Parece que fue ayer y ya han pasado veinticinco años del auge del tamarismo, el terremoto social y mediático que azotó España a principios del siglo XXI. Puede que los más jóvenes no sepan de qué les estoy hablando, pero aquello fue la monda.

Una buena chica de Santurce, María del Mar, alias Tamara, llegó a Madrid a comerse el mundo como cantante, convenientemente acompañada de su posesiva madre, para la que lo era todo en esta vida.

Personajes fracasados

Una vez en la capital, no se sabe muy bien cómo, consiguió congregar a su alrededor a unos personajes patéticamente fracasados que vieron en ella la oportunidad de brillar: el liante de Arlekin, responsable (por decir algo) de una cutre agencia de espectáculos llamada Guasenme, latiguillo estúpido que el muchacho soltaba en sus actuaciones como mago con la esperanza de que cuajara entre el público (no cuajó jamás).

También había un compositor de un pueblo de Badajoz que se hacía llamar Leonardo Dantés, en homenaje a El conde de Montecristo, y que había escrito una canción llamada a convertirse en una mina de oro; Tony Genil, un coplero revenido y reteñido cuyo nombre artístico procedía del pueblo que lo vio nacer, Puente Genil; y un adivino que leía el futuro en las hortalizas y atendía por el bonito nombre de Paco Porras

Crónicas marcianas

Con la colaboración del programa de Xavier Sardà Crónicas marcianas, esta cuadrilla de losers alcanzó una fama que no se compadecía con sus respectivos talentos.

La gente, evidentemente, se los tomaba a chufla (menos el sector más tonto del colectivo gay, que convirtió a la de Santurce en un icono) y agradecía el espectáculo lamentable que ofrecían y que les distraía de sus tristes realidades. Se cabrearon todos entre ellos, exprimieron el hit de Leonardo, No cambié, hasta la última gota.

La audiencia se cansó

Se insultaron mutuamente en televisión mientras el espectador los miraba como si se tratara de un cónclave de tontos del pueblo. Hasta que la audiencia se cansó de ellos y desaparecieron.

Con estos mimbres, el cineasta cántabro Nacho Vigalondo ha elaborado para Netflix una miniserie irregular, Superestar, que, cuando funciona, logra situarse entre lo tronchante y lo magnífico (seis capítulos, producen los Javis, pero, afortunadamente, no se nota demasiado su influencia). Y lo hace gracias a un guion entre el humor y el surrealismo fantástico y unos actores en estado de gracia.

Los actores de la serie

Aparecen Ingrid García Jonson (Tamara), Julián Villagrán (Arlekín), Pepón Nieto (Tony Genil), Carlos Areces (Paco Porras) o Natalia de Molina (Loly Álvarez), que clavan sus respectivos personajes, a los que aportan la misma mirada, sarcástica y al mismo tiempo empática y respetuosa, que el director de la serie y principal guionista de la misma.

Lo fácil habría sido reírse de la pandilla de freaks, que es lo que hicieron los españoles en su momento, pero Vigalondo, conservando el necesario tono jocoso, hace lo posible para entender a sus personajes, que es la mejor manera de no convertirlos en unos muñecos de cartón piedra. Sé que resulta difícil respetar a gente así, pero muestra una admirable humanidad por parte del señor Vigalondo.

Un resultado brillante

Algunos capítulos son tronchantes, otros resultan patéticos, el surrealismo desbocado de algunas situaciones puede hacer más mal que bien (no siempre) y contrasta un poco el respeto con que son tratados Tamara y Leonardo Dantés y la crueldad (ganada a pulso, eso sí) con la que son presentados los demás fenómenos de feria de la función, pero el resultado es brillante. Puestos a hacer algo con esa cuadrilla de infelices, yo diría que Superestar es lo mejor que se podía llevar a cabo.

Pese a su innegable patetismo, Superestar no te deja con mal sabor de boca. Para eso hay que tragarse el documental que acompaña a la serie, Sigo siendo la misma, dirigido por Marc Pujolar (para los más cafeteros). Ahí aparece el elenco real de Superestar y podemos disfrutar de ellos en todo su esplendor delirante. Y la cosa no es para reírse.

Estamos ante unos juguetes rotos que ya no eran gran cosa cuando estaban enteros. Y la sonrisa inicial del espectador se va congelando hasta dejarle al borde del llanto. La serie es una comedia negra. El documental, una tragicomedia siniestra.