VALÈNCIA. Tertulianos que repasan el ticket del supermercado en pleno programa. Jennifer López. Cremas hidratantes. Señoras que sueñan con jubilarse pronto. Isabel Pantoja (y su madre). Jornadas en el Congreso de los Diputados. Calcetines buenísimos. Grupos de WhatsApp. Carmen Martín Gaite. Fauna de estos y otros pelajes convive armoniosamente en Orfidal y Caballero (Arpa), el nuevo libro de Ángeles Caballero (Madrid, 1976).

Tras Los parques de atracciones también cierran (Arpa), Caballero despliega aquí una crónica tierna, irónica y personalísima sobre rutinas domésticas, vaivenes existenciales y contradicciones propias y ajenas (pues, como cuenta, “todos somos poliédricos”). Una incisiva cartografía de la vida contemporánea en clave femenina que es, al mismo tiempo, espejo y refugio. Y todo ello mientras se reivindica como “una mujer con carro de la compra que escribe”. En concreto, que escribe en un cuaderno. Colaboradora de la SER, El País y La Sexta, la periodista presentará este libro-ansiolítico en Bangarang el próximo 22 de octubre.

– Orfidal y Caballero parte de una estructura fragmentaria, de retales escritos. Más que un diario personal, es un mosaico de apuntes y reflexiones. ¿Fue una decisión consciente o surgió de forma espontánea?

– Me encantaría poder decir que lo hice todo de manera premeditada, organizada y jerárquica, pero no fue así. Llevaba un cuaderno a todas partes y anotaba episodios que me ocurrían u observaba. Empecé a escribir sin plan y fue saliendo así. Cuando tuve todo reunido, mi editor, Pedro Vallín, me dijo: “Todo esto está muy bien, pero ahora a ver cómo demonios lo estructuramos”. Estoy acostumbrada a escribir un artículo o una entrevista, enviarlo y ya está. Pero un libro exige otro tipo de orden y eso me descoloca. Le di algunas vueltas y pedí ayuda a mi hermana, que es editora. Pensamos en dividirlo por capítulos con conceptos (ciudades, personas…), pero había textos que no encajaban en ninguna categoría. Al final se me ocurrió copiar vilmente la película Inside Out y estructurarlo por emociones.

– El libro está envuelto en un costumbrismo contemporáneo, pero sin caer en lo cursi ni en lo condescendiente. ¿Eran dos peligros que tenías en mente?

– Puedo ser muy moñas y bizcochona, pero he procurado evitarlo. Respecto a la condescendencia, me molesta muchísimo y me agota. Autodenominarme “una mujer con carro de la compra que escribe” es una pequeña declaración de intenciones. En época de narcisos y ególatras, los periodistas somos personas que escribimos: no salvamos vidas ni todo el país está pendiente de nuestra opinión. Pocas veces somos tema de conversación y cuando lo somos es porque ya se nos ha ido la cabeza y nos hemos convertido en personajes. Los ególatras me producen una misantropía terrible, pero lo bueno es que enseñan pronto sus cartas. He aprendido a reconocerlos rápido y, cuando me toca aguantar a alguno más de la cuenta, al menos saco salseos para reírme después con mis amigos.

– Bajo una apariencia ligera, tus textos están atravesados por cuestiones de clase y género. ¿Temes que se malinterprete como frivolidad?

– Siempre he defendido la ligereza y el sentido del humor a la hora de escribir; con esas dos armas se pueden contar muchas cosas. De hecho, reivindico la ligereza como militancia. El tono solemne y denso se lo dejo a otras personas que lo utilizan fenomenal. Recuerdo un artículo de Javier Marías en El País Semanal que se llamaba Las personas ligeras. Explicaba que se había dado cuenta de que estaba rodeado de personas ligeras que le hacían más ligera la pesadumbre de vivir. La idea me gustó mucho y, de hecho, la columna que tuve durante un tiempo en El Confidencial se llamaba Ideas ligeras.

– Afirmas que el rencor “está muy infravalorado como motor vital”. ¿Cómo se puede transformar ese rencor para no quedarse encallado rumiando agravios?

