
Vestida con unos viejos blue jeans y con los polerones negros que siempre le gustó usar, una mujer de pelo corto, cortísimo, construye una casa con sus propias manos. Invadida de una furia juvenil, troza la madera, pule los contornos, forja los hierros, clava el contrachapado.
Sola y empecinada en medio de una enorme campiña de Wyoming, acarrea el material desde los bajíos y maldice en inglés el principio del sudor, del cansancio o de los mareos propios de la edad. Su casa, clavada en lo alto de una colina, tiene ya tres pisos hechos a base de tablillas de madera sin pintar, un larguísimo techo a dos aguas y un sinfín de ventanitas que, por los golpes de la luz, se oscurecen y toman forma de ojos muertos. No hay otras viviendas por los alrededores; solo un triste pantano, un bosque de píceas y una imponente meseta capaz de intimidar a Dios.
Con el mismo empeño y rigurosidad con que construye sus novelas, la señora Proulx edifica su casa y, sin dudarlo, le pone un título: Bird Cloud. Allí mismo, rodeada de sus más de cincuenta mil libros y de esa primitiva naturaleza americana, Annie Proulx justifica su soledad. Se dice que necesita el silencio, las plantas y los árboles; el agua que corre en absoluta libertad y los cambios fuertes de temperatura. Se convence a sí misma de la necesidad de observar el mundo desde lo alto de una montaña, de experimentar en carne propia las tormentas y de ejercer la maravillosa acción de crear el fuego para espantar a los fantasmas. Solo ese tipo de soledad, piensa, puede ayudar a conservar la salud y la cordura. ¿Para vivir mejor? No. Para hacer literatura.
Mundialmente conocida por ser la autora del relato «Brokeback Mountain» (1997), publicado en la revista The New Yorker y llevado al cine en 2005 por Ang Lee y Larry McMurtry, Annie Proulx es uno de esos casos extrañísimos que, de cuando en cuando, irrumpen en el panorama literario y trastocan la realidad al intentar hacer lo imposible dentro de sus libros: meter el mundo entero en enormes pliegos de papel y convertir su literatura en una valoración moral y épica de la vida norteamericana moderna.
Su pasión por los nativos americanos, por la cultura vaquera, por la industria manufacturera y por la naturaleza la han llevado a escribir libros de lineamiento rural, pero resignificando sus modelos con propuestas avezadas y con novedosos puntos de vista que revitalizan el género y entregan nuevas posibilidades de lectura.
En un pequeño ensayo sobre la narradora, William T. Vollmann ha dicho que «escriba sobre lo que escriba, Annie Proulx siempre trata, al menos en parte, la tormentosa relación del hombre con la naturaleza». No se equivoca. Esa pugna entre el elemento natural y la amenazante sombra del ser humano está presente en toda su ficción, incluso en Bird Cloud: A Memoir, su libro de memorias en donde cuenta todo el proceso de construcción de su casa en medio de los humedales, praderas y acantilados de Wyoming, alejada de la civilización y rodeada solo de los animales que acompañaron durante milenios a los indios ute, arapaho y shoshone.
Quizá por esta tendencia suya, la crítica la califica como una suerte de escritora ecologista, pero Proulx ha rechazado la etiqueta y ha dicho que solo es una persona que admira profundamente la naturaleza y sus infinitas maravillas. Pero es verdad que, al igual que William Faulkner, Flannery O’Connor, Theodore Dreiser o Herman Melville, Annie Proulx conecta con el medio natural y convierte a la tierra fresca o, mejor dicho, salvaje de los Estados Unidos, en su lugar de enunciación.
De hecho, aquel contacto insistente con la naturaleza ha forjado el carácter de Proulx de una manera determinante. En sus memorias, ella misma se ha reconocido feroz, impaciente, mandona, excesivamente tímida, ermitaña, obsesiva y de mal genio. Cada vez que alguien le pregunta cómo está, responde: «Todo muy mal». Como a las fieras salvajes, nunca le ha gustado que la pongan a prueba. Por eso educó sola a sus tres hijos, se divorció tres veces y construyó una casa con sus propias manos en el fin del mundo. Cuando le dijeron que alguien como ella no podría ser escritora a los cincuenta años, se rio de la advertencia y no solo se volvió escritora, sino también una de las mejores de toda su generación.
