El director italiano Luca Guadagnino es uno de esos cineastas de moda: fue genial en Io Sonno L’Amore, brillante en Cegados por el Sol, fantástico en Call Me By Your Name, valiente en Queer y eficaz en Rivales.
Pero esos triunfos no le dan crédito infinito y su nueva película, titulada en España Caza de Brujas (After the Hunt), demuestra que rentabilidades pasadas no garantizan calidades futuras. Con un reparto de los que marcan nivel, After the Hunt llega este viernes 17 de octubre a las salas de cine españolas tras pasar por Venecia. La cinta se estrena envuelta en controversia. Concebida como un thriller psicológico que examina las secuelas del movimiento #MeToo en el ámbito académico, la cinta pretende explorar la delgada línea entre la denuncia legítima y la histeria moral. Sin embargo, resulta que la supuesta modernidad de Guadagino aquí desaparece: resulta una película anticuada, un eco de un momento político y cultural que parece haber quedado atrás.

Julia Roberts es una profesora de filosofía
Ambientada en la Universidad de Yale, la historia sigue a Alma, interpretada por Julia Roberts, una profesora de filosofía que regresa tras un misterioso paréntesis en su carrera. Andrew Garfield interpreta a un colega y Ayo Edebiri, a una estudiante considerada brillante por sus profesores.
La trama se desata durante una fiesta en la casa de Alma y su esposo, Frederik (Michael Stuhlbarg, actor de series que trabajó con Guadagino en Call Me …), un psicoterapeuta. Esa noche, Maggie y Hank se marchan juntos, y poco después ella lo acusa de agresión sexual. Él sostiene que todo es una mentira inventada para vengarse de una confrontación académica por un caso de plagio. La facultad se convierte en un hervidero de acusaciones.
Guadagnino parece haber querido retratar la angustia de la «cancelación» y el miedo al juicio público. No obstante, su mirada resulta ambigua y, en ocasiones, condescendiente. Este retrato del complejo de la culpa y el poder titulado Caza de brujas cae en un tono moralista y ensimismado, más interesado en señalar los excesos del progresismo que en analizar las causas profundas de las denuncias.
Una de las frases más citadas de la película resume bien su espíritu: «Se ha vuelto insoportable escuchar a estos chicos, que lo han tenido todo en la vida, exigir que el mundo se detenga ante la primera injusticia», se queja un personaje interpretado por Chloë Sevigny. Este reproche generacional recorre toda la obra, configurando un retrato del campus universitario como un microcosmos de victimismo y resentimiento.
El guion, más provocador que coherente, juega con dos acusaciones falsas o ambiguas de abuso, una de ellas perteneciente al pasado de Alma. En la penúltima escena, la profesora confiesa que, cuando era adolescente, mantuvo una relación con un amigo de su padre y, al ser rechazada, lo acusó falsamente de violación, provocando su suicidio. «Era un buen hombre, y lo destruí con una mentira», confiesa entre lágrimas. Su esposo intenta consolarla, recordándole que a los 15 años no se puede consentir una relación con un adulto, pero el filme parece menos interesado en condenar la manipulación del hombre que en exponer el «poder devastador» de las denuncias.

Entre la crítica social y el panfleto ideológico
El resultado es una película que se ubica incómodamente entre la crítica social y el panfleto ideológico. Las alusiones filosóficas —con referencias a Michel Foucault— intentan dotar de profundidad a un relato que, sin embargo, termina sirviendo como espejo de una postura política específica: la del «centrismo reaccionario», los radicales de la equidistancia entre izquierda y derecha, pura militancia en el postureo más indisimulado. Guadagino retrata una nostalgia por la autoridad académica y una crítica a la generación «woke» que, según el filme, confunde justicia con censura. Así, personajes como Maggie —una estudiante negra, queer e hija de magnates donantes— son retratados como ejemplos de cómo las identidades marginadas se convierten en «ventajas injustas» dentro de una élite universitaria hipócrita. «Eres el peor tipo de estudiante mediocre», le espeta Alma. «Tienes todos los medios para triunfar, pero ni talento ni deseo. Solo desperdicias el tiempo de los demás.»
El productor Brian Grazer, conocido por su trayectoria junto a Ron Howard y por su apoyo histórico al Partido Demócrata, ha reconocido abiertamente su viraje político reciente. «Antes de esta película me consideraba antiwoke; todo se había vuelto demasiado extremo», declaró a The Hollywood Reporter. Su intención, dijo, era mostrar «el daño causado por las acusaciones falsas». Curiosamente, Grazer también admitió haber votado por Donald Trump, justificándolo como una decisión «centrista» ante la «falta de rumbo del Partido Demócrata». Estas declaraciones iluminan el verdadero trasfondo de Caza de Brujas: más que un examen honesto del trauma o la verdad, la película parece ser una defensa velada del desencanto liberal que se ha desplazado hacia posiciones conservadoras. Su lectura del #MeToo busca reivindicación para quienes se sintieron víctimas del cambio cultural.
Con todo, la sobriedad de Roberts, es impecable, aunque sostiene la tensión que debería emanar de la ambigüedad moral y se diluye entre discursos, guiños a Woody Allen —con créditos iniciales que imitan su tipografía característica— y un desenlace que deja más frustración que reflexión. Suena a eco de una época (la de los últimos años de la presidencia de Joe Biden) en que la crítica al progresismo se veía como una forma de valentía intelectual. Hoy, en medio de una represión estatal hacia los movimientos estudiantiles de izquierda, la película se percibe como un anacronismo, más revelador por sus prejuicios que por sus ideas. Guadagnino pretendía ofrecer un espejo incómodo para la cultura contemporánea. Lo consigue, pero quizás no de la manera que imaginaba: «After the Hunt» refleja más el miedo de una élite a perder su voz que el conflicto entre verdad y justicia.
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