Elsa Punset, escritora y divulgadora, observa la vida con sensibilidad y reflexión. Su mirada combina emoción, filosofía y experiencia cotidiana para ayudarnos a comprender nuestras emociones, relaciones y el mundo que nos rodea.

En Alas para volar, la escritora parte de una experiencia real: cuidar a un gorrión caído del nido durante el verano. Ese gesto sencillo se convierte en un espejo de su propia vida, una vivencia que la hizo reflexionar sobre la infancia, la soledad, el amor y la resiliencia, recordándonos que siempre es posible recomponerse y arrancar el vuelo. 

¿Todo parte de un gorrión?

Sí. Un día, en la cocina de mi casa en Galicia, noté que la gente se detenía frente a mi puerta. Salí a mirar y me encontré a uno pequeño en el suelo, paralizado de miedo. Sus padres habían hecho el nido en los tejados y él tuvo la mala suerte de ir a parar en medio de la calle, entre coches y gatos.

La autora posa con su nuevo libro.

Ese verano, que pensaba dedicar al descanso, se convirtió en uno muy distinto: cuidando del animal, ayudándole a sobrevivir y a reencontrar sus alas.

¿Qué te llevó a transformarlo en un relato, combinando esa parte autobiográfica con lo psicológico y lo poético?

No fue algo planeado. Fue intenso: come cada hora, muchos no sobreviven. Aprender a alimentarlo y vigilarlo me obligó a pasar tiempo sola y a observar.

En él me veía reflejada: también yo me sentía frágil, intentando recomponerme. Pero observarlo luchar con sus pocas plumas y su voluntad de vivir me dio una gran lección. Me pareció hermoso y lo trasladé a mi vida. Pensé: ¿cómo hacemos los humanos para sobrevivir, para volver a volar? Y así nació el libro.

Decías en algún momento que habías perdido tu brújula vital. ¿Qué señales te ayudaron a darte cuenta de que necesitabas parar y retomar?

La primera señal fue el agotamiento. Estaba completamente exhausta, había pasado por pérdidas personales y sentía que iba sin rumbo. Al final, todos cargamos con lo mismo: heridas de la infancia, soledad y amores averiados.

Ver al gorrión luchar por vivir, con tan poca fuerza, pero con tanto instinto, me inspiró. Me di cuenta de que, como él, yo también estaba vulnerable, sin ‘plumas’, necesitando tiempo para recuperarme.

Pasar dos meses cuidándolo me obligó a frenar y mirar hacia adentro. Aprendí algo esencial: todos los seres vivos necesitamos tres cosas —comida, cobijo y cariño—, y ese pequeño también necesitaba afecto. Dárselo fue una gran lección.

En tu libro hablas de la infancia. Dices que la primera mitad de la vida es un error gigantesco e inevitable. ¿Por qué?

Porque en esa etapa vivimos con lo aprendido en la familia, sin elegir. Es el arranque, y aunque la recordemos como una época feliz, también tiene un lado oscuro: crecemos con carencias, heridas y creencias que luego nos condicionan.

La familia te enseña cómo amar, cómo enfrentar el miedo o la ira, qué hacer para sentirte querido. Y con eso sales al mundo, sin cuestionarlo. Por eso digo que es un error inevitable: porque no es una vida consciente, es tu niño interior el que dirige.

Solo cuando reconoces y reparas esos daños puedes entrar en la segunda parte de la vida, la verdaderamente consciente.

Una imagen de Elsa Punset junto al pequeño pájaro.

Una imagen de Elsa Punset junto al pequeño pájaro.

Cedida

¿Cómo dialogas con la niña que fuiste?

Al principio me costaba mucho. Le reprochaba cosas por su timidez, por no ser más batalladora, y por eso abro el libro con ella: escribirlo fue un ejercicio de reconciliación con aquello de ella que aún vive en mí.

Esa pequeña leía escondida en el armario con una linterna, plantaba semillas, cuidaba sus flores y buscaba perros abandonados para darles un hogar. Era poética y sensible, pero el mundo que la rodeaba le resultaba duro. Antes le reprochaba no defenderse, no comprender algunas cosas, pero ahora veo que todo eso formaba parte de su sabiduría y de cómo aprendió a sobrevivir.

He podido reconciliarme con ella. Creo que todos necesitamos volver a nuestro niño interior: nacemos inocentes, llenos de talentos, y la vida nos los recorta. Recuperarlo, agradecerle lo que es y volver a casa es un paso fundamental.

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¿Y cómo definirías la segunda parte de la vida?

Es la parte consciente: cuando te preguntas quién eres, para qué estás aquí y qué quieres hacer. Entonces empiezas a actuar según esas respuestas.

Psicólogos como Maslow hablan de nuestra capacidad de autorrealización, pero muchos no llegan porque se enfrentan a limitaciones: heridas de la infancia, miedos, hábitos, distracciones, una sociedad consumista… Todo esto nos mantiene en piloto automático.

Alcanzarla suele requerir sufrimiento: te das cuenta de que repites los mismos errores y eso te obliga a mirar hacia adentro. Llegar a esta etapa significa tomar decisiones conscientes, cambiar cómo actúas y hablas, y crecer. Es un proceso difícil, pero profundamente transformador y liberador.

En tu libro mencionas distintos tipos de señales: las de atención, las que guían y las que advierten. Suena fácil, pero ¿somos capaces de identificarlas en la práctica?

