No retengo ninguna imagen de Diane Keaton en El padrino. Acepto la tesis de Manohla Dargis en el New York Times, cuando propone que Kay Corleone encarna el punto de vista asombrado del espectador, al descubrir que su esposo es el asesino de su propio cuñado. Me atrevo a añadir que Al Pacino absorbe toda la luz de su entorno pero, sobre todo, Keaton deseaba ser olvidada en El padrino porque es uno de los pocos ejemplos en que delegó su carácter, equivalente a su talento. O dominaba, o se diluía en el papel que interpretaba. En el primer caso se volvía inolvidable, rango que adquirió con la mujer independiente de Annie Hall que sería su contraseña.

En el colmo del absurdo, Woody Allen pretendía que la película se titulara Anhedonia, un catafalco que desde luego no provocaba ningún placer a sus productores. Se impuso el criterio mercantil, y el epígrafe pasó a Anniedonia y recaló en Annie Hall, cediendo el protagonismo a una actriz influyente pero también imponente. Diannie Keaton, definida hasta el Oscar por una película.

Es correcto concluir que Woody Allen es un genio porque tuvo a Keaton a su costado. Rompieron, y en Mia Farrow cabe hablar de una degeneración todavía irresuelta. En la era de la exageración, la actriz independiente que se impuso la infelicidad para sortear la claudicación no ha recibido una despedida a su altura.

Aunque sea una herejía, ni El padrino ni Annie Hall adquieren la relevancia de Buscando al señor Goodbar, con un asunto que solo se adelantó medio siglo a la era Tinder. Fue rodada el mismo año que Annie Hall. Retrató y mató a la mujer sola, que no advierte contradicción en tomar las riendas de su destino por encima de las convenciones morales. Recupera la actualidad, porque también hoy tendría problemas con el neopuritanismo.

Una película deja huella cuando recuerdas perfectamente el cine en que la viste. Ocurre con Mister Goodbar y sobre todo con Reds, la obra maestra de Warren Beatty transformado en el periodista John Reed. Por desgracia, Jack Nicholson le roba la novia y sobre todo la película en un par de escenas como Eugene O’Neill. El intercambio de cartas entre la librepensadora Louise Bryant y el protagonista vale toda la historia del cine, se precisa una notable insensibilidad para no derrumbarse emocionalmente.

Librepensadora como en Reds, libertina como en Mr. Goodbar, liberal agente doble en La chica del tambor, tal vez la mejor y por ello no tan valorada novela de espionaje de John le Carré. Vestida de sí misma, como el Richard Gere a quien se cruzaba en la barra de un bar solitario.

Keaton asusta, piensas que se necesita la labia exuberante de Woody Allen para concederle una réplica a su altura. De ahí el impacto de su segundo enfrentamiento con Jack Nicholson en una película de título inaceptable, Cuando menos te lo esperas. La actriz ahora fallecida tomaba las riendas de una comedia romántica para vengarse de décadas de supremacismo del hombre blanco. Amanda Peet debía recoger el testigo, con menos éxito incluso que Emily Blunt.

En Cuando menos te lo esperas, la pareja de Keaton con el marmóreo Keanu Reeves era tan creíble que ambos merecen que fuera cierta la convicción de que trasladaron sus papeles a la cara oculta de la ficción, que se llama realidad. Diannie Hall, reinó en la pantalla sin someterse a sus exigencias.

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