Fernando Robleño, matador de toros madrileño, había anunciado su despedida para el pasado domingo 12 en la Monumental de su ciudad natal. Fue Robleño un torero no sólo valeroso sino técnicamente solvente y taurómacamente puro al que, como a tantos, las casas empresariales ninguneron de todas las formas posibles a lo largo de sus 25 años de trayectoria. Pero su público de Madrid, infinitamente más sensible que los mercaderes con y sin traje de luces, le dispensó una cálida bienvenida y un adiós conmovedor, a tono con su excelente faena al último toro que mató en su vida. Despedida y oreja más que merecidas.

Ese fue el adiós programado, previsto y felizmente consumado del día. Pero minutos antes se había producido otro, más conmocionante por inesperado: Morante de la Puebla, portador no ya de las más caras esencias sino del toreo mismo como arte, como cultura y como historia, tras cortarle las orejas al cuarto ejemplar de Garcigrande, se había dirigido a los medios del coso de Las Ventas para desprenderse lentamente el añadido, dando por concluida su gloriosa y atormentada carrera. Porque si sus intermitencias y altibajos emocionales eran bien conocidos y asumidos por cualquier aficionado medianamente enterado, nadie contaba con un corte de caja así de abrupto y por lo tanto así de sentido, acostumbrados todos a rezar porque el torero de Puebla del Río pudiera comparecer en la siguiente plaza que lo tuviese anunciado con la promesa tácita de colmarla de torería.

Morante, que empezó su andar con perfil relativamente bajo –aunque a nadie escapaban sus sobresalientes cualidades para el arte–, con una plaza de segunda como escenario de la alternativa y escaso eco entre los hacedores de ferias y carteles, poco a poco fue ocupando el sitio que por méritos le correspondía, mientras lidiaba con los problemas psíquicos que más de una vez lo apartaron de los ruedos –en 2004 incluso tuvo que tomarse un sabático para someterse a un tratamiento de profundidad en Estados Unidos–. Pero aun así, el torero nacido de la Puebla andaluza (02.10.79) portaba en el alma –que es la que torea– algo que solamente es patrimonio de los elegidos, ese expresar con el cuerpo todo y las ondulaciones de unas telas rojizas el hondo misterio del que habló Rafael El Gallo. Y que en su caso era el de un ser tan superdotado para el arte como atormentado por sus demonios interiores.

Es muy probable que esa singular conjunción, entre maldita y afortunada, haya sido la razón de su eclosión artística postpandemia. Si ya había esparcido por los ruedos suficientes testimonios de su grandeza, a partir de 2021 todo lo que Morante llevaba dentro lo derramó a manos llenas hasta situarlo como un grande entre los grandes. La faena del rabo en Sevilla (26.04.23) sería apenas la feliz culminación de una serie de tardes en el albero maestrante equiparables con las gestas más gloriosas del toreo de todos los tiempos. Como esos pocos toros inolvidables que cuajó en Madrid, que alcanzaron niveles de apoteosis a veces sin necesidad de que la faena fuera redonda –sí lo fueron la primera suya del San Isidro de este año, o la del toro “Pelucón” de Alcurrucen en 2022. Por no hablar de lo que había hecho y firmado desde antes de su cuatrienio dorado, con “Cacareo” de Cuvillo en Bilbao, por ejemplo (23.08.11), y con tantos más, que incluyen, por increíble que parezca, hasta dos o tres especímenes del post toro de lidia mexicano. Faenas cuya diversidad y exuberancia –nunca la misma, todas distintas, a veces hasta sin ese toro propicio que casi nunca le tocó en sorteo—las convertía en piezas únicas.

Y en todas, en cada paso y cada pase suyo por las arenas de cualquier plaza del mundo, el sello inconfundible de Morante de la Puebla, con lo que eso pueda significar.

Ha dicho adiós José Antonio Morante Camacho, un torero de época.

Despedidas en perspectiva. Ya hay quien pone en duda que este adiós morantista no vaya a romperse en algún momento para que José Antonio vuelva a enfundarse en el terno de luces. A favor de esta hipótesis obran innumerables antecedentes, especialmente en España, donde las despedidas oficiales han sido proporcionalmente escasas. Y las efectivas todavía más, entre las cuales solamente se cuentan las de Ricardo Torres “Bombita” (16.10.1913), Marcial Lalanda (18.10.42) y, se supone, las recientes de El Juli (30.09.23) y Enrique Ponce (28.09.24). Todas las demás –Antonio Bienvenida, César Girón, Gregorio Sánchez, dos veces Antoñete…– o resultaron falsas o corresponden a diestros que por razón de su edad toreaban ya muy poco. Eso en Madrid, porque en Sevilla, que recuerde, fuera del adiós definitivo de Diego Puerta (12.10.74) –honrado y formal hasta en eso–, sólo puedo recordar el segundo de Manolo Vázquez, ya con muchos años a cuestas (12.10.83), luego de su retirada en falso de 1968, también en la Real Maestranza.