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Annie Proulx nació en Norwich, Connecticut, en 1935. Es hija de padres de origen inglés y francocanadiense. Desde muy joven tuvo interés en la ficción y, a los diez años, tendida en cama por la varicela, escribió su primera historia: el duelo de dos cowboys contra una horda de shoshones. Ya de más grande asistió al Colby College «durante un breve periodo en los años cincuenta» y luego ingresó en la Universidad de Vermont, donde obtuvo una licenciatura en historia.
A los veinte años publicó un cuento en Gourmet Magazine, que pasó sin pena ni gloria entre los lectores y agentes literarios. A pesar de ese fracaso, cursó una maestría en letras en la Universidad Concordia y, como estudiante de posgrado, publicó varios relatos en la revista Seventeen. Se casó y se divorció tres veces. Sin mucha suerte en el plano económico, se vio obligada a trabajar un tiempo como camarera y cartera para mantener a sus hijos.
Para ganarse la vida a través de la escritura, empezó a colaborar como freelancer en revistas de todo tipo: desde publicaciones de línea ganadera o especializadas en cultivos de chile, hasta en semanarios enfocados en paseos en canoa y ratones exóticos. También trabajó en algunos periódicos, cubriendo noticias y haciendo pequeños perfiles. Cuando, años más tarde, en una entrevista del diario La Tercera le preguntaron por qué demoró tanto tiempo en publicar su primer libro, Proulx respondió: «Estaba ocupada viviendo. Escribir un libro estaba lejos de mi mente».
De todos modos, se las arregló para fundar un periódico de pueblo, The Vershire Behind the Times, y para seguir escribiendo relatos cortos que fue coleccionando con la idea de revisarlos algún día, repotenciarlos y venderlos a buen precio para seguir sobreviviendo. En poco más de diecinueve años de pobreza, Proulx se alojó en trece ciudades, recorrió lugares apartados en su vieja camioneta y aprendió a pescar con mosca, a tocar el violín, a cazar perdices y a construir casas.
A los cincuenta años de edad, con sus hijos ya adultos e independientes, Proulx irrumpe al fin en el mundo literario al publicar su primera novela, Postcards, con la cual se convierte en la primera mujer merecedora del PEN/Faulkner. Con su segunda novela, Atando cabos, obtiene el premio Pulitzer y el National Book Award. Poco después, la revista The New Yorker le publica su relato más famoso, «Brokeback Mountain», e inmediatamente gana el icónico O. Henry Prize y también el premio John Dos Passos. En 1999 vuelve a obtener el O. Henry por su cuento «The Mud Below». Ese mismo año publica el conjunto de relatos Wyoming, que incluye sus cuentos galardonados y uno en especial titulado «The Half-Skinned Steer» («El novillo a media piel» en español), seleccionado por Garrison Keillor para formar parte de la compilación The Best American Short Stories, y escogido por John Updike dentro de su famosa lista The Best American Short Stories of the Century.
No satisfecha con eso, gana con libros posteriores el Heartland Prize del Chicago Tribune y el Irish Times International Fiction Prize. Ya con mejores posibilidades económicas, se retira al campo y construye su famosa casa en Wyoming, donde escribe sus siguientes libros y se debate entre distintas opciones para firmar sus publicaciones: primero empieza como E. A. Proulx; luego lo cambia por E. Annie Proulx y, finalmente, se queda con Annie Proulx.
En pleno contacto con la naturaleza de Wyoming y paseando, tarde a tarde, por los bosquecillos de píceas cerca de su casa, toma conciencia de que el mundo de los ríos, de los árboles y de los bosques ha cambiado enormemente con el paso del tiempo. El solo hecho de pensar que antes había más árboles que humanos la aterra, y no tanto porque la humanidad haya crecido desbocadamente, sino más bien porque los hombres han destruido tanto el medio natural que ya no existen más bosques infinitos en el mundo.
Es entonces cuando, bajo esa idea, Annie Proulx intenta devolverles la vida a los bosques a través de la ficción: se sienta a escribir una novela de ochocientas páginas en la que muestra quiénes fueron los culpables de su destrucción. Ese libro, para nuestra fortuna, es El bosque infinito.