– Promuevo el rencor y la venganza como pasatiempo, no como algo que acaba dominando tu vida. Tener de vez en cuando tu ratito de ser villana es delicioso. Y el rencor compartido con otros une mucho y es liberador. A veces me han pedido escribir sobre sujetos a los que tengo un profundo desprecio y me he negado, precisamente para que no se me notara. Ha vencido mi profesionalidad. No quería que me saliera la bilis en cada párrafo. Pero fantasear con que a alguien que te ha hecho daño le salgan las cosas mal es una muestra de honestidad con una misma. No se puede ir siempre con el discurso impostado de “quiero la paz mundial”, como si fueras una Miss.





– También hablas de llevar un “lanzallamas en el bolso”, de la rabia femenina. Durante mucho tiempo, la sociedad ha penalizado esa rabia tildándola de histeria o locura. ¿Sientes que ahora está más aceptado mostrarla?

– Hemos callado mucho para no generar conflictos y es el momento de sacar ese lanzallamas, de alzar la voz ante determinados comentarios y actitudes. No creo que sea solo una cuestión de rabia femenina. En general, nos han enseñado a no molestar y eso ha hecho que nos calláramos con familiares, amigos o compañeros. Y ahora tenemos un clima político en el que hay gente presumiendo públicamente de cuestiones que hasta hace poco daban vergüenza.

– En este libro expones tus vulnerabilidades. Hablas de miedos, inseguridades, de la pérdida de tu madre… ¿Te costó mostrar esa parte más frágil e íntima?

– Tengo muy poco pudor y muy poca vergüenza. No me ha costado mostrarme ni contar mis grietas. También hay temas en los que me he contenido porque no quería hacer daño a otros o significarme demasiado en ciertos asuntos. Hay cosas que pensé, pero que no trasladé al teclado. El cerebro me dijo: “Estate quieta”. No pretendo ser una polemista, pero sí ser honesta. Me da rabia ver a colegas de profesión que se han dejado fagocitar por su propio personaje y se comportan como alguien que no son. Quiero que lo que digo ante un micrófono sea lo mismo que transmito en un libro.

– Otra constante en esta obra son las reflexiones sobre la edad, la salud, la presión estética… De hecho, te defines como “esteta”. Al mismo tiempo, la sociedad actual está obsesionada con una eterna juventud inalcanzable. ¿Cómo afrontas esa idea desde tu escritura?

– Soy una persona absolutamente contradictoria. Durante mucho tiempo le di demasiada importancia a la imagen física. He sido una persona bastante acomplejada. Ahora me gusto más, quizá porque ahora tengo lo que se considera que debe tener una mujer de 49 años. De adolescente ya tenía mala circulación en las piernas y varices. Tuve un desarrollo de pecho mayor que el de mis compañeras de clase. Eso me hacía pensar que algo en mí estaba desajustado. He tendido siempre a disimular lo que tenía y a admirar la fachada ajena. Ahora sigo siendo coqueta, sigo dándole importancia a mi imagen, pero lo hago desde el mero disfrute. Sé que una crema no quita las arrugas y, si me pongo bótox, quiero parecer descansada, no parecer diez años más joven. Todo el mundo tiene derecho a querer verse bien. Cuando me pinto los labios, siento que pienso mejor. He aprendido a juzgar menos. Estoy más relajada, más en paz con lo que veo en el espejo.

– En una entrevista con Elle hablas de las señoras como “icono pop”. Y hay varios pasajes en Orfidal y Caballero que son una oda de admiración hacia ellas. Durante mucho tiempo, las mujeres que pasaban de cierta edad se volvían invisibles en el espacio público o eran tratadas con cierto menosprecio. ¿Crees que ese patrón persiste?

– Hay algo de machismo y de clasismo en cómo se habla de las señoras. Yo reivindico a las señoras, pero no a todas. Hago una selección de señoras. No reivindico a las señoronas que llevan sin madrugar ni hacer la cama 40 años: que se reivindiquen ellas solas. Reivindico a las que no pudieron estudiar o no las dejaron; a las que tuvieron que casarse porque hacía falta un hombre que llevara dinero a casa; a las que cuidaron a padres, hijos, nietos, maridos… Y que merecen ser escuchadas. Como mi madre, mis tías o tantas mujeres mayores de este país. Son ellas las que deberían dominar el mundo. A estas mujeres a las que admiro las agrupo en la categoría de “Julis”, por mi madre, Julia, a la que todos conocían así.

