Verónica Viñas

Cuando la Gioconda desapareció del Louvre, los ojos del mundo se posaron en León. La prensa internacional no tardó en apuntar a la capital leonesa como posible refugio del ladrón o del propio lienzo pintado por Leonardo da Vinci entre 1503 y 1506. Rumores infundados, pero persistentes, hablaban de un leonés implicado en el robo, mientras Pablo Picasso y Guillaume Apollinaire caían bajo sospecha policial.

Jesús F. Pascual Molina, profesor de la Universidad de Valladolid, ha desentrañado este enigma en su obra El robo de la Gioconda en la prensa española (1911-1914). El nacimiento de un icono artístico, un estudio meticuloso que revela cómo el vacío en la pared del museo parisino atrajo más visitantes que nunca. «La gente iba al Louvre solo para ver el hueco del cuadro», explica Pascual Molina.

El robo, en realidad, fue de una simplicidad pasmosa. El Louvre de principios del siglo XX carecía de las medidas de seguridad modernas: no había alarmas ni vigilantes omnipresentes.

Artistas como Picasso y el poeta Apollinaire solían «jugar» con piezas del museo para denunciar el desinterés por el arte y se llevaban a casa estatuillas íberas para inspirarse y las devolvían días después. Esta audacia les costó cara.

La Policía francesa interrogó a ambos. Apollinaire incluso pasó unos días en prisión; y Picasso, aterrado, devolvió las estatuillas que tenía aún en su poder. Pero el foco pronto se desplazó a España. Periódicos como ABC o El Norte de Castilla publicaron que un misterioso leonés —o alguien refugiado en León— era el autor del robo.

La noticia se propagó como un reguero de pólvora: rotativos europeos la replicaron, y el revuelo llegó a tal punto que el embajador francés en España tuvo que intervenir para desmentirla durante una visita oficial.

Pascual Molina rastrea en su libro cómo todo surgió de una broma periodística. Unos reporteros madrileños gastaron una pesada chanza a un colega destinado en el extranjero, quien, ingenuo, la cablegrafió como primicia. De ahí, el caos.

Europa entera imaginaba la Gioconda oculta en las calles leonesas. El rey Alfonso XIII ironizó al respecto: «Me parece raro que aparezca una obra de arte en España, cuando lo habitual es que aquí el patrimonio desaparezca».

Mientras el lienzo permanecía en las sombras, el mundo lo elevaba a la categoría de mito. Postales, vallas publicitarias, cajas de chocolate… La Gioconda invadía el imaginario colectivo. Anunciantes avispados la usaron como gancho en perfumes y corsés para «estar tan guapa como la Mona Lisa».

El autor material

El verdadero culpable fue Vincenzo Peruggia, un exempleado del Louvre. El 20 de agosto de 1911, un domingo, se escondió en un armario del museo. Al amanecer del lunes –día de cierre–, descolgó el cuadro, lo ocultó bajo su abrigo y salió como si nada. El robo no se descubrió hasta el martes, desatando un escándalo planetario. Peruggia guardó la obra en su apartamento parisino durante más de dos años, hasta que, en diciembre de 1913, intentó venderla a un anticuario florentino. Detenido, alegó patriotismo: quería devolver a Italia lo que Napoleón había expoliado, aunque fue el propio Da Vinci quien llevó a Francia la Gioconda en 1516, invitado por Francisco I. Condenado a siete meses de cárcel, Peruggia siempre juró haber actuado solo.

Algunos historiadores señalan al aristócrata argentino Eduardo de Valfierno como cerebro del plan. Valfierno habría hecho pintar seis copias del cuadro al conocido falsificador Yves Chaudron y las habría vendido a millonarios ingenuos por cantidades desorbitadas, aprovechando el revuelo. Otros apuntan al traficante alemán Otto Rosenberg como promotor del robo, enredado en una red de arte ilícito. León, por fortuna, salió indemne del bulo, pero durante unas semanas sus calles parecieron esconder el secreto más codiciado del arte universal.