BarcelonaA principios del siglo XVII, en uno de los pisos de los Quartieri Spagnoli de Nápoles, un soldado catalán custodiaba una biblioteca sorprendente. Se llamaba Juan de Pinoso, era hijo de una rama menor de la nobleza de Gironella y había llegado a la ciudad al servicio de Felipe III. En su inventario doméstico, conservado en el Archivo Estatal de Nápoles, aparecen cerca de setenta volúmenes, con ejemplares de libros de religión y de gramática latina, poesía italiana, obras de devoción y novelas castellanas comoLa Celestinay elLazarillo de Tormes.

Este catálogo, lleno de lecturas variadas, permite ver a los soldados no sólo como hombres de guerra, sino como lectores que participaban activamente de la cultura de su tiempo. «Muchos soldados eran cultos, pero incluso los que no lo eran tenían siete historias. La lectura se hacía a menudo en común y en voz alta, lo que permitía que circulara mucho más allá de las minorías letradas», explica el historiador y profesor de la Universidad de Alcalá, Ignacio Rodulfo, autor del artículo académico que ha puesto el caso sobre la mesa.

Ahora bien, ¿hasta qué punto la biblioteca de Pinós es representativa? El profesor de historia moderna de la Universidad de Barcelona, ​​Àngel Casals, matiza que una colección de ese tamaño era excepcional para un noble menor catalán del momento. «Desde el siglo XVI, la baja nobleza ya tiene cultura libresca; tenemos rastros. Pero una biblioteca con setenta libros es muy grande y, por tanto, poco habitual», señala. Casals recuerda que hay que diferenciar entre soldados rasos, que apenas tenían acceso a libros, y oficiales, algunos de los cuales incluso redactaban sus propios memoriales y peticiones y, pues, disponían de cierta cultura escrita. El teatro, añade, fue otro de los canales esenciales de consumo cultural.

La presencia catalana y castellana en Nápoles formaba parte de la realidad de una ciudad que entonces vivía bajo dominio hispánico. La construcción de los Quartieri Spagnoli transformó el centro urbano en un barrio militarizado y al mismo tiempo profundamente mestizo, donde convivían soldados de todos los reinos de la monarquía, funcionarios, religiosos y esclavos de orígenes diversos. Rodulfo describe esta convivencia como «llena de crueldades y desacuerdos, pero también de amores y contagios». «La pasta, por ejemplo, ya conquistaba a todo el mundo. Y entre los documentos aparecen parejas mixtas entre soldados y esclavas balcánicas o africanas», detalla.

La biblioteca de Pinós muestra una variedad y un contraste interesantes. En italiano estaban los grandes poemas caballerescos del Renacimiento, como elOrland furioso, de Ariosto, y laJersualem liberada, de Torquato Tasso, símbolos de un mundo idealizado de batallas y amores. En castellano, en cambio, leía textos mucho más crudos y realistas como la picaresca delLazarilloo la dureza deLa Celestina. «En Italia todavía pesaba el prestigio de los grandes poemas heroicos, pero los soldados españoles confiaban cada vez más en las letras propias. El contraste entre Tasso y elLazarillono es sólo literario; refleja dos formas distintas de afrontar la vida», apunta Rodulfo. Además de los libros de ficción, Pinós tenía gramáticas de Nebrija, traducciones de Ovidio y Virgilio y textos religiosos como lasConfesiones,de San Agustín, que se llevó a campaña. Era un lector ambicioso que combinaba latín, castellano e italiano, pero sin volumen en catalán.

El hecho de que toda su biblioteca –fuera de los clásicos en latín y las ediciones italianas– fuera en castellano llama la atención. Pinós, que quiso ser enterrado como «natural del Principado de Catalunya», carecía de libros en su lengua materna. Según Rodulfo, esto respondía a una realidad social del momento: «El castellano era la lengua principal de la literatura y la ciencia en toda España, también en Cataluña. Los impresores catalanes ya respondían a esta demanda. Pinós vivía espontáneamente en varias lenguas, supo vivir la riqueza de leer y hablar espontáneamente en las diversas lenguas que representaban un ámbito cada vez más amplio». Este detalle también ayuda a entender la situación del catalán en pleno Barroco, una lengua viva en su uso cotidiano y en algunos ámbitos literarios, pero desplazada en los circuitos internacionales y en las bibliotecas nobles. Casals coincide, pero añade que es necesario tener presente la concepción de identidad de la época: «Un noble se definía sobre todo por la fidelidad al rey. El catalán podía ser lengua de uso, pero el ascenso social se hacía en castellano. La identidad catalana del momento se vinculaba más al marco jurídico del Principado que a la lengua».

