Joaquín Moya no terminaba de acostumbrarse a la compañía –¿podía decirse esto de un muerto?– de los cadáveres, aunque hubiera aprendido a diseccionarlos muchos años … antes en esas mismas aulas de la Facultad de Medicina donde se encontraba bajo la supervisión de su maestro, el doctor Eusebio Fernández. Ahora era Moya quien enseñaba Anatomía a los alumnos, después de dejar su puesto como forense de la policía científica y su casa en Madrid para volver a su ciudad natal, Granada; no huyendo, se decía, sino buscando su origen o acaso la verdad, al menos una, que le reconciliara consigo mismo. Porque la Medicina y la Ciencia se habían convertido para él en medias verdades después de ver morir, resucitar y morir de nuevo a su mejor amigo, Miguel Serrano. Nada que, sin embargo, no pudiera explicar, como siempre, su maestro:

-–¿A cuántas personas se entierran vivas, Joaquín? ¿A cuántas personas se incinera sin saber que quizá las llamas las despierten y nadie las oiga gritar dentro de un horno a mil grados de temperatura?

No eran pensamientos agradables, pero quizá no pudieras apartarlos de tu mente cuando abrías la caja torácica y sacabas los órganos y los extendías sobre la mesa auxiliar a la de disección como si se tratase de un muestrario para un necrófago y averiguar a cuántas enfermedades habían sobrevivido. Lástima que los pronósticos no pudieran hacerse antes, cuando el miocardio latía y el hígado y los riñones filtraban cada uno de los venenos que a través del aparato digestivo y de los pulmones introducimos en la sangre. La sangre. Moya sintió unas ligeras náuseas al pensar que Miguel Serrano habría ingerido la sangre de otros seres humanos. O quizá eran imaginaciones suyas, explicaciones superficiales y fantásticas que sólo revelaban la falta de estudio y trabajo, como aseguraba Eusebio Fernández.

Cualquier ser humano se convertía en un monstruo si no mostraba la voluntad para oponerse a esos impulsos que a todos nos asaltan

Podría ser verdad. Moya, con su delantal verde, el gorro que a duras penas retenía los rizos de su pelo castaño y una mascarilla que le cubría la cara, asintió para sí mismo, como solía hacer muchas veces que trabajaba solo. Pero el hombre de cincuenta años al que le practicaba la autopsia no tenía ninguna enfermedad ni ninguna herida o traumatismo visibles. Sólo que su cuerpo no tenía ni una sola gota de sangre. Hasta sus órganos tenían una aspecto blanquecino y lechoso, como si los hubieran estrujado para extraerles todo el fluido vital.

La policía lo había llamado a primera hora de la mañana. Seguían recurriendo a Moya cuando se encontraban ante una muerte que no podían explicar. El «cazador de monstruos». A Moya no le molestaba el apelativo. Si hubiera tenido la ocasión de rebatirlo, habría explicado que un monstruo podía ser cualquier persona puesta en las circunstancias adecuadas, una guerra, por ejemplo, donde además del derecho a la vida se pierde el derecho a no matar, lo que los militares hacen llegado el caso cumpliendo órdenes, y sin ningún reproche. O una epidemia, que revelaba el egoísmo de las personas, capaces de sacrificar la libertad por la supervivencia, de delatar al amigo o al vecino que incumplía las normas gubernamentales de aislamiento para preservar la seguridad, aunque esta fuera ficticia, imposible. «Ganaremos esta batalla», solían decir presidentes y ministros, con su lenguaje de parvulario. Pero también había batallas cotidianas, atracos y violaciones, y quién no empuñaría un arma y la utilizaría para defender a su pareja o a su hijo. Y luego estaban las insatisfacciones y los miedos, que socavan poco a poco la personalidad de individuos y familias. La sombra que va creciendo y apoderándose de tu personalidad, y que podría ser muchas sombras. Cualquier ser humano se convertía en un monstruo si no mostraba la voluntad suficiente para oponerse a esos impulsos que a todos nos asaltan. La personalidad era un ejercicio de voluntad tremendo, y una personalidad equilibrada requería de una enorme convicción. Y de suerte. Uno nunca sabía con qué iba a encontrase. También era increíble el mero hecho de estar vivo y no muerto, porque resultaba tan fácil morir… «Morir, morir, menudo compromiso», solía decir Eusebio Fernández, que tras su semblante serio escondía a un cachondo mental. ¿Se reiría la policía cuando leyera su informe?

A G.F.D., lo habían encontrado en el bosque de la Alhambra, un lugar muy pintoresco para morir. El propio Moya lo había frecuentado en su infancia con su padre, y después, cuando ya era estudiante de Medicina. Solía llevar allí a sus amigas cuando salían de noche, un poco sorprendidas al principio por tanto romanticismo, pero agradecidas también por hacer algo distinto, dejar los bares y los pubs para los turistas y subir por la Cuesta de Gomérez hasta el bosquecillo, tan tranquilo a esa hora; sentarse en un banco, abrir una botella de vino y charlar sin que nadie los molestara. Allí había estado algunas veces con Luisa. Recordaba la manera que ella tenía de abrazarse a él, de meterse dentro de su ancho jersey de lana.

