Apenas veinticuatro horas después de la conmoción que supuso la retirada de Morante de la Puebla en Las Ventas, el toreo volvió a vestirse de sentimientos en la Real Maestranza. Sevilla amaneció con esa mezcla de nostalgia y expectación que sólo provoca la tauromaquia cuando aún resuenan los ecos de la grandeza. El festival homenaje a la dinastía Vázquez y a beneficio de las hermandades de San Bernardo y El Amor reunió un cartel de lujo y una plaza llena hasta la bandera. No había billetes. Y tampoco faltó la emoción.

El primero en romper el paseíllo fue Manuel Jesús “El Cid”, que volvía al ruedo maestrante con la serenidad de los toreros curtidos. Su toro, de Espartaco, no le regaló nada. Lo volteó de forma espectacular en el primer tercio y, aún dolorido, el de Salteras se mantuvo en el ruedo con firmeza y hombría, exprimiendo por el derecho lo poco que el animal ofrecía. Media estocada y ovación sincera antes de pasar por la enfermería, donde se le diagnosticó una cornada interna. Firmeza y torería de las de antes.

Talavante, inspiración pura

El gran triunfador de la tarde fue Alejandro Talavante. Su faena al segundo, de Domingo Hernández, fue un oasis de inspiración en medio de un festejo irregular. Lo recibió a una mano con gusto y lo templó con el capote como quien dibuja música. Desde el primer natural la Maestranza se impregnó de ese aire distinto que sólo tienen los elegidos. Toreó con profundidad, con ritmo, con cadencia. Hubo muletazos hondos, cambios de mano interminables y una conexión inmediata con los tendidos. Se llegó a pedir el indulto para el bravo toro, premiado finalmente con la vuelta al ruedo. Dos orejas rotundas para el extremeño, que salió a saludar emocionado mientras el público coreaba su nombre.

Ortega y Aguado, sin opciones

Juan Ortega, con otro de Domingo Hernández, apenas pudo dejar pinceladas sueltas de su buen gusto. Brindó la faena a Manolo Vázquez, nieto del recordado torero de San Bernardo, pero el animal se rajó pronto. Silencio tras una estocada eficaz. Pablo Aguado, en cambio, se topó con un toro sin transmisión, pero lo suplantó con voluntad, estética y temple. Lo hizo todo él. La plaza reconoció su esfuerzo con una ovación tras una estocada de libro.

Los jóvenes cerraron la tarde

El joven Manolo Vázquez, heredero natural de una dinastía de seda y oro, dejó verónicas y medias de una clase innata. Pero su novillo de Espartaco careció de fuerza y emoción. La faena, correcta y medida, no llegó al tendido. Silencio tras aviso, pero el sello familiar estuvo presente en cada trazo.

El sexto, del hierro de Talavante, fue el más deslucido del encierro: manso y sin entrega. Javier Zulueta apenas pudo justificarse, brindando a José Manuel Tristán, director de la Banda, que puso la nota musical a una faena sin historia.

El broche lo puso el novillero Manuel Domínguez, que dejó una grata impresión. Verónicas templadas, un quite por chicuelinas muy torero y actitud de novillero bueno. La faena fue a menos, pero su entrega fue total, incluso tras una voltereta que no borró la buena sensación. Ovación tras aviso para el de Mairena.

La Maestranza, envuelta en la luz del otoño, vivió una tarde amable, de ambiente festivo y de emociones contenidas. En el aire flotaba la sombra cercana del adiós de Morante, ese eco de grandeza que hace apenas un día conmovió a todo el toreo. Talavante, quizá sin saberlo, firmó una faena que sirvió de bálsamo: torería, arte y libertad en estado puro.

Se cerró así la temporada sevillana con el sabor de los clásicos, con la plaza rendida y con la esperanza de que, aún sin Morante, el arte siga latiendo en la Maestranza.