Daniel Guzmán se debía a sí mismo esta historia y se la debía a su público: una obra honesta, poderosa y profundamente humana. Una genialidad discreta, sin pretensiones, que confirma que aún hay cineastas capaces de mirar de frente la vida y contarla con el corazón. Daniel Guzmán, que se hizo famoso como actor cómico en La que se avecina, siempre ha sido uno de los cineastas más infravalorados del cine español contemporáneo, y La deuda llega para recordar que su talento como narrador supera con creces la etiqueta de «actor que dirige». Tras el desparpajo emocional de A cambio de nada (2015) y la mirada desencantada pero vitalista de Canallas (2022), Guzmán entrega aquí su película más madura, intensa y conmovedora, un relato profundamente humano que confirma su sensibilidad y su capacidad para retratarla, y evolución, sin renunciar a sus raíces.

No es un director de grandes alardes formales ni de ambiciones desmedidas tras la cámara. Guzmán trabaja desde la honestidad y la cercanía, apostando por un cine que se alimenta de lo cotidiano y lo transforma en emoción. La deuda no necesita virtuosismo técnico porque lo que la sostiene es la verdad: la verdad de los personajes, de sus dilemas, de su precariedad moral y emocional. Desde sus primeros minutos, el filme se adentra en una historia sencilla y a la vez universal. Un hombre que debe dinero, pero también muchas explicaciones. Una familia atrapada entre la lealtad y la culpa. Una comunidad que observa desde el silencio. Con esa premisa mínima, Guzmán construye un drama coral donde las heridas personales se confunden con las sociales, y la redención se vuelve un lujo que pocos pueden permitirse.

Con La deuda, Daniel Guzmán se supera a sí mismo sin traicionar su estilo. Mantiene su fidelidad a los temas que lo definen —la conciencia social, la empatía con los marginados, la búsqueda de justicia—, pero lo hace desde una madurez narrativa que roza la maestría. Es una película teñida de una rara intensidad existencialista, cuyos hallazgos neutralizan sus licencias, y en la que, tras el cineasta, se adivina al muchacho que sigue sin querer romper el cordón umbilical que lo une al barrio y a sus gentes.

Una historia sobre la dignidad en tiempos de derrota

Luis Tosar encarna a Rafa, un trabajador en paro que arrastra una deuda económica y moral con su mejor amigo, papel interpretado por el propio Guzmán. A su alrededor orbitan mujeres que sostienen el relato desde distintos ángulos: Itziar Ituño (La Casa de Papel), formidable en su papel de esposa que intenta mantener a flote la familia; Susana Abaitua, como una hija que se debate entre la compasión y el hartazgo; y Mona Martínez, que aporta una dureza contenida que atraviesa la pantalla. La combinación de intérpretes profesionales con actores no habituales —una marca de la casa en Guzmán— aporta una autenticidad casi documental que potencia el impacto emocional.

La deuda es, ante todo, una película sobre la dignidad en tiempos de derrota. El dinero funciona como excusa: lo que realmente se pone en juego es el valor de la palabra, el peso del pasado y la imposibilidad de empezar de nuevo sin reconciliarse con lo que uno fue. Guzmán filma a sus personajes sin paternalismo, con ternura pero sin indulgencia, y consigue que cada gesto —un silencio, una mirada esquiva, una cerveza compartida en un bar de barrio— adquiera una carga simbólica de enorme fuerza. El guion, coescrito por Guzmán, es una pieza de relojería emocional. Alterna momentos de crudeza con otros de humor y ternura, demostrando que el director sigue fiel a su mezcla de drama social y comedia costumbrista. Las situaciones cotidianas se cargan de tensión moral, y el espectador asiste a un retrato de clase que evita el panfleto para centrarse en las emociones.

La puesta en escena, sin grandes artificios, es de una sobriedad ejemplar. La cámara, casi siempre a la altura de los personajes, parece moverse con ellos, respirando su mismo aire. El paisaje es el extrarradio madrileño, con una luz gris, áspera y a la vez cálida, que convierte cada plano en una declaración de amor hacia ese mundo de barrios y bares donde la vida no se detiene aunque pese.

La deuda esconde una reflexión sobre la culpa, la redención y la imposibilidad de romper con el pasado. Hay algo de fatalismo en los personajes de Guzmán, como si todos estuvieran destinados a repetir los errores de quienes los precedieron. Y, sin embargo, el filme no es pesimista: en su interior late una esperanza humilde y obstinada, la misma que ha caracterizado siempre al cine de su autor.

La película alcanza un nivel de intensidad emocional que recuerda al mejor cine europeo de los años noventa, ese que combinaba crudeza y lirismo sin imposturas. El clímax resume todo lo que La deuda quiere decir: que la verdadera deuda no es la económica, sino la que mantenemos con nosotros mismos y con quienes amamos. Guzmán demuestra una sensibilidad especial para escuchar, para permitir que el silencio cuente más que los diálogos, y para sacar de sus intérpretes una verdad que trasciende la pantalla. No hay aquí impostura ni artificio: solo vidas rotas que buscan sentido.

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