–Sólo a ti podría ocurrírsete venir aquí por la noche, con el frío que hace –Joaquín podía sentir el picor de sus palabras en el oído, los susurros como un ser vivo escapado entre sus labios que iba introduciéndose por el conducto auditivo en su interior.

–Así tienes que pegarte a mí.

–Ah, ¿es eso? –Luisa deslizaba las manos por su cintura, hasta llegar al cinturón de los pantalones.

Luisa. No se había atrevido a llamarla desde que volvió a Granada. Se habría casado. O se habría ido de la ciudad. No se había atrevido tampoco a preguntarles por ella a amigos comunes, con los que de todos modos había dejado de hablar. Cuando Joaquín Moya se había marchado de su ciudad natal sí que había sido huyendo. Se asfixiaba en esa Facultad y en la casa familiar, en el trabajo en la librería Fleming donde ordenaba en las estanterías los manuales a los que luego les dedicaría tantas horas. La adolescencia y la juventud de Moya podían reducirse a un corto trayecto por la avenida de Madrid, un ir y venir entre la librería y la Facultad que estaba apenas a unos centenares de metros más arriba, para hacer unas oposiciones y terminar trabajando en la ciudad que daba nombre a su calle en Granada, y luego abandonar esa ciudad –Madrid– para volver a su calle que seguía teniendo el nombre de la ciudad que había dejado, con lo que acaso nunca se hubiera movido del mismo lugar. Quizá G. F. D. era un hombre de costumbres, y Joaquín Moya se lo podía imaginar volviendo una y otra vez al mismo bosque, paseando por las mismas veredas de la colina roja.

Sinopsis

Un cadáver en el bosque de la Alhambra sin signos de violencia, pero sin una sola gota de sangre en su interior, es el primer hallazgo macabro al que deberá enfrentarse Joaquín Moya, forense de la policía científica y actualmente profesor de la Facultad de Medicina de Granada. ¿Tendrá el Castillo Rojo un nuevo rey? Meses después de investigar en Madrid los crímenes de la Dama Negra, Moya tendrá que enfrentarse a todos sus demonios personales en su ciudad natal. ¿Es posible que haya resucitado su mejor amigo, Miguel Serrano, a quien vio morir en el cementerio de Ronda? Para descubrirlo, el forense contará con la valiosa ayuda de Carmen Mendoza, periodista célebre después de escribir Para quien no brilla la luz, algo más que una novela de vampiros, pues la sociedad sufre una enfermedad contagiosa que quizá radique en su propia debilidad. A pesar del sol continúa esta historia profana, siniestra y oscuramente erótica. Una fantasía de amor y muerte para a explorar las caras ocultas de la realidad.

Para quien no brilla la luz tuvo muy buenas críticas:

Turbadora y absorbente historia, excelente combinación de novela gótica y thriller policíaco; Carmen R. Santos, ABC Cultural.

Este libro del que hoy hablo no es una brisa de aire fresco, sino un chorro dirigido a la cara. Es innovador, es perturbador y en ocasiones es jodidamente extraño. No tanto como pudieran serlo los sueños de David Lynch, pero tal vez como los de Freud o Jung. Desde luego, convencional no es; Diego Palacios Marxuach, Libros y literatura.

Biografía del autor

José María Pérez Zúñiga (Madrid, 1973) se doctoró en Derecho por la Universidad de Granada, donde es profesor titular, y ha compaginado la literatura con la enseñanza universitaria. Colaborador habitual en prensa, es columnista del Diario IDEAL desde hace más de dos décadas. Ha publicado las novelas Grismalrisk o bien El juego de los espejos (Dauro, 2002), Rompecabezas (Seix Barral, 2006), Lo que tú piensas (Kailas, 2008), La tumba del Monfí (Almuzara, 2012), Cine Aliatar (Valparaíso Ediciones, 2017), Para quien no brilla la luz (Berenice, 2018), El Sordo (Valparaíso Ediciones, 2020) y El viajero invisible (Sonámbulos Ediciones, 2024); los libros de relatos El círculo, Abraxas y otras ficciones (Dauro, 2001) y Miradas nuevas por agujeros viejos (Páginas de Espuma, 2014); Breviario (Ayuntamiento de Granada, 2005), libro de aforismos y otras prosas breves; los poemarios Cartelera de Cine Aliatar (Valparaíso Ediciones, 2019) y El peso y la levedad (Sonámbulos Ediciones, 2025); Mensajes de papel, antología de artículos publicados en prensa (Diputación de Granada, 2012); adaptaciones de clásicos y ensayos sobre derecho y comunicación, como Caleidoscopio (Dykinson, 2017) o La carta robada (Anagrama, 2022), en colaboración con Justo Navarro. http://josemariaperezzuniga.blogspot.com