La fiebre amarilla ha regresado a Sudamérica con una virulencia que no se veía desde hace más de veinte años. Más de un centenar de muertos en apenas doce meses y una expansión geográfica sin precedentes en tiempos recientes obligan a mirar esta crisis con más que preocupación. Se trata de un fenómeno epidemiológico, sí, pero también de una sacudida social, ambiental y política que pone a prueba la capacidad de respuesta de unos Estados que, en muchos casos, siguen sin aprender del pasado.

El brote, que comenzó a intensificarse en la segunda mitad de 2024, ya afecta a seis países: Colombia, Brasil, Perú, Bolivia, Ecuador y Guyana. La letalidad media supera el 41% y Colombia lidera el recuento de casos y muertes. Pero el problema no es solo estadístico. Según señala El País, lo alarmante es el modo en que esta enfermedad, transmitida por mosquitos y que se mueve entre el ciclo selvático y el urbano, ha conseguido avanzar hasta zonas montañosas y periurbanas, muchas de ellas cercanas a grandes ciudades. El virus, en otras palabras, ya no está tan lejos de nosotros.

No es una exageración. Cuando los casos aparecen a menos de 100 kilómetros de Bogotá o en los estados brasileños de São Paulo y Minas Gerais —territorios donde no había brotes documentados desde hace décadas—, la narrativa cambia. Ya no se trata solo de poblaciones aisladas o remotas en la selva. La fiebre amarilla ha cruzado un umbral simbólico: ha salido del rincón del olvido donde la tenían los sistemas de salud pública y ha vuelto a poner a prueba la vigilancia epidemiológica del continente.

Y no lo ha hecho sola. La minería ilegal, el narcotráfico, la movilidad humana descontrolada y la deforestación se han convertido en aliados silenciosos del virus. Es en las zonas sin ley, donde el mosquito encuentra al hombre desprotegido y al Estado ausente, donde se gesta el salto del brote selvático al urbano. Esa es la gran amenaza. Una vez el virus se instale en una ciudad, el control será infinitamente más difícil, como bien lo sabe la historia sanitaria del continente.

La lección que Sudamérica no termina de aprender

Las alertas de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) no deberían sorprender a nadie. Ni tampoco su preocupación por la expansión hacia territorios nuevos. Lo preocupante es la lentitud con la que se activan los mecanismos de respuesta, la escasez de campañas de vacunación efectivas y, sobre todo, la inercia institucional que parece conformarse con reaccionar cuando el daño ya está hecho.

Este brote de fiebre amarilla es un espejo que refleja algo más profundo: la fragilidad estructural de los sistemas sanitarios del continente, la falta de voluntad política para proteger las zonas rurales y selváticas, y el olvido histórico de las poblaciones que viven fuera del radar urbano. Porque, no nos engañemos, este virus ha encontrado terreno fértil no por su capacidad de mutar o volverse más resistente, sino por la incapacidad humana de contenerlo.

Es cierto que existe una vacuna eficaz, de dosis única y protección de por vida. Pero cuando no se distribuye con justicia, cuando las autoridades apenas comienzan a exigirla en ciertas zonas turísticas y cuando los centros de salud carecen de medios para vacunar masivamente en áreas de alto riesgo, lo que se instala es una política de salud pública desigual. Una donde los viajeros con recursos acceden fácilmente a la inmunización mientras los habitantes de Loreto, Tolima o el interior de Bolivia siguen expuestos.

Hablar de fiebre amarilla como si fuera un mal exótico y lejano, confinado a las selvas, es un error que Sudamérica ya no puede permitirse. Esta enfermedad es un síntoma —uno más— del modo en que se gestionan los recursos, se ignoran las advertencias científicas y se invisibilizan a las poblaciones más vulnerables. También es una advertencia sobre el tipo de desarrollo que se está impulsando: uno que arrasa bosques, rompe equilibrios ecológicos y acerca al ser humano a virus con los que antes no convivía. @mundiario