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Durante años, la humanidad ha perseguido con tenacidad la esquiva cura del cáncer. Se han invertido fortunas en terapias personalizadas, se han probado tratamientos de vanguardia y se ha debatido intensamente sobre cuál será el avance definitivo. Pero a veces, la ciencia toma caminos insospechados. Lo que nació como una carrera desesperada por detener una pandemia, podría estar abriendo sin querer una puerta inesperada a una revolución oncológica.
Así lo sugiere un reciente estudio que ha desvelado que los pacientes con ciertos tipos de cáncer tratados con inhibidores de puntos de control inmunitario vivieron significativamente más tiempo si habían recibido una vacuna de ARNm contra el COVID-19. No porque estuvieran protegidos del virus (que también), sino porque dicha vacuna parece actuar como una alarma biológica, despertando al sistema inmunológico de forma poderosa, incluso dentro del propio tumor.
El estudio, publicado en Nature, nace de una colaboración entre oncólogos y científicos del MD Anderson Cancer Center en Houston, liderados por Adam Grippin. “Es como si la vacuna activara una señal en todo el organismo que avisa al sistema inmune de que algo no va bien”, explica Grippin. “Incluso dentro del tumor, parece que empieza a entrenar una respuesta para destruir las células malignas. Los resultados nos dejaron asombrados”.
A diferencia de lo que podría imaginarse, este efecto benéfico no se debe a la prevención del COVID-19, sino a una suerte de efecto colateral afortunado: la activación intensa del sistema inmune. En experimentos realizados en ratones, la inyección de vacunas de ARNm provocó una cascada de respuestas inmunológicas que, combinadas con la terapia inmunológica convencional, mejoraron la capacidad del organismo para combatir el cáncer.

Checkpoint inhibitors
La sinergia se da con medicamentos conocidos como checkpoint inhibitors, diseñados para liberar los frenos del sistema inmunológico, permitiéndole atacar las células cancerosas. Aunque transformadores, estos tratamientos fallan en más de la mitad de los pacientes. Y aquí es donde entra en juego la vacuna de COVID-19: el refuerzo inmunológico que proporciona podría marcar la diferencia entre una respuesta ineficaz y una prolongación de la vida.
Grippin y su equipo analizaron los historiales médicos de más de mil pacientes con cáncer de pulmón o melanoma. En los casos de cáncer de pulmón, quienes habían recibido la vacuna de ARNm vivieron, de media, 37 meses frente a los 21 meses de los no vacunados. Y en pacientes con melanoma metastásico, la supervivencia fue tan notablemente mayor que, al cierre del estudio, los vacunados aún seguían vivos, impidiendo calcular un promedio definitivo. Las diferencias fueron particularmente pronunciadas en aquellos cuyo perfil tumoral indicaba poca probabilidad de respuesta a la inmunoterapia.
La importancia del momento
Pero hay una condición crítica: el timing. Aquellos que recibieron la vacuna dentro de un plazo de 100 días desde el inicio del tratamiento fueron quienes más se beneficiaron. Y los primeros indicios apuntan a que el intervalo ideal sería de apenas 30 días antes o después de comenzar la inmunoterapia. Esta mejora no se observó con vacunas que no utilizan tecnología ARNm, como las de la gripe o la neumonía.
Esto ha conducido a los investigadores a mirar más de cerca la tecnología en sí. Las vacunas de ARNm están compuestas por ácido ribonucleico mensajero encapsulado en nanopartículas lipídicas, lo que permite que el material genético llegue directamente a las células. Esta combinación provoca una activación potente del sistema inmunitario, despertando células especializadas conocidas como células asesinas, que, en presencia de los inhibidores de puntos de control, se vuelven aún más efectivas.
Esto no significa que debamos abandonar las investigaciones sobre vacunas oncológicas personalizadas, advierte Grippin. Al contrario: una estrategia dual (una vacuna que despierte al sistema inmunológico y otra que lo instruya para identificar a su enemigo) podría cambiarlo todo.