El escritor colombiano Felipe González Giraldo (Medellín, 1987), acaba de presentar su primera novela, titulada ‘Seúl 88’, un relato con influencias del ‘thriller’ que se publica bajo el sello independiente Escarabajo.
La historia sigue a Constantino, un militar colombiano que tras combatir en las selvas de Antioquia, es enviado junto con su familia en misión diplomática a la República de Corea del Sur. Allí, él, junto a su esposa, una antropóloga, y sus tres hijos vivirán en carne propia la Guerra Fría -espionaje internacional, protestas sociales y la amenaza de una guerra nuclear- y la esperanza de unos Juegos Olímpicos, que invaden a la capital coreana en 1988.
«Mi novela es el resultado de acontecimientos cosidos por Diosidencias. Tras la caótica visita del presidente Virgilio Barco a la República de Corea en septiembre de 1987, en la que casi muere por culpa de una diverticulitis, el gobierno nacional tomó la decisión de designar al primer agregado de defensa de Colombia ante la nación peninsular, luego de 34 años sin una representación oficial. ¿La persona seleccionada? Mi padre, un joven mayor del ejército, casado y con tres hijos. Un plumazo en un documento cambió por completo nuestras vidas”, explica el escritor.
A continuación, un fragmento de la novela, cedido por su autor. ‘Seúl 88’ ya se encuentra disponible en las librerías del país.
Yi Yeongju
Orlando agarró su abrigo, calzó los tenis y salió del templo. Descendió un par de escalones. Se sentó en el borde, levantó los palillos y agarró la taza de arroz. Comenzó a comer.
–El Jefe de Administración de Haeinsa me informó que el momento sigue siendo propicio para visitar al maestro –su amigo sonrió. Orlando colocó los palillos sobre el tazón–. Coma sin premura.
Luego de dejar las tazas redondas vacías, Orlando fue al baño, se aseó con rapidez, vistió su abrigo y echó a andar por la colina detrás de Haeinsa. El sol daba la idea de haberse transformado en un plato de porcelana. Disparaba un halo lánguido, como la piel blanca en un enfermo demacrado. Había una forma de sutil belleza en el ambiente salvaje que dificultaba el mero acto de ascender la pendiente montañosa rodeada de ramajes flacuchentos y con la impresión de estar dormidos, como el trasfondo de una obra de fantasía medieval. El vientre le dolía. Orlando se sintió orgulloso. Lo consideró una aflicción con sabor a gloria.
El paisa Felipe González, autor de la novela ‘Seúl 88’. Foto:Cortesía del autor
Después de treinta minutos se aproximó a la entrada de una cueva-ermita construida con rocas de la zona, desiguales en sus aristas, como puntas de abrojos, cubierta por la sombra de un cerro. Afuera, un anciano paseaba envuelto en su bata tradicional –gasa– con sus manos en la posición de respeto cha-su: la derecha sobre la parte superior de la izquierda con el pulgar bloqueado debajo de esta y cerca de la parte inferior del abdomen. Orlando arregló su porte y copió el gesto de quien era la persona que había ido a visitar.
El maestro Seongcheol lo invitó con un ademán del brazo. Orlando llegó a su lado, halado por la energía de un remolino. El anciano, de cabello rapado, pocas arrugas y una cara pulcra, revoloteaba con la vista puesta en ciertos sectores de la loma. Parecía buscar con ahínco un objeto extraviado.
–버섯 보이시나요? –el maestro habló con la frecuencia vocal más apacible que Orlando había escuchado en su vida. Se dijo que si tuviera que imaginar la tonalidad y el vigor de la voz de Dios, la que acababa de oír sería su propuesta.
–Maestro. ¿Puede repetir lo que dijo? –Orlando se expresó con respeto.
El hombre habló con la cabeza gacha.
–순간이 바뀌었다 –“El momento ha cambiado”, tradujo Orlando.
Captó lo que le dijo su interlocutor sin saber interpretar el sentido de la oración. Orlando se serenó. Pensó en un gato que persigue una luz artificial; pretendía atrapar cada vocablo expresado por el maestro Seongcheol. Hoy, más que nunca, pondría a prueba su coreano.
El maestro seguía sin levantar la mirada de la tierra, siempre sonriente, tal vez buscando lo que hombres como Orlando fallaban en discernir. Giró la cabeza. Orlando deseó que ese fuera el rostro de todos los abuelos del mundo.
–Los hongos no crecen por esta época –el hombre señaló las raíces secas al pie de los árboles, las que sobresalían debajo de las piedras y las que se perdían en pequeñas grietas oscuras–. El flujo del tiempo penetra lo que nos rodea. Por más que quiera ofrecerle esas setas, la impermanencia de los fenómenos me lo impide.
–No se preocupe, maestro. Yo comí antes de venir acá –Orlando se sintió como un tarado tan pronto esas palabras salieron de su boca.
El maestro le estaba enseñando algo. El anciano arregló la postura y lo miró fijo a los ojos.
–¿Más tarde o mañana querrá comer?
–Sí, maestro.
–La naturaleza de un estado mental cesará su existencia; en su reemplazo se elevará otra –agarró unas piedritas, las agitó en su mano y las soltó–. Si no tenemos nada más con qué alimentarnos, añoraremos los hongos comestibles.
