La más reciente obra del maestro iraní Jafar Panahi, ganadora de la Palma de Oro en el último Festival de Cannes, confirma que el cine puede ser un acto de resistencia, incluso cuando sus formas son tan austeras como un viaje en carretera y su tono oscila entre la tragedia, la sátira y el absurdo. Un simple accidente se presenta como una historia mínima —el título lo anuncia con ironía—, pero detrás de su aparente sencillez late una alegoría feroz sobre la culpa, la justicia y la imposibilidad del perdón en un país fracturado por la represión.
Estamos ante una parábola política y existencial, una película tan contenida en sus gestos como feroz en su mensaje. Panahi exhibe un espejo incómodo donde se reflejan las grietas de la moral contemporánea. Sencilla en su premisa pero deslumbrante en su ejecución, un «simple accidente» es una tragedia colectiva y universal.
Desde su primer plano, Panahi deja claro que estamos ante algo más que un relato lineal. El filme arranca en plena noche, con un atropello accidental de un perro: una escena tan banal como simbólica, que introduce el motivo central del azar como detonante del desastre. A partir de ese pequeño incidente, se desencadena una reacción en cadena de consecuencias morales y políticas, que conduce a un grupo de personajes hacia un destino común dentro de una destartalada furgoneta. En ese espacio reducido —y metafórico—, se concentran las tensiones de toda una nación.
La película puede leerse como una suerte de «Esperando a Godot» filmado sobre ruedas. No es casual la referencia a Samuel Beckett, porque Panahi parece dialogar directamente con el teatro del absurdo: sus personajes están atrapados en una espera sin fin, incapaces de tomar decisiones, víctimas de su propio desconcierto y de un sistema que los ha condenado a la inmovilidad. «¿Esperamos justicia o esperamos el olvido?», se pregunta uno de ellos, sintetizando el dilema ético que recorre toda la obra.
En este viaje por carreteras polvorientas y pueblos desolados, Panahi convierte la road movie en un campo de batalla moral. Lo que comienza como un trayecto rutinario se transforma en una odisea en la que cada parada revela una nueva herida social. Los ocupantes de la furgoneta —una madre, un estudiante, un expreso político, una niña y el conductor que funge como verdugo— representan las distintas caras del Irán contemporáneo: víctimas y victimarios unidos por el mismo trauma. La convivencia forzada entre ellos es, a la vez, una metáfora del país entero, confinado en su propio vehículo ideológico, sin rumbo claro y con el combustible de la venganza agotándose. Panahi evita el panfleto y prefiere la tensión contenida del thriller psicológico a la denuncia frontal. Su puesta en escena, sobria y precisa, se apoya en los silencios, los reflejos y las miradas para construir un relato en el que cada gesto tiene peso político.
Hay algo casi documental en su aproximación, pero también una cuidada elaboración estética: el encuadre de un rostro vendado, fijo y silencioso, basta para condensar toda una historia nacional de humillación y resistencia. En ese rostro inmóvil —un plano que podría durar minutos—, Panahi demuestra su maestría formal. El ojo vendado del personaje no solo sugiere la ceguera del poder o la indefensión de las víctimas: también refleja la incapacidad colectiva de ver al otro sin odio. La cámara no juzga, observa; y en esa observación emerge la verdadera crítica. El director confía en la inteligencia del espectador, que debe leer entre líneas el dolor reprimido de una sociedad donde hablar sigue siendo un acto de valentía.
El clímax de Un simple accidente es uno de los momentos más escalofriantes del cine reciente. Panahi, fiel a su estilo, utiliza el fuera de campo como arma narrativa y moral. No muestra la violencia: la sugiere, la deja resonar en el silencio posterior, en los rostros que no alcanzamos a ver. Esa elipsis tiene un efecto devastador, porque obliga a la imaginación a ocupar el lugar del verdugo.
Es un recurso que recuerda tanto al realismo poético de Taxi Teherán (2015) como al simbolismo político de Tres caras (2018), pero llevado aquí a un extremo de crudeza inédita. La película es dura, pero no renuncia a la compasión. Panahi concede a sus personajes la posibilidad —aunque mínima— del perdón. En ese sentido, Un simple accidente no es solo un alegato contra la represión, sino también un homenaje a la humanidad de quienes, incluso al borde del abismo, conservan un resto de piedad. El problema, parece advertir el director, es que esa piedad rara vez sirve para detener el ciclo del odio.
El desenlace funciona como una trampa moral perturbadora y circular. La cámara vuelve al mismo punto de partida, al lugar del atropello inicial, cerrando un círculo dantesco que recuerda el séptimo círculo del infierno descrito por Dante: el de los violentos, condenados a una eternidad de fuego y sangre. Panahi parece decirnos que la sociedad iraní —y quizás cualquier sociedad— está atrapada en su propio infierno de simetrías perversas, donde el verdugo y la víctima acaban compartiendo el mismo destino.
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