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Una de las sagas leonesas más fascinantes —con permiso de los Panero— es sin duda la de los Flórez Herques. Una estirpe que ha dejado huella en el callejero. Entre sus miembros más ilustres hay arquitectos, escritores, emprendedores, políticos y hasta un asesino.
Un linaje muy extenso en el que sobresalen Santiago Flórez Herques, alcalde y diputado a Cortes por Sahagún; su hermano Pablo, que militó en el progresismo avanzado y fue comandante de la milia nacional; el escritor Darío Fernández Flórez, que navegó entre el escándalo y el olvido; el arquitecto Antonio Flórez, modernizador de la educación española; y, el más extravante de todos, Rogelio Herques, escritor y fraticida.
Una familia singular que es el retrato de una España convulsa, marcada por guerras, exilios y revoluciones culturales. Los Flórez Herques, personajes de un innegable magnetismo, parecen sacados de una novela en la que se mezclan por igual ambición y tragedia.
Todo comienza con Pablo Flórez Herques, una figura casi mitológica en el siglo XIX en Sahagún. Rico, influyente y emparentado con los Herques Ibarreta, una familia de origen germano-holandés que destilaba poder y excentricidad. Su gran fortuna, forjada en la subasta de bienes desamortizados, se convirtió en el cimiento de una saga que no escaparía al peso de su propio legado. Su primo, Rogelio Herques Ibarreta fue el protagonista del capítulo más oscuro de esta historia.
Un personaje de Blasco Ibáñez
En 1888, Rogelio, que había sido banquero en Nueva York, jugador empedernido y autor de La religión al alcance de todos, mató a su hermano Robustiano y a su cuñada con un revólver antes de suicidarse. El magistral Blasco Ibáñez inspiró su novela El fantasma de las alas de oro en este estrambótico personaje que acaba con la vida de su hermano por motivos pasionales. En Sahagún hay decenas de leyendas sobre el propietario de la lujosa Casa del Duende. Rogelio, un hombre descrito como «juerguista, deslenguado y pendenciero» está enterrado, según se dice, en el misterioso ‘Sepulcro del Diablo’.
A la sombra de Pablo y los Herques habría que situar a Justino Flórez Llamas (1848-1927), padre de Antonio y abuelo de Darío. Arquitecto y explorador minero, fue un hombre de acción y curiosidad insaciable. Su vínculo con la Institución Libre de Enseñanza, cuna del pensamiento liberal español, moldeó a sus descendientes. Su legado no fue solo material —financió la Residencia de Mayores de San Mamés con la herencia familiar—, sino también intelectual, al inculcar en su hijo Antonio un compromiso con la modernización de España.
El arquitecto de las escuelas
Antonio Flórez (1877-1941) es, sin duda, la estrella más luminosa de la saga. Nacido en Vigo, pero leonés de corazón, su vida estuvo marcada por la Institución Libre de Enseñanza y sus ideales. Formado en la Escuela de Arquitectura de Madrid, pensionado en Roma y discípulo del gran Otto Wagner en Viena, absorbió un eclecticismo que fusionaba la tradición clásica con la modernidad. Fue maestro de los arquitectos leoneses Torbado y Ramón Cañas.
Su obra cumbre fue la Residencia de Estudiantes de Madrid, un faro de la cultura española donde se cruzaron Lorca, Dalí y Buñuel. Como jefe de la Oficina Técnica de Construcciones Escolares desde 1920, transformó la educación española con edificios funcionales y adaptados al entorno, como la Escuela Normal de Maestros de León —actual Instituto Claudio Sánchez Albornoz—.
Su arquitectura, alabada por Leopoldo Torres Balbás por su ruptura con el «falso regionalismo», fue un canto a la practicidad y la belleza. Sin embargo, la Guerra Civil lo golpeó con dureza: depurado por el régimen franquista, murió prematuramente en 1941, dejando un legado que aún resiste el paso del tiempo.
El extraño escritor
Si Antonio representó la luz, su sobrino Darío Fernández Flórez (nacido por casualidad en Valladolid debido al empleo militar ambulante de su padre) encarnó las sombras. Una tragedia adolescente —la pérdida de una pierna— marcó su juventud, pero no frenó su voracidad intelectual. Formado en los jesuitas de Burgos, Grenoble y Madrid, donde estudió Derecho y Letras, Darío se movió con soltura en los ambientes cosmopolitas de entreguerras como un auténtico dandi. Sus primeras novelas, Inquietud (1931) y Maelström (1932), destilan esa atmósfera europea.
Durante la Guerra Civil fue uno de los delatores de su compañero de facultad Julián Marías, detenido y encarcelado en 1939, tal como cuenta su hijo Javier Marías en Tu rostro mañana. Luego se enroló en el Ministerio de Propaganga y su pluma se volvió más terrenal, aunque sin renunciar a un aire intelectual.
Su novela Lola, espejo oscuro, la historia de una prostituta, pasó la censura de los leoneses Leopoldo Panero y Valentín García Yebra, y quedó finalista en el Premio Nadal que ganó otro leonés, José Suárez Carreño. En 1956 publicó una autobiografía fantasiosa bajo el título Memorias de un señorito.