Deseo demasiadas lecturas, de clásicos que son cuentas pendientes y también de novedades que a veces ya están en casa, a la espera de su momento. La para mí afortunada sobreabundancia de publicaciones –excepción en la que hocicar de alegría– es algo de lo que se habla a menudo. Lo que me interesa por menos comentado, en cambio, es cómo priorizamos las apetencias y cómo elegimos para seguir siendo más lectores que consumidores de libros. Y porque de sobra sabemos que comprar un libro o tomarlo prestado de la biblioteca no es obtener con ello el tiempo para leerlo –ojalá–, me gusta preguntar la forma en la que las amistades lectoras seleccionan los títulos que les acompañarán durante los próximos días, las próximas semanas, los próximos meses. Por qué de entre todos los libros de las listas anotadas o de la columna de pendientes eligen precisamente ese y no otro. En la todo menos rigurosa encuesta que planteo, una respuesta se repite: “Depende del tema sobre el que trate”.
Desde que abandoné la academia, yo creía que en el ámbito literario un libro no va precedido por su tema, cuya extracción –de haberla– es parte de la labor y el disfrute de quien lee, y consecuencia de esa travesía. Y creía, además, que no todos los libros son reducibles a un tema que los resume, que los explica o que, finalmente, los subestima. Tengo la impresión de que en el caso de la poesía solíamos verlo más claro: el tema del poema es el poema –fórmula tan tajante que ha quedado grabada en mi memoria como una verdad sin autoría, aunque, si me esfuerzo en rescatarla, diría que pertenece a Olvido García Valdés–. En el poema, el lenguaje a veces se contorsiona para situarse en un estado de excepción, para contar de forma diferente no por deseo de artificio y castañuela, sino de mirada que logre compartir enigma, destello y sentido. Pero ahora las novedades se venden como “El poemario del duelo”, “Una colección inolvidable sobre el trabajo” o “El libro definitivo sobre el amor”. Lo mismo ocurre con la narrativa, en la que, si bajamos la guardia, la lectura suele ir dirigida y cercenada de antemano. Y del ensayo casi no me atrevo a decir nada, porque ahí es cierto que ya desde Montaigne es sin discusión y por antonomasia el lugar de los asuntos específicos. Aun así, en las mejores publicaciones de cualquiera de esos géneros leemos el regalo de las excursiones a lo inesperado, temática y formalmente, dentro de sus páginas. Por eso lo que espero de un poemario, de una novela, de un conjunto de relatos o de un ensayo es que la manera en la que están escritos mantenga mi curiosidad por lo que cuentan, sea lo que sea, y sea esto más o menos evidente. De lo contrario, no tengo muy claro que acuda a ellos a leer literatura –con el desarme y el curioseo a los que esta invita–, y más bien los estaría seleccionando como si se tratara de material para un trabajo de investigación o de ítems acordes al catálogo de mis intereses –y para ratificarlos–. Porque quizá todo esto tiene que ver no solo con la facilitación del consumo y con una sensación de aprovechamiento del tiempo y de la atención, sino con la caracterización que sutilmente se nos solicita y que nos da seguridad acerca de quiénes somos. Una abre un perfil en una red social y tiene que definirse en una línea, otra va a un programa de citas y tiene que contarse a sí misma como si enumerase las características de un producto –también, de nuevo, para evitar las disonancias e incoherencias propias de lo que está vivo, cualidad que, se diría, parece temible–. Pero si no dejamos que la encomiable labor de difusión de las publicaciones desde ciertos departamentos colonice nuestro imaginario desde los temas, podremos descubrir con sorpresa y alegría que Bluets, de Maggie Nelson, no es un libro sobre el color azul, sino también, entre otras cosas, un regodeo en la atracción a veces subida de tono; o que Ensayismo, de Brian Dillon, no es exactamente un ensayo sobre el ensayo, sino una reflexión acaso inevitable sobre la genealogía depresiva de la familia del autor. Y son todo eso gracias a la manera en la que fueron escritos. En su texto Literatura versus tema, Javier Serena incide en lo mismo: “Cualquier tema logra serlo por primera vez porque hay una invención de la escritura, una manera de pensar nueva y que no ha sido aún etiquetada, y es en esa libertad y esa audacia y esa atención a la artesanía de los textos cuando […] los libros aspiran a decirnos algo […]”.
Es inocente entonces esperar hoy la variedad de respuestas de hace tiempo para la pregunta que planteaba al principio, cuando elegíamos leer un libro por una gratuita imantación entre él y nosotras. Su cubierta, el nombre de su autor/a, una recomendación imprecisa y difícil de ubicar, un paseo por la biblioteca o la librería solían ser los disparadores del contacto. El azar y la atracción haciendo de las suyas, ensanchando el campo de nuestros intereses. Así que para conservar parte de aquella aventura en la elección y, sobre todo, la posibilidad del descubrimiento, si siguen invitándome a leer los libros por el tema fantaseo con aquello que quería Flaubert: un bien escrito “libro sobre nada”.
Deseo demasiadas lecturas, de clásicos que son cuentas pendientes y también de novedades que a veces ya están en casa, a la espera de su momento. La para mí afortunada sobreabundancia de publicaciones –excepción en la que hocicar de alegría– es algo de lo que se habla a menudo. Lo que me interesa por menos…
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