -
Pablo Hermoso de Mendoza:
medio rejón trasero (saludos). -
Curro Vázquez:
estocada (dos orejas). -
Frascuelo:
estocada trasera tendida y buena estocada (vuelta al ruedo y otro cuarto). -
César Rincón:
pinchazo y estocada (dos orejas). -
Enrique Ponce:
pinchazo y estocada corta traserita (oreja tras aviso). -
Morante de la Puebla:
estocada y descabello (oreja). -
Olga Casado:
estocada (dos orejas).
Se lo reconoció Enrique Ponce en el brindis del cuarto, un Garcigrande que rebosaba clase. Para disfrutar y con el que anduvo a placer. Despacito. Con el tiempo suspendido. Un deleite en el que el valenciano fue fiel a su sello hasta en el aviso antes de la oreja. Había abierto el festejo a las doce del mediodía Pablo Hermoso de Mendoza, con el magisterio a lomos de su cuadra ante un estupendo Capea. Lo cerró Olga Casado: Regalito se llamaba su novillo y un regalazo fue verse anunciada en este festival. Su sueño se extendió cuando se marchó a hombros con Curro y Rincón, artífices del toreo de siempre como nunca. Inolvidable mañana: ¡gracias!