Este texto ya comienza mal porque en él hay algo de plagio y otro poco de inoperancia: como no sabía cómo empezar lo mejor que se me ha ocurrido ha sido robarle una frase a Albert Camus de la carta que le escribió a su profesor de primaria cuando le concedieron el premio Nobel en 1957: «Heesperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón». Y eso es lo que a mí me pasa, que he dejado transcurrir un tiempo prudencial para aliviar el luto del domingo pasado y así tener algo más de perspectiva y conciencia. Pienso en César Rincón y el horizonte que le propuso a su novillo sobrero, y eso me da la medida de la distancia que a veces hay que tomar para decir la verdad. También pienso en Curro Vázquez, con los brazoscruzados en su espalda mientras la cuadrilla banderilleaba su utrero de festival, diseccionando con precisión quirúrgica la anatomía de la faena que le iba a endilgar al pequeño Garcigrande. Recuerdo también la lisura de su capote, lacio y vaporoso como las cortinas de un palacio, y el deletreo de sus trincheras, algunas terminadas en -azo y otras acabadas en -illa. Y aunque nos las prometíamos muy felices con esa melancolía hecha carne, creyendo que durante ese festival el toreo eterno se inclinaba ante nosotros, hecho a la medida de nuestros sueños, lo doloroso es que aquella obra de pureza y arte no fue más que una condena que nos perseguirá toda la vida. Lo sé porque una vez se lo leí a Ray Loriga: «Es el recuerdo, y no el olvido, el verdadero invento del demonio».

Y luego, la tarde. De esa corrida he leído ya todo, pero no he entendido nada. Están por ahíexplicándonos con tres frases de sobre de azúcar el impacto de Morante, y yo estimo que, antes de hacerse uno daño, opinando sin saber, despilfarrando tautologías fanfarronas, primero hay que descifrar los últimos 5 lustros de José Antonio, una Odisea de 25 años, un viaje interior a su propio mundo. Y es que la tauromaquia de Morante no abreva en las letras ni de Amón ni de Zabala, ni siquiera en todos esos que van detrás del torero como los que iban detrás de Forrest Gump, camada ávida por rezongar a los cuatro vientos que les gusta Morante, pero no los toros. No es eso, no es eso; su ciencia, la del de la Puebla, es algo más elaborada que las frases hechas y los lugares comunes. Como es imposible fondear en su mente, ya que para eso habría que deslindar los límitesque explicarían a cualquier otro mortal, sólo queda rendirse a su virtud: el afán por no querer parecerse a nadie. Su tauromaquia no es mainstream, nada tienen que ver ―dicho por él mismo― los terrenos y las distancias donde se enseñorea de un tiempo a esta parte, digámosle toreo postpandémico. Te obliga a sumergirte en lo más insondable de tauromaquias transgresivas, las que hace 50 años se escribieron para que las practicase ahora Morante, y salirte del sota-caballo-rey de conocimiento en el que se desliza el grueso de las explicaciones, advenedizas pero mentirosillas, degente que nada en un océano extensísimo de conocimiento, pero de un palmo escaso de profundidad. Y aunque yo no tengo tampoco ni puta idea, como el resto, si puedo decir que intento formarme un criterio, y no una opinión, porque Morante no ha querido ser el mejor de todos, Morante ha querido ser mejor que él mismo, se pongan sus viudas como se pongan.

Y al fondo, Robleño. Si Morante, con cuatro maderos, te construye el arca de Noé, podemos afirmar, parafraseando a Anne Sexton ―y sin miedo a equivocarnos―, que Fernando Robleño es alguien a quien siempre se le ha exigido que a partir de un mueble construya un árbol: deconstruir lo ya creado para obrar el milagro de volver a la esencia. Robleño, aquí ya se ha dicho, es una patriadonde refugiarse, una dique entre la tauromaquia en puntas y la metástasis de la fiesta, último tieso de un fin de raza, un invencible encaste minoritario. A eso se le llama carisma, es un sentimiento desinteresado por el cual una de las partes no espera nada a cambio, y es que hay cosas que no se compran con sobres: se trata de ponderar lo fundamental sobre lo accesorio, el mando por encima del acompañamiento, la memoria un paso por delante de los trofeos. Ahí es donde porfía Robleño,porque Fernando es de los pocos toreros que siguen desempolvando ―o al menos lo intenta― aquello que dejó dicho el hoy malhadado don Joaquín Vidal: el secreto para dominar a los toros de casta no está sólo en parar, templar y mandar, sino que para poderles había que consentir, que el toro se vea capaz también de vencer, que la emoción venga por la sacudida de dos fuerzas antagónicas y no por el abuso de una de las partes sobre la otra. Por eso a Robleño se le tiene respeto pasando antes por el cariño.

Esto no es un ranking ni una comparativa, esto no va de ningunear o pegarse por nadie. Esto va de que, más allá de las banderías y de los odios, más allá de unos pidiendo justicia y otros pidiendo venganza. la pura desdicha insalvable es que si echas la vista atrás y miras por el retrovisor ya sólo queda páramo y desolación, sin nadie a lo lejos que pueda tomar el testigo. Como los restos de un naufragio, aquel día se nos murió, un poquito más si cabe, lo clásico, la torería y el valor. He ahí la verdadera desgracia, la del aficionado.