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Podría decirse que, si bien El bosque infinito no es la obra maestra de Proulx, sí es en cambio su proyecto más ambicioso y, quizá, el más interesante de todos los que ha escrito. Publicada quince años después de Un as en la manga (2002), El bosque infinito justifica la demora de Proulx al ver la magnitud lingüística del texto, las sofisticadas estrategias técnicas que emplea y la prolija documentación en la que se apoyó para contar la historia de uno de los bosques más grandes del continente americano.
Al igual que autores como Richard Powers (El clamor de los bosques) o Lydia Miller (How the Dead Dream), Annie Proulx utiliza como piedra basal del libro el horror de la depredación del medio ambiente por causa del capitalismo más brutal. Así, la escritora se retrotrae poco más de tres siglos para ficcionalizar la época de colonización de Canadá (Nueva Francia por aquel entonces) a través de las idas y venidas de dos familias: Duquet y Sel, quienes, cada uno a su manera y generación tras generación, desforestan el bosque infinito y colaboran con la fiebre de la explotación maderera estadounidense para asegurar capital económico y cultural a fuerza de hachazos.
En El bosque infinito esa lucha encarnizada del hombre con la naturaleza, y del hombre contra el hombre, está narrada a través de un plano panorámico de múltiples vistas y de un arriesgado, pero inmejorable, empleo de las dimensiones del tiempo. El ensayista inglés Percy Lubbock sostuvo que existen dos formas básicas de narrar una ficción: el relato panorámico y el relato escénico. A diferencia de los libros anteriores de Annie Proulx, en los que predominaba el relato escénico (Postcards o Un as en la manga, por ejemplo), en El bosque infinito se aplica una suerte de combinación de ambas formas narrativas, aunque el modo panorámico excede todo el texto, fomentando así grandes secuencias que le permiten a la autora despachar, a veces en un párrafo brevísimo e incluso en una sola oración, muchos años y acontecimientos de la vida de los personajes. Estas bruscas elipsis escamotean datos, muchas veces inservibles para el lector, y le proporcionan a Proulx la oportunidad de poder saltar de un tiempo a otro o de cambiar de punto de vista sin ningún problema.
Gracias a este recurso, Proulx puede asumir la perspectiva existencial de sus diferentes personajes e inspeccionar los planos temporales repartidos entre los siglos XVII y XX. En las páginas finales de la novela, Proulx coloca dos árboles genealógicos de las familias Duquet y Sel, distribuyéndolos en épocas y protagonistas distintos, y apostando por una mirada amplificadora y un reacomodo continuo de los ángulos de visión. Así, aparecen más de veinte o treinta personajes por familia y un paseo panorámico por la historia americana: la conquista de Francia a Canadá (Nueva Francia), la llegada de los primeros colonos franceses a América, la aniquilación de las tribus mi’kmaq, la guerra entre Inglaterra y Francia por Canadá, la capitulación de Francia, la firma del Acta de Quebec, la guerra de 1821, la independencia de Maine respecto a Massachusetts, la Guerra de Secesión, la Primera Guerra Mundial, etc.
Los protagonistas de El bosque infinito atraviesan cada una de estas etapas mientras revientan los árboles y trafican con su madera, sintiendo los influjos del contexto histórico que les toca vivir. Así, por ejemplo, vemos al principio del libro a René Sel y a Charles Duquet, dos franceses miserables que acaban de llegar a Nueva Francia con la promesa de colonizar la tierra y crearse un futuro en el negocio maderero. Dueños de una personalidad completamente distinta, cada uno a su manera determina el destino de su linaje y los condena a estar ligados, para siempre, a la fatalidad que guarda el bosque.