Dedico páginas a esto porque durante años no supe interpretar las señales de la vida, aunque tuviera experiencia y recursos. Me ayudó imaginar a los rastreadores de caminos en África: se funden con el entorno y leen huellas y sonidos. La vida nos habla igual, pero muchos no queremos verlo.

Cargamos con prejuicios y patrones que nos ciegan, sobre todo en las relaciones: buscamos a alguien que nos salve y no detectamos signos evidentes. Un recurso clave es el cuerpo: puede manifestar urticarias, dolor o insomnio cuando algo no va bien. Escucharlo nos guía mejor que la razón sola.

¿A ti te habló el cuerpo?

Sí, me habló. Mi alergóloga pasó meses buscando la causa de mis síntomas. Yo le dije: «Doctora, creo que es psicosomático». Ella respondió que era tan fuerte que tenía que haber algo que lo disparase. Luego me contó un caso parecido: una paciente con alergias terribles, y al final descubrieron que era alérgica al vello de su marido. Imagínate, ¡ser alérgica al vello de tu marido!

Cuando escuché eso, entendí que mi cuerpo me estaba enviando un mensaje y que necesitaba buscar soluciones desde otro enfoque. Me hizo replantearme cómo estaba viviendo y prestar atención a lo que me decía.

La escritora con alpiste en las manos para alimentar a los gorriones.

La escritora con alpiste en las manos para alimentar a los gorriones.

Cedida

¿Consideras la alegría como una forma de resistencia y de transformación?

Sí, es una verdadera revolución. El problema es que nuestro cerebro, con su sesgo negativo, prioriza la supervivencia y nos arrastra hacia abajo, por lo que a veces no reconocemos ese sentimiento profundo que no es placer superficial, sino risa, propósito y sentido.

Es fundamental preguntarse: «¿Esto me da alegría?». Es algo especialmente importante para las mujeres, porque cargamos con las necesidades y las responsabilidades de los demás, lo que contribuye a que tengamos más problemas de depresión y de salud mental. Hemos avanzado mucho en autonomía, pero seguimos siendo las cuidadoras principales.

Por eso, si vas a prestarle esa atención a otros, primero hazlo contigo misma: escucha tu cuerpo, recupera tu alegría y reserva tiempos a solas para entenderte, regenerarte y fortalecer tu bienestar.

¿Por qué nos cuesta tanto decirlo?

Porque el mundo nos ha enseñado, especialmente a nosotras, a ser amables, agradables, a sonreír y a gustar. Desde pequeñas recibimos mensajes de nunca decir «no», de complacer siempre y esa herencia es muy pesada.

Aprender a dar una negativa es recuperar fuerza; es decidir que no vas a vivir siempre a expensas de lo que los demás necesitan.

En Alas para volar cuento cómo me ayudó la técnica de Martha Beck, que pasó 365 días sin decir mentiras sobre cómo se sentía. A veces lo hacemos para no molestar o para quitarnos importancia, pero cuando empiezas a expresar la verdad sobre tus emociones, muchas cosas se tambalean: relaciones, trabajos, situaciones que sostenías con esfuerzo…

Es un proceso difícil, pero también liberador y fortalecedor: manifestar la verdad y poner límites te hace más fuerte y te permite vivir de forma más auténtica.

Carme Chaparro posando en una foto promocional de su último lanzamiento.

El enamoramiento puede ser un lobo vestido de amor.

Sí, lo es. La sociedad nos ha engañado con la idea de que el enamoramiento es amor, pero no es así. La naturaleza nos programa para bajar nuestra capacidad de juicio y volverse más maleable durante esa fase, que dura unos 18 meses o dos años, para favorecer la reproducción y la supervivencia de la especie.

El enamoramiento está muy romantizado. Puede dar paso al amor verdadero, pero para eso necesitas ver a la otra persona como es, valorar lo que aporta, cómo se construye de forma conjunta, cómo se ayudan a crecer mutuamente.

Si no sucede eso, entonces la relación no ha pasado del enamoramiento. Es importante no tomarlo como una nueva religión y aprender a ponerle un poco de distancia y perspectiva.

La escritora se ha abierto en cuerpo y alma en su último libro.

La escritora se ha abierto en cuerpo y alma en su último libro.

Cedida

Invitas en tu libro a una relación de respeto y cuidado de la Tierra. Partes del gorrión, pero en general lo estamos haciendo fatal.

Sí, de hecho, muy mal. Nos resulta fácil querer a quienes se parecen a nosotros, pero tenemos un lado violento, codicioso y cómodo. También otro que puede dar y construir. Debemos aprender a convivir con las demás formas de vida y respetar los sistemas que nos sostienen, como lo hacemos con otros seres de nuestra especie.

Justificamos el maltrato a la Tierra todo el tiempo: cómo nos alimentamos, viajamos o consumimos. Por eso creé la fundación Terraviva, para predicar con el ejemplo. Debemos proteger la biodiversidad, humanizar nuestras ciudades y crear coherencia: no podemos buscar paz en nuestras familias y guerra con el resto del mundo.

Elsa, ¿a dónde quieres volar?

No lo sé, cada vida es única. No somos clones y en todas pagamos un precio muy alto: la muerte. Pero lo maravilloso es que cada existencia tiene una misión. La mía no es la tuya ni la de la persona de al lado.

Lo importante es reconocer el anhelo que todos llevamos dentro: ser lo mejor que podemos ser, no vivir con las alas rotas, no hacerlo constreñidos ni anulados. Esas son las alas para volar: si eres un gorrión, para irte con tus gorriones; y si eres tú, para cumplir lo que viniste a hacer.

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