Como explica María Ángeles Durán en sus estudios, el trabajo doméstico no remunerado de esas mujeres tendría un valor económico equiparable o incluso superior al del turismo. Me siento muy afortunada de haber podido estudiar, tener independencia económica y un marido corresponsable. Porque sé que, si algún día la vida se tuerce, puedo valerme por mí misma, con mis ingresos y mi trabajo. Eso me da alegría y lamento que otras no hayan podido tener esa opción.






– Tu escritura observa hacia afuera, pero también hacia dentro. Muestras una voz que se cuestiona constantemente, que se juzga, que negocia consigo misma. ¿Cómo lidias con esa mirada doble?

– Tiendo mucho a eso porque opinar (que es a lo que me dedico) no deja de ser un ejercicio de insolencia: es decirles a los demás cómo lo tienen que hacer. Por eso, cada vez que opino sobre lo que ocurre fuera, mi cerebro me dice: “¿Tú te has visto, querida?”. Intento dejar claro que no estoy libre de pecado: me he burlado de cosas que ahora me generan mucho respeto, he cambiado de opinión en un montón de asuntos… He aprendido a mostrar mis costuras y mis heridas.

– Como periodista, retratas también tu oficio: las rutinas, los egos, la impostura de parecer fuerte… ¿Te interesa desmontar ese mito de la periodista infalible, que siempre tiene la réplica perfecta y las ideas clarísimas?

– De hecho, uno de los asuntos de los que me burlaba hace tiempo era de la figura del tertuliano, del todólogo. Y ahora soy yo la que participa en tertulias. A veces preparas uno de esos programas sin saber de qué se hablará o te plantean un tema del que no tienes ni idea. Una vez, Carlos Alsina me preguntó por el procés y tuve que decir: “Sinceramente, no me siento capaz de opinar sobre esto”. Pensé que sería el fin de mi carrera, pero Alsina me dio las gracias porque pensó que admitir eso era mejor que decir alguna tontería. Eso no quita que muchas veces haya dicho tonterías o no haya sido capaz de explicar bien un asunto. Este trabajo no consiste en salvar vidas o estar de pie durante horas en un supermercado; simplemente opinamos.

– La amistad recorre Orfidal y Caballero: la que se conserva, la que aparece nueva, la que se acaba… Se habla mucho de los amigos durante la infancia y la juventud, pero no tanto de su papel en la edad adulta. ¿Por qué querías abordar este aspecto de tu vida?

– Una colega me dijo que este libro es una carta de amor a mis amigos. Y creo que tiene razón. Eso sí, es una carta a mis amigos de ahora. A los que me rodean actualmente y hacen mi vida mejor. A ellos les debo buena parte de la mirada que tengo. He perdido amistades por el camino y he ganado otras. No tengo rupturas de amistad dramáticas, simplemente hay relaciones que se desgastan o nos damos cuenta de que no tenemos tanto en común. Y no pasa nada. Además, llevo mal los reencuentros nostálgicos: no me apetece ver a alguien del colegio a quien apenas recuerdo. Hay determinadas relaciones que se sostienen por haber compartido un tiempo concreto y, en realidad, son personas a las que ahora me resultaría insoportable aguantar más de 30 segundos. No quiero tener que invitar a comer a mi casa a gente racista, homófoba o de extrema derecha solo porque nos conocemos desde hace 25 años y tuvimos a la misma profesora.

– Dedicas el último tramo del libro a la maternidad. Y la abordas con toda su complejidad. Dices: “No quiero ser solo madre”, pero también relatas cómo disfrutas con tus hijos…

– Mi pareja y yo somos hijos de padres muy mayores, así que no pudimos recurrir a abuelos que nos ayudaran. Eso nos obligó a estar muy presentes en las vidas de nuestros hijos y la crianza sin ese apoyo familiar puede ser muy dura. Hace poco, hablando con otras madres, coincidimos en nuestro odio eterno a los parques infantiles. Ahora que mis hijos son adolescentes, disfruto conversando y hablando con ellos. Me caen muy bien, y eso es maravilloso.