Hasta cuando Isabel Preysler se cree sincera transmite el cálculo mental de la obsesión por no defraudar las expectativas de la sociedad de las apariencias. Así ha pasado esta semana en su regreso a El Hormiguero con sus memorias bajo el brazo. La primera vez en el programa de Antena 3 pidió dar la vuelta a la posición de los entrevistados y ocupó el lugar habitual de Pablo Motos para favorecer a cámara su «perfil bueno», pero en esta ocasión ya se ha sentado como una invitada más. Está en un espacio seguro. Pablo es aliado, se conocen y tiene contratada a su hija, Tamara Falcó, pero ni con esas conchabanzas el afecto ha trascendido en pantalla. Ni siquiera cuando el presentador la abraza fuertemente por la emoción de saber que tiene un éxito entre manos y por, tal vez, como intento de que proyecte humanidad a través de la tele.

No lo consigue, la sonrisa de llamada Reina de corazones sigue impostada, a pesar de que ha sido la entrevista más abierta que ha protagonizado Isabel Preysler en tele. Nunca antes se había escuchado de su propia voz en un plató en directo narrar realidades que antaño fueron especulaciones de muchos. Como que se casó con Julio Iglesias porque estaba embarazada. Y lloró mucho, por eso mismo, en la boda.

Lo cuenta con esa hipnótica entonación pausada de las personas que no conocen los estreses de la prisa. Son las que el tiempo les dura más por pocas responsabilidades que cumplir en relación con el resto de los mortales. 

Porque, al final, todo es cuestión de con qué te compares. Lo resume cómo describe Preysler lo que sintió al llegar a Madrid desde Filipinas, enviada por sus padres para que no se saliera del carril de aquello que se denominaba entonces «mujer de bien».

“Mis tíos vivían en la Castellana. Entonces, me chocó la falta de verde. Claro, en Filipinas hay mucha vegetación. Pero sí me fascinó la libertad”, explica a Pablo. Sería la libertad suya, pues cuando aterrizó aquí, en 1968, España sufría la antítesis de la libertad: la dictadura.

Pero, de nuevo, como el verde, todo depende de con qué lo cotejes. Y mirar desde el privilegio de un balcón del Paseo de la Castellana suele ser un catalejo resquebrajado de la realidad. Aunque eso a Isabel Preysler le da igual. Siempre ha ejercido una realidad individual. Incluso una realidad artificial. Así ha creado un mundo propio de ensoñación, ambición, belleza y misterio que sigue seduciendo a un país. Por lo que se ve, pero sobre todo por lo que permite imaginar.