Los Sel, mientras trabajan como peones y hacheros toda su vida, tendrán como cota existencial el debate por mantener a flote sus raíces indias heredadas de Mari, mujer mi’kmaq que se emparenta con el primero de los Sel. Su linaje será el que mayor contacto y sensibilidad tendrá con la naturaleza, aunque no por eso dejará de tumbar árboles para sobrevivir. Mestizos venidos a menos, cada nueva generación sufrirá con la tensión de tratar de preservar las costumbres mi’kmaq o de asimilarse a las prácticas de los hombres blancos. «Amboise veía con desesperación y asco a los hombres del poblado, pues en lugar de wokuoms ahora había muchas cabañas al estilo blanco. Además, los cañales de anguilas se hallaban en mal estado y los mi’kmaq rara vez se tomaban la molestia de repararlos, pues era más fácil comer el pan, el queso y la carne de los colonos que capturar anguilas. Si seguían a ese ritmo, los blancos no solo les habrían arrebatado sus tierras, sino también su cultura y ese sería el fin de ellos. Pero parecía que a los mi’kmaq no les importaba».
Por su parte, los Duquet serán máquinas de amasar dinero y su perdición, paradójicamente, estará vinculada a ese afán capitalista. Descendientes del crapuloso Charles Duquet, quien no duda en traficar, asesinar y anglicanizar su apellido (a Duke) para empoderar su imperio maderero, la familia devastará el bosque a través de la firma trasnacional Duke & Sons, adquiriendo grandes extensiones de tierra gracias al soborno de autoridades, a estratagemas comerciales inauditas o a homicidios en nombre del progreso nacional. De esta manera, Charles Duquet no dudará en adoptar niños hábiles con el fin de formarlos en el negocio maderero para asegurar su ambición capitalista. Y así, aunque ilegítimos, los futuros Duke se encargarán de arrasar con todo árbol que se cruce en su camino, signados no solo por la codicia y el poder, sino también por el terror al «mito» que su antepasado descubrió con asombro en China: que los bosques son finitos y que alguna vez estos pueden acabarse.
Con un estilo aprendido de Joseph Conrad, de Flannery O’Connor, de William Faulkner y, sobre todo, de enciclopedias y manuales de historia, Annie Proulx monta su relato utilizando un lenguaje bíblico y por ratos documental, variando el tono según el hilo narrativo que le toque desarrollar. Esta apuesta verbal en El bosque infinito va muy atada a la acción, pues cada pasaje o episodio que se describe lleva siempre una intención puramente narrativa.
Por momentos barroca, por ratos funcional, por instantes experimental, la plasticidad de su lenguaje le permite a Proulx no solo contar una historia o «reflejar» la realidad, sino también construir o descubrir mitos, juntando la cosmovisión europea con los pactos primitivos mi’kmaq, para forjar así una nueva mitología personal, literaria, que recorre toda la novela. De ahí las presencias abrumadoras del bosque como el chenno gigante de escarcha, los kookwes peludos, el hombre lobo o las criaturas invisibles que cortan árboles con sus fauces.
Otro de los recursos que utiliza Proulx en El bosque infinito es la interpolación de palabras francesas o mi’kmaq para darle a la narración una atmósfera de culturas cruzadas y confundidas entre sí, un mestizaje lingüístico que enriquece el texto y le otorga una interesante dimensión léxica. Asimismo, todo indica que Proulx es una apasionada de las listas o enumeraciones literarias, pues el libro está lleno de pasajes enteros donde se catalogan elementos de diversa índole, sin un aparente orden o sentido específico, y solo por medio de una avalancha de palabras que, como en el caso de la enumeración final de El Aleph de Borges, establece una sensación de caos y de vértigo muy estimulante para el lector.
Si bien es cierto que El bosque infinito controla con fortuna todos estos aspectos mencionados en una primera instancia, podríamos decir que en una segunda instancia el libro se entrampa en el engolosinamiento de sus hallazgos. Por ejemplo, el exceso de documentación eclipsa muchas veces la trama y, en lugar de contribuir con aportes necesarios a la configuración moral de sus escenarios o personajes, queda como un mero accesorio decorativo que entorpece y desmejora la lectura. Hay también una sobreabundancia de diálogos ineficaces y de pura intención informativa, los cuales buscan «explicar» cosas o «definir» futuros eventos, sin dejar espacio para la sugerencia o el dato intuitivo.
Por otra parte, la gran cantidad de personajes en los que se enfoca Proulx genera constantes desniveles, pues solo algunos de ellos logran alcanzar cierta personalidad, equilibrio y autonomía, opacando al resto de protagonistas y dejándolos como meros arquetipos sin mucho sentido emocional. Esto también se refleja en el uso del lenguaje, ya que Proulx parece sentir más simpatía o inclinación por algunos personajes, utilizando una suerte de escritura especial en sus secciones y devaluando su ejercicio verbal en otras que podrían calificarse de relleno.
