A mi amigo Jesús Sánchez Durán, nazareno de San Bernardo,
en el día uno después de José Antonio Morante Camacho, el de la Puebla del Río.
La Plaza de Toros de Sevilla, con el cartel de “no hay billetes” colgado en las taquillas, se convirtió en el matadero de la Puerta de la Carne, el que se inauguró cuando los Reyes Católicos. Donde se asentó la Escuela de Tauromaquia que fundara el rey Fernando VII allá por 1830. Lo mismo que los bronces de Pepe Luis y Manolo en el Paseo de Colón fueron ayer retablo de claveles rojos. Lo mismo que el tendido cinco se transformó en el patio de la Iglesia de San Bernardo, aspidistras y macetas de helechos, en una mañana de Miércoles Santo: los mismos rostros, las mismas miradas. No faltaba nadie, que desde el balcón del cielo los hermanos de pareja nombrada por San Pedro, también estaban presentes cuando a las cinco y media, cinco y media de la tarde, sonaron los clarines en el Baratillo para que se abriera de par en par la puerta de cuadrillas.
Sonó la música, el “Plaza de la Maestranza” de Tejera, y como una cofradía bien formada, tras el despeje a compás de los alguacilillos, cruzaron el amarillo albero los toreros con sus cuadrillas, unos a pié y otros sobre sus jamelgos bien aderezados, los dos tiros de mulillas y los areneros. Una cofradía por la carrera oficial del coso donde la gloria le da la mano a la muerte. Igual que el Cristo de la Salud abraza a la ciudad bajo las almenas de las murallas del Alcázar, cuando la tarde va de vencida. Igual que cuando la Virgen del Refugio, la de los machos toreros en los respiraderos, pasea por las calles de su barrio escoltada por los pasos sordos de los artilleros.
En uno de estos festivales organizados por la Hermandad de San Bernardo, debutó en en la Maestranza Juan Belmonte en 1912, el torero trianero que nació en la calle Ancha de la Feria, el hijo del Quincallero, el que «Supo torcer el curso de los ríos, / someter a otras leyes a la naturaleza, / decirle al viento: Tú de aquí no pasas«, que dejó escrito Aquilino Duque.
Chirriaron los goznes del amplio portón de chiqueros —“el de los sustos” lo llaman— y salieron los novillos, uno a uno, para que la tarde torera tuviera sentido pleno, para que el torero los esperara junto a la bocana del burladero de matadores.
La corrida salió floja y con poca casta. Los novillos iban y venían pero decían poco. Casi nada. A excepción del extraordinario segundo, un castaño de la ganadería de Domingo Hernández que llevaba por nombre Galeono. Le tocó en suerte a Alejando Talavante, el de aquel natural en los soleados terrenos de chiqueros, aunque aquella tarde callera el agua a manta. Y Talavante lo toreó con el capote y con la muleta con la verdad por delante. Trapos adelantados, metidos los riñones, temple, despaciosidad y torería. Hubo algunos naturales desmayados que hicieron rugir los tendidos. Lo de los cambios de mano, eternos, es que no se puede ni explicar. La música tratando de sonar por encima de los oles y el personal, al final, pidiendo que no lo matara. El torero miraba al palco y no había nada que rascar. El bruto se fue al patio del desolladero tras dar la vuelta al ruedo. Un honor. El extremeño fue premiado con dos orejas de peso para el esportón.
Manuel Jesús El Cid, el de la zurda poderosa y prodigiosa, el que sometió con un trapo las embestidas embravecidas de los cárdenos de Victorino Martín, fue prendido en el primero y sufrió una cornada interna. El Cid, de las puertas del Príncipe, mostró su empaque en el ruedo. El Cid, el que mejor ha manejado la muleta con la zocata de los últimos tiempos, no tuvo suerte con el novillo, pero si con su temple, que eso no se pierde. Ayer le pudimos ver poco porque su oponente no lo ayudó. Pero el que tiene la moneda la cambia cuando quiere.
Tampoco acompañó la suerte a Juan Ortega y a Pablo Aguado. A los dos se les vio toreo caro que atesoran, pero muy a cuentagotas. El capote de Ortega cada vez va cogiendo más vuelo y el clasicismo de Aguado cada vez es más vertical y templado.
Lo mismo les ocurrió a Zulueta y a Domínguez. Les queda aún mucho camino por recorrer la senda de ambos, creemos, es la correcta.
Y Manolo Vázquez. Apellido del arrabal, calle Ancha y Campamento. El cartucho de pescao y el cite de frente. Siempre con los pies juntos. Apellido que llena la historia de la torería. Antonio Burgos escribió, cuando murió Pepe Luis: “Quiero decir que ha muerto quien, capote y muleta, descubrió nuevos mundos, intactos hasta entonces: los ciertos territorios de la gracia imposible”. Yo hoy quiero escribir que es imposible borrar la sangre que corre por las venas de las dinastías toreras. Que sí, que pesa mucho el apellido. Muchísimo. Pero más pesa, a la hora de coger los trastos, la verdad del toreo veraz, de las tauromaquias a las que no le caben ni dobladillos ni medias suelas. Ayer lo intentó por todos los medios, pero aquello no terminó de romper ni de navegar. El novillo protestaba, tenía teclas que tocar, y tampoco iba sobrado de nada. El detalle de brindar a todos sus compañeros de cartel y los destellos de un toreo sevillano nos siguieron alegrando la tarde, que cada dos por tres se nos asomaba una sonrisilla a la cara.
La tarde terminó en noche cerrada. Mi Antonio se ha estrenado en la Maestranza en una corrida a favor de las bolsas de caridad de San Bernardo y el Amor. Lo ha pasado bien. Está feliz. Y nosotros nos despedimos de la Plaza de Toros ante la mirada azul de los Vázquez. En frente seguían los claveles rojos a los pies de los dos hermanos.