En medio de este Nápoles hispánico, este hallazgo hace preguntar cómo se leían estos libros en un piso de los Quartieri Spagnoli. Rodulfo aporta pistas: «La lectura popular era en voz alta, pero eso no impedía que también hubiera placer íntimo. Algunos volúmenes de Pinós, como los musicales, debían de ser compartidos con sus compañeros, pero otros, como lasConfesiones,de San Agustín, eran de uso estrictamente privado». Esta mezcla de intimidad y oralidad ayuda a entender por qué libros como losromances circulaban con tanta fuerza, hasta convertirse en canciones y espectáculos. La frontera entre lectura, canto y sociabilidad era muy difusa. En este sentido, Casals explica que la barrera idiomática era un importante obstáculo en la difusión cultural. Por eso las artes iconográficas, como la pintura, y las artes escénicas gozan de un mayor grado de mestizaje que la literatura que requiere mucho más tiempo. Así pues, despierta más interés, por los ciudadanos del Principado, el arte pictórico que se producía en los Países Bajos, que su literatura, resume Casals.

'Soldados jugando a cartas', de David Teniers el Joven.

La experiencia de Pinós ilustra cómo la nobleza menor catalana se insería en las redes de la monarquía y circulaba por el Mediterráneo. Su caso no es único. Otros linajes catalanes también habían tenido presencia destacada en Italia desde el Renacimiento, como los Cardona, que gobernaron Sicilia y Nápoles, o los Montcada, que ejercieron cargos militares y virreinales. Àngel Casals nos da, también, un ejemplo de presencia catalana en el Mediterráneo con Lluís de Requesens «que, siendo embajador en Roma, hacía de marchante de arte para otros nobles catalanes que le encargaban compras», que liga con ese interés artístico del foráneo.

Casals advierte que los inventarios como el de Pinós son una fuente histórica habitual. Estas listas, que acompañaban a los testamentos, nos ayudan a entender el nivel cultural y las tendencias literarias, con los inventarios de las bibliotecas, y una visión de la cultura material de los diferentes grupos sociales, tiempos y lugares. Estos inventarios también reflejaban una dimensión de prestigio de las cosas: «Tener libros podía formar parte de una casa bien arreglada, como tener bustos o figuras religiosas. No siempre significa que se leyeran intensamente, sino que también proyectaban refinamiento».

El más revelador, sin embargo, es cómo estos soldados contribuían a una circulación de libros e ideas que conectaba Nápoles con el conjunto de Europa. «Los dramaturgos españoles se nutrieron de los versos italianos que los soldados habían conocido en Italia, al tiempo que la música y los bailes populares de los soldados dejaron impronta en el Barroco europeo –resume Rodulfo–. No debemos olvidar que algunos de los grandes nombres de la literatura del Siglo de Oro español fueron soldados Garci y Garci. es en este contexto que escribieron parte de su obra. Los soldados no sólo transmitían cultura, sino que también eran productores.Don Quijoteo los versos de Garcilaso no se entenderían sin esa experiencia militar y mediterránea», añade.

Confirmando la agencia cultural de los soldados, Casals detalla que «cuando los soldados iban a lugares como Nápoles, no se integraban completamente en la cultura local, sino que se relacionaban con una parte específica. Como brazo armado del poder, eran parte de la clase dirigente y consumían su cultura». A su vez, explica que «entre los oficiales del ejército hispánico encontramos flamencos e irlandeses; había muchos oficiales no españoles que tenían en común ser católicos». «Todos se acababan asimilando a la cultura española y, de hecho, jugaban un papel muy activo en la difusión de la cultura castellana», dice Casals. Esta idea contrasta con lo que, según el autor del artículo, demuestra el hallazgo de Joan de Pinós, inserto en las letras español, español, algo que nada tiene que ver, para Rodulfo, con el contacto mucho más esporádico de flamencos e irlandeses –estos sí, no españoles– con la lengua y las letras españolas

El contexto bélico del Mediterráneo.

Hacia 1600, el Mediterráneo vivía todavía la tensión entre la orilla cristiana y el Imperio Otomano. La batalla de Lepanto (1571) había sido un triunfo cristiano, pero no había terminado con el conflicto. Aún había incursiones de corsarios berberiscos en toda la costa. La monarquía hispánica utilizaba Nápoles como cuartel principal para controlar el Mediterráneo. Tenía el Reino de Nápoles bajo dominio directo desde 1504, cuando Fernando el Católico derrotó a los franceses en la Guerra de Nápoles e incorporó el reino a la Corona de Aragón. Con Carlos I, y después, Nápoles quedó integrado en el vasto imperio de los Austrias, gobernado por virreyes enviados desde Madrid. Esto explica por qué, en la época de Joan de Pinós, había una gran presencia de soldados hispánicos. Nápoles era la mayor ciudad bajo control de la monarquía en el Mediterráneo –con unos 300.000 habitantes–, y funcionaba como centro político, militar y cultural.

El caso de Joan de Pinós demuestra que figuras aparentemente menores abren ventanas inesperadas en la vida cotidiana. Un inventario doméstico muestra la cara más cultural de un soldado, no sólo hombre de armas, sino también lector de Taso y San Agustín, aficionado a la picaresca castellana y partícipe de un entorno mestizo y vivo como el Nápoles de 1600. «La historia ha privilegiado a los viajeros ilustrados del siglo XVII decisivos», concluye Rodulfo.