Pero tal vez convenga señalar que los personajes más apreciados por Proulx alcanzan niveles épicos y su carga emocional es muchas veces comparable a la de los mejores personajes de Dostoievski o William Faulkner. Así sucede, por ejemplo, con toda la sección dedicada a Charles Duquet, ese patán y asesino que amasa fortuna a través del tráfico de pieles de castor y la tala de árboles. Proulx nos muestra cómo huye de su primer patrón, se arrastra como gusano por el bosque, viaja por toda Europa, China, India, Canadá y Estados Unidos para forjar su imperio. A Duquet nada parece importarle más que su propia ambición. Es capaz de casarse con alguien que desprecia, adoptar niños para usarlos, asesinar personas, cambiarse de apellido o comprarse pelucas monstruosas solo para convertirse en el magnate más grande de la industria maderera. Piet Roos, su suegro, dice de él: «A mí también me gusta el dinero, pero no de esa manera enfermiza que le gusta a Duquet. En él es codicia pecaminosa. Es lo único que le importa».
En esa misma dimensión está Kuntaw Sel, uno de los descendientes de René Sel, quien vive conflictuado por haber dejado su vida india. Kuntaw es quizá el personaje más triste del libro, pues aquel tormento racial que lleva dentro lo persigue constantemente y no le permite compatibilizar con el mundo que lo rodea. Es un pésimo trampero a quien los otros indios llaman burlonamente el «Cazador de Saltamontes». Está obsesionado con atrapar a un alce para, por fin, volverse hombre y poder casarse. En determinado momento abandona a su familia mi’kmaq y se pone a convivir con la mestiza Beatrix Outger, quien le enseña a leer y a escribir a cambio de que él le enseñe las tradiciones indias. Se queda con ella más de treinta años. Ya de anciano, Kuntaw sigue tan angustiado por su conflicto que regresa a su tribu Mi’kma’ki y se vuelve a casar con dos mujeres indias que por fin lo enterrarán en la Tierra de los Hombres del Bosque.
Al igual que Charles Duquet y Kuntaw Sel, sobresalen personajes como el incompetente y apocado James Duke, el maravilloso y poético Jinot Sel («hombre de espíritu doble», como lo describe Proulx para señalar su bisexualidad), la empecinada, inteligentísima y feminista Lavinia Duke (alter ego de Proulx) o la memorable, cálida y bondadosa anciana Birgit, quien al final de sus días, y para sorpresa de todos, resulta ser un hombre.
Pero, sin duda, el personaje principal y definitivo del libro es el medio natural. Como bien menciona William T. Vollmann en un artículo sobre El bosque infinito, «Annie Proulx parece estar al lado de los ángeles». Y esto porque en la novela nos insiste en que haríamos mejor si dejáramos de maltratarnos mutuamente y de maltratar nuestro planeta. «La raíz de nuestro empobrecimiento autoinfligido se desentraña reflexivamente en esta novela», dice Vollmann sin exagerar. De hecho, Proulx enfoca su punto de acción en el nacimiento del capitalismo estadounidense a través de la explotación de los bosques y de cómo, en el transcurso de los años, la maquinaria empresarial ha evolucionado con el único propósito de hacer dinero a expensas del planeta. Eso ha llevado a decir a la escritora que, con toda seguridad, los personajes de su novela podrían estar hoy en Silicon Valley haciendo de las suyas.
En el capítulo 53 del libro, apunta Proulx: «El único interés de los recién llegados en ese extraño nuevo territorio se centraba en todo aquello que pudiera reportar un beneficio. Sabían solo lo que sabían: que el bosque estaba allí para ellos. Pronto serían ricos».
Con sumas y restas, El bosque infinito resulta ser un análisis obsesivo de los bosques de Estados Unidos y una puesta en escena de esa absurda tendencia del hombre por destruir su medio ambiente. ¿Será que cada vez que nace un empresario, muere un bosque? Por nuestro bien, esperemos que no.