El corazón de Orlando se iluminó con una emoción de repentino descubrimiento. Evocó esas experiencias que se producen después de resolver un acertijo. Se quedó sin habla. La afluencia de potenciales inquietudes por resolver impidió que cualquier palabra saliera disparada. El maestro Seongcheol caminó con lentitud hacia la boca de la cueva. Mientras lo seguía a unos pasos de distancia, Orlando recordó un artículo que había leído sobre la majestuosidad de las tortugas de Madagascar.
El maestro se acomodó con una postura elegante en la cresta semiplana de una roca. Batiendo la mano derecha exhortó a Orlando a que hiciera lo mismo en otra contigua. Él se sentó, alisó su sudadera y cerró el cuello del abrigo en torno suyo, un gesto automático que pretendió mantener el calor interno. De reojo intentó ver dentro de la ermita donde residía el maestro; eso decían las historias. La oscuridad de la cueva, sumada a la frugalidad de su morador, un hombre acostumbrado a acumular muy pocas posesiones, impidió que husmeara algo desde su posición.
Transcurrieron algunos segundos. Orlando los interpretó como la conminación a hacer preguntas.
–¿Por qué exige tres mil postraciones ante el Buda, maestro? –se preguntó si había sido grosero.
–¿Tiene preocupaciones en este momento?
Una pregunta como respuesta a una pregunta. Orlando se echó para atrás.
–No, pero me duele el cuerpo.
El maestro Seongcheol parpadeó con una actitud imperturbable. Orlando se acordó de la vez que su padre le explicó sobre la vida y la muerte.
–¿Antes de venir al templo tenía ocupada su mente?
–Sí, maestro. Es parte de mi trabajo y mis obligaciones diarias.
El viejo sonrió. Orlando sabía que hacía frío; la piel de su cuerpo palpaba una frescura insospechada, casi tibia.
–Sé qué quiere decir, maestro –Orlando aferró sus rodillas, realizó círculos sobre las articulaciones con las puntas de los dedos y las masajeó con fuerza–. Ni siquiera si me esforzara estaría preocupado. Lo que me suele agobiar no tiene poder sobre mí. Es raro.
–Las tres mil postraciones son para uno. Por supuesto no para mí.
–La esencia de buscar la verdad se puede ver bloqueada por una acción física que es difícil de cumplir.
–¿Le parece arrogante?
–Recuerdo que usted fue inflexible con el presidente Park Chung-hee. Él no quiso hacerlas y usted y él jamás se encontraron.
–¿Después de acabar con las postraciones siente algún cambio en su interior?
Recibir preguntas como respuestas a sus preguntas confundía a Orlando; lo invadía un viento de plenitud.
–Me siento agradecido con… –Orlando meditó–, no sé qué. Me veo pequeño.
–Quien se negó la oportunidad de conocernos fue el expresidente. No tomó la ocasión para alejarse de la avaricia, la ira, la arrogancia, la glotonería y la ignorancia. Las postraciones llenan el verdadero yo. La paz vendrá a su vida.
“Me gusta el maestro”, confirmó Orlando. El viejo seguía sin mover el cuerpo un ápice. ¿Quién lograba tal quietud pacífica? Orlando se percibió a sí mismo con mayor confianza.
–Los políticos exaltan en su máxima expresión los pecados del hombre.
El maestro Seongcheol ladeó la cabeza, lo miró con cierta ternura.
–¿Quiénes somos como seres para juzgar?
Orlando pensó en su papá. Evocó un día que lo regañó por haberle llamado la atención a una de sus hermanas: “¿Quién te dio el poder de ser su padre?”.
El paisa Felipe González, autor de la novela ‘Seúl 88’. Foto:Cortesía del autor
–¿Cómo hago para saber que estoy caminando el sendero correcto de la vida? –se le ocurrió preguntar.
El maestro Seongcheol pasó su mano por la cabeza.
–La verdad se encuentra dentro. Quien busca por fuera es como el que busca agua en el océano. Echemos un vistazo a nosotros mismos.
–¿Eso no guía a la autocomplacencia? –su mente viró con fugacidad a los días universitarios cuando trataba de prestar atención a temáticas fascinantes y complejas–. ¿Creer que somos buenos cuando no es así?
–Si la codicia desaparece, dejamos de creer que somos chatarra; empezamos a concebirnos como oro. ¿Usted cree que va por una ruta alejada a los preceptos de Buda?
Orlando alzó los hombros.
–No lo sé, maestro. Intento ser bueno con los que me rodean y, no obstante, quienes actúan mal, los que se venden como modelos a seguir, me dicen que siempre estaré solo.
–¿Es feliz?
–No me disgusta esa condena que hacen en mi contra.
–¿Los condena usted?
–¿Quiénes son los demás para determinar mi lugar en el mundo?
–¿Ha visto dentro de su interior quién es usted?
–Yo me esfuerzo en ello.
–La forma es vacío y el vacío es forma. Cuando estamos solos, estamos con todos y cuando estamos con todos, estamos solos.
Orlando se perdía al tratar de comprender las máximas del budismo. El monje utilizaba sentencias discursivas no argumentativas; chocaban con su forma particular de pensar. Si no fuera por la calma de la interacción estaría abrumado por los principios incognoscibles.
–¿Qué hace uno con la maldad ajena? –le pareció que su pregunta era la de un niño–. ¿Debo perdonarla?
El maestro seguía como una estatua.
–En el budismo no se habla del perdón. El perdón es posible cuando me ubico en una posición de superioridad y digo: yo que estaba en lo correcto, te perdono a ti que estabas en lo incorrecto. Buda dice que todos los seres conscientes somos iguales. ¿Cree tener la capacidad de decir quién es iluminado y quién no?