Son casos excepcionales, pues, como digo, la mayoría de los matadores hispanos –sean o no figuras— es muy raro que se corten la coleta, quizá persuadidos de lo difícil que es resistirse a volver al cabo de cierto tiempo. Y de los pocos que eligieron para despedirse de la profesión en nuestra ya casi finada Plaza México, Cagancho (21.01.54), Paco Camino (01.04.78) y José Mari Manzanares (09.02.97) y Juan José Padilla (16.12.18)  incumplieron su propósito inicial, y solamente El Niño de la Capea (05.02.95) y Manuel Caballero (21.11.2004) mantuvieron, relativamente, la promesa de no torear más. Digo relativamente porque Caballero aún cumplió algunos contratos en plazas colombianas y El Capea participó en una corrida en Málaga –para darle la alternativa a Javier Conde (16.04.95)—y otra en la México –para confirmársela a su hijo Pedro Moya Lorenzo (05.12.04), además del festejo conmemorativo de sus cincuenta años de matador (Guijuelo, 19.06.22). En cambio, Miguel Báez Spínola ”Litri”, sin tanta alharaca, se fue del toreo en la Monumental de Insurgentes (12.12.99) y jamás volvió a vestirse de seda y oro. Mismo caso de José Ortega Cano, aunque este ya llevaba algún tiempo fuera de circulación cuando, por sorpresa, “se cortó la coleta” en Insurgentes (07.12.03). Entre las que tienen visos de definitividad hay que contar, desde luego, las recientes de Pablo Hermoso de Mendoza (05.02.24) y Enrique Ponce (05.02.25).

La México, plaza con más adioses. Si bien habían dejado honda huella en la memoria del viejo Toreo de la colonia Condesa las despedidas –ambas definitivas—de Rodolfo Gaona (12.04.1925) y Pepe Ortiz (14.03.43) –aunque también se puede contar la de un Juan Silveti Mañón, ya viejo y prácticamente inactivo (01.05.42)–, en toda la historia de la fiesta ha sido la Plaza México el escenario del mayor número de corridas con ese especial significado. Es posible que la tendencia sentimental del mexicano haya influido para que se dé tal situación estadística (Dicen que no son tristes, Cielito lindo, las despedidas / Dile al que te lo dijo, Cielito lindo, que se despida…).

Fue así que se han ido sucediendo las despedidas solemnemente programadas de Fermín Espinosa “Armillita” (03.04.49), Jesús Solórzano Dávalos (10.04.49), Carlos Arruza y Manolo Dos Santos (22.02.53), Silverio Pérez (01.03.53), Fermín Rivera (17.02.57), Calesero (20.02.66), Jorge Aguilar “El Ranchero” (11.02.68), Manuel Capetillo Villaseñor (28.02.68), Humberto Moro Treviño (31.01.71), Joselito Huerta (28.01.73), Luis Procuna (10.03.74), Manolo Martínez (30.05.82), Eloy Cavazos (dos veces y ninguna efectiva:10.03.85 y 16.12.01), Jaime Rangel (05.05.85), Manuel Espinosa “Armillita Chico” (23.02.92), Curro Rivera (15.11.92), Antonio Lomelín (18.02.96), Miguel Espinosa (12.12.04), El Pana  (07.01.07), Jorge Gutiérrez (04.02.07), Manolo Arruza (08.11.09), Manolo Mejía (02.12.12), Rafael Ortega Blancas (15.12.13), El Zotoluco (04.02.17), Ignacio Garibay (18.11.18), Alfredo Ríos “El Conde” (23.12.18), Federico Pizarro (13.01.19) y Guillermo González “Chilolo” (05.01.20). A las que hay que agregar las de los nueve diestros españoles –más el rejoneador Pablo Hermoso– mencionados en el apartado anterior.

Sobra decir que la inmensa mayoría no resistió la tentación de volver. Entre los que sí respetaron el simbólico corte de coleta están Solórzano padre, Silverio, El Ranchero, los Arruza (Carlos y su hijo Manolo), Humberto Moro padre, Procuna, Jorge Gutiérrez, Manolo Mejía y, de la generación de los 90 Pizarro, Garibay y El Chilolo. También El Zotoluco, que era un poco anterior.

Hay que señalar como un caso aparte el de José (Joselito) Huerta Rivera, que se despidió siendo figura y veinte años después, estando aún notoriamente en forma como lo demostró en reiterados festivales benéficos, despreció una oferta sumamente tentadora y mantuvo incólume la palabra empeñada en el lejano 1973. Muchos años antes, Rodolfo Gaona, el Indio Grande, había estado en una situación similar, y también la resistió gallardamente.