Eran las siete y treinta y cuatro en todos los relojes cuando Morante de la Puebla se dirigió a la mismísima boca de riego, al terreno donde se había ceñido la muerte a la cintura veinte minutos antes, para cortarse la coleta. Pese a … saber que el adiós estaba cerca, sorprendió cuando las mismas manos que han sublimado el toreo esta temporada se desprendían de la castañeta. Eran las siete y treinta y cuatro, la hora de la eternidad. Porque inmortal es ya la leyenda del torero más genial y completo de la historia, dueño de la pureza infinita. Este doce de octubre desveló el secreto morantista, en su plaza de Madrid, porque torero de Madrid es pese a haber nacido en Sevilla. ¿Adónde irá ahora toda su torería, maestro? ¿Qué será de nosotros mañana? «Se va Morante, se acabó el toreo», se oía, como en la edad de oro de otro siglo, que la de este lleva la firma de José Antonio de la Puebla del Río.
De Chenel y oro, de lila y oro, cruzó por segunda y última vez la Puerta Grande en medio de una multitud que lo zarandeaba, que destrozaba el vestido. Una locura, con Morante roto por su toreo, por la dura voltereta y por la paliza de la salida a hombros. Era el adiós de un mito vivo, de una torería cosida a un capote desde la cuna. ¡Viva la madre que lo parió!
En su temporada más dura, en la de una enfermedad mental que lo atormenta, el de La Puebla desató el diluvio de la emoción. Lágrimas que no se podían contener, que brotaban sinceras, que inundaban los tendidos en una comunión muda, con un silencio de catedral más atronador que cualquier rugido. «¡Morante, no te vayas!», gritaron. Pero bien merecida tiene su retirada con esa grandeza que no se mide por efímeros trofeos concedidos por jueces mortales, sino por sentimientos sin caducidad. La sombra de Morante, tocado por lo divino y lo demoníaco, es más alargada que el ciprés.
Apenas tres horas después de su paseíllo matinal en homenaje a Antoñete, de la oreja al novillo blanco de Osborne, el cigarrero se medía al toro de Madrid. Y a las seis y media tejía verónicas monumentales a un castaño en el umbral de los seis años, de impresionante volumen y alzada. Hasta las banderas se suspendieron en el quite, con dos verónicas de sábana santa y una media categórica. Por el mismo palo replicó Fernando Robleño, que también se despedía en una retirada anunciada. Para Isabel Díaz Ayuso fue el brindis por «su valentía». Con valor de quilates expuso en la apertura, pero el garcigrande se paraba a mitad del viaje: era incierto, no pasaba. Y tras enseñárselo al aficionado cogió la espada: un mundo costó dar matarile a un animal de semejante altura.
Dos capítulos después, nadie sabía –quizá ni su fiel escudero, Pedro Jorge Marques– que Tripulante, marcado con el 102, colorado ojo de perdiz, de 554 kilos, iba a ser el último toro de la inalcanzable trayectoria morantista. Arrebatado, se postró de rodillas para saludarlo con una tijerilla, que se fundía en otras perlas reunidas, que viajaban hasta los mismísimos medios en chicuelinas lentificadas con medio capotillo, con el reverso verde de la luz prendido a la eternidad de la muerte. Porque a ella se abrazó Morante cuando Tripulante, nacido en enero de 2021, lo arrolló con brutal violencia por el vientre, como el rayo que parte el roble centenario. Era el lienzo venteño una tauromaquia de Goya, con el torero inmóvil, con el cuerpo hundido sobre un platillo que dejaba de girar. El mundo se detenía entonces. Caía el verbo del toreo, el dios que miró a la muerte, al que una cuadrilla de ángeles llevó hasta el callejón, al terreno de los areneros. No había sangre derramada y Morante dijo que quería continuar. Como un Cristo resucitado de una tumba de polvo y dolor regresó a la cara del toro, brindado a Santiago Abascal. Después de dialogar de tú a tú con la Parca –en realidad, nunca dejó de hablarla con esa verdad inmaculada–, elevó sobre la derecha, tan aplomado, tan vertical, ¡tan puro!, monumentos que nacían de la tierra, que eran un himno a la vida, siempre tan cerca de la muerte. Porque solo merece la pena vivir por aquello que vale la pena morir. Ardía el caldero de la Monumental cuando enterró un volapié a cámara lenta, que le entregaba las dos orejas de la Puerta Grande, de su encuentro con la escultura broncínea que había elevado a Chenel.
La mirada triste
Sabíamos que acudíamos a Las Ventas a una jornada histórica con su doblete, pero desconocíamos que por la tarde íbamos a ser testigos de un adiós de leyenda. Y usted y yo lo vimos. Olga, en preferente, se guardó el pañuelo sobre el que Morante había dejado su ADN de torería. Y Juan no pudo contener el llanto. Tampoco se borraba en la anochecida la mirada triste y perdida del Genio, con tibias sonrisas. Vivir sin torear no es vivir, que ya lo dijo el Monstruo de Galapagar. Los dos más grandes que nuestras retinas vieron. Roto y dolido después de tanta entrega, después de una temporada que se narrará en los libros, que debería estudiarse en universidades y escuelas. La del hombre que se venció en la arena a sus propios demonios para regalarnos la temporada más bella de este siglo. ¿Qué se hace después de Morante?
¿Qué se hace mañana?
Su retirada coincidió con la de Robleño, que cuajó una maciza obra al gran Tropical, aunque el pinchazo frenó la doble pañolada. En volandas se lo llevaron por la puerta de cuadrillas después de un emotivo corte de coleta. A Morante lo zarandeaban por la calle de Alcalá, por ese número 237 que corea su nombre. Sergio Rodríguez podrá decir que confirmó de manos de dos maestros la tarde que se despedían. Por sorpresa la de Morante, tan conmovedora, tan desnuda. Solo en los medios arrancándose la coleta, entre lágrimas que eran las de todos, antes de que lo alzara a hombros la multitud. «¡Jo-sé-An-to-nio-Mo-ran-te-de-la-Pue-bla!», retumbaba como eco inmortal en Las Ventas, rendida, exhausta. «¡Torero, torero!». ¿Qué se hace mañana? Torear a la vida y volver a la normalidad, al día 1 después de José Antonio Morante Camacho. Que Dios bendiga al dios de la torería.
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Monumental de las Ventas.
Domingo, 12 de octubre de 2025. Corrida de la Hispanidad. Cartel de ‘No hay billetes’. Toros de Garcigrande, serios y de juego variado. -
Morante de la Puebla,
de Chenel y oro: cuatro pinchazos y estocada (leves pitos); soberbio volapié a cámara lenta (dos orejas). -
Fernando Robleño,
de grana y oro: tres pinchazos y estocada caída (saludos); pinchazo y espadazo (oreja). -
Sergio Rodríguez,
de blanco y oro: estocada con travesía (saludos tras aviso); pinchazo y estocada (silencio).