“Las mujeres nunca tenemos derecho a la mediocridad. Conozco a tantos hombres mediocres trabajando en tantos puestos de trabajo y las mujeres siempre debemos demostrar que somos las mejores”, explicaba Mayra Gómez Kemp en la TVE de los años ochenta. Sus reflexiones iban un paso por delante del argumentario social de la época. Incluso descolocaban al personal. Le daba igual, ella ya había sentido el escrutinio de ser la primera mujer al frente de un concurso de prime time en el mundo mundial. Entonces, los críticos calentaron cabezas pronosticando que la sociedad rechazaría a una comunicadora porque una chica no poseía la autoridad de un hombre para repartir juego y dinero. Pobres. Sin embargo, con su carácter y empatía, Mayra hizo olvidar a su predecesor desde su primer Un, dos, tres… como presentadora, donde el guion con la aparición de Las Tacañonas ya lanzó pullitas socarronas que retrataban y delataban el machismo que impregnaba todo: «¿Todas vamos a ser mujeres en este concurso?». No había ningún hombre en el elenco protagonista. 

El éxito fue bestial. Aunque ella lo relativizaba. Sabía que siempre hay alguien que estuvo antes. Y lo reivindicaba.  “Empecé en la primera etapa de Un, dos, tres… sustituyendo a una actriz que se fue, empecé en el programa 625 líneas sustituyendo a la presentadora que se fue y empecé a presentar el Un, dos, tres… sustituyendo al presentador. Lo que prueba que, para mí, segundas partes siempre fueron buenas». Se lo contaba a La Trinca en el creativo Tariro Tariro de 1989. Fue su sonada reaparición tras su final en el concurso creado y dirigido por Chicho Ibáñez Serrador.

Allí, con la mordacidad correspondiente, Josep María Mainat preguntó: “¿Para triunfar en televisión hay que tener la cara bonita o la cara dura?”. Mayra contestó directa. Nunca fue de esquivar las respuestas:  “Para destacar en cualquier faceta del mundo del espectáculo hay que tener una buena dosis de caradura, pero para la televisión en concreto no se trata de una cara bonita o una cara fea. Hay gente que es muy guapa que la cámara no les quiere nada y gente que personalmente no son nada del otro mundo y la cámara los adora”.  Lo expresó con su habitual rapidez de reflejos, que enmarcaba sabiduría sin caer en el rodeo. Quizá porque había aprendido que en tele el tiempo no podía esperar y que no hay que devaluar las palabras mal usándolas. Las cuidaba. Las mimaba. 

Y tenía razón: en la tele hay que ser un poco canalla. Para destacar en la pantalla, el síndrome del impostor y las falsas humildades no ayudan. Cierta inconsciencia, sí. También Mayra había experimentado como la telegenia no es la fotogenia. El carisma se construye como la complicidad: con tiempo para la conversación delante del transparente objetivo de la cámara.

De hecho, Mayra entendió desde muy joven que el carisma se trabajaba.  Había sido cantante, actriz, locutora y presentadora. “La televisión es un ejercicio de paciencia”, recalcaba. Su habilidad extra era la memoria. Estudiaba, estudiaba, hasta que parecía que todo era espontáneo. Ese control del guion, de la posición de cámaras en plató y de la actitud escénica en el decorado le permitía atesorar la seguridad para improvisar verdad en el instante exacto en el que brota la imprevisibilidad de la vida. No era fácil ordenar lo incontrolable, en una televisión en la que había que ser precioso o toda la grabación saltaba por los aires. Ni había pinganillos ni autocues chivando el texto. Todo el peso del relato del show, con su suspense, con su alegría, con las salidas impredecibles de los concursantes, caía en ella en primer plano.

Hoy se cumple un año sin Mayra Gómez Kemp. Falleció el 13 de octubre de 2024. La persona más querida de la España de los ochenta se fue sin demasiados aplausos. Ya no era viral. Tampoco quiso nunca serlo: ella fue una profesional de la comunicación de largo recorrido, que eligió honestidad a disfrazarse de modas, que escogió silencio entre los ruidos de los cuchicheos de usar y tirar. Con esa actitud, a veces demasiado implacable, hizo suyo el programa más difícil, por gigante, por artesanal y por minucioso, de la historia de nuestra televisión. Tal vez porque, en todo ese complejo engranaje, Mayra transmitía ser libre. Incluso transmitía ser libre de los artificios de la fama y otras mediocridades, esas que reivindicó como forma de igualdad. Los presentadores de concursos hasta entonces miraban al espectador por encima del hombro, pero ella bajaba la escalera del decorado saludando al público dándole la mano como si fuera la nueva de la oficina. Fue una idea de Chicho, reconoció. Una seña de identidad para el show, un honor para el público. Estaba tendiendo la mano a ¡Mayra Gómez Kemp!. Aunque, al final, para aquella España que parecía empezar a tener claro lo que quería ser y lo que no, terminó siendo una más. Terminó siendo simplemente Mayra.