Hasta el 25 de enero, el Museo Thyssen acoge una muestra en la que entabla un diálogo de luces y sombras entre estos dos artistas. El espectador podrá disfrutar de más de 70 obras del padre del Pop Art, aunque tan solo 12 del maestro del expresionismo abstracto

Una botella de Coca-Cola con doble filo. Caos y pintura chorreante. La nueva exposición del Thyssen diluye y enreda la línea que separa a los aparentemente opuestos: Andy Warhol, el gurú frívolo de la modernidad; y Jackson Pollock, gigante de la abstracción.

A primera vista puede parecer la pugna tradicional entre los ecos del expresionismo abstracto y el ‘nuevo mundo’: la era de las reproducciones, de los iconos de masas, del Pop Art. Sin embargo, los lienzos enfrentados se tienden la mano conectando obras huérfanas de Pollock -en muchas ocasiones sin título o bautizadas con un simple número-, con los hilos coloridos y las serigrafías de Warhol.

El discurso expositivo, materializado en los textos que acompañan el recorrido –en los que, por cierto, merece mucho la pena detenerse– propone un debate y una conversación entre estos dos grandes artistas, logrando que convivan a la perfección estos dos movimientos antagónicos. Lo hace, eso sí, de una forma un tanto descompensada porque el espectador podrá disfrutar de más de 70 piezas de Warhol, pero tan solo 12 de Pollock.

A través de más de un centenar de obras -algunas nunca antes vistas- se narra una historia en la que Warhol lleva la voz cantante. Un cuento sobre la modernidad, el choque y la fusión de los estilos; la incertidumbre del futuro y la mirada obsesiva de un hombre hacia otro que nunca llegó a conocer.

Pero la conversación no cuenta tan solo con estos dos artistas: desde el inicio se introducen otras grandes figuras del arte que manipulan el espacio a su antojo, a caballo entre dos mundos: Lee Krasner, el mural híbrido de Rauschenberg, Helen Frankenthaler o la venezolana Marisol Escobar con sus figuras grotescas participan de igual manera en esta danza.

La exposición continúa planteando las posibilidades ambiguas de la relación entre espacio y figura, entre repetición y fragmentación, materializada sobre todo en Warhol: a los lienzos y serigrafías se suman fotografías, reproducciones y polaroids que repiten la presencia de objetos cotidianos una y otra vez. Una imagen de Elvis donde Elvis no es la estrella, sino el espacio vacío que le rodea; Liz Taylor como Cleopatra múltiple e idéntica al mismo tiempo; un cielo fragmentado en nubes y cuadrados; un despliegue de huevos de pascua… Llegado este punto, Pollock hace su última aparición y se desvanece con Fosforescencia. Desde este momento, la obra de Warhol coquetea con nada más que su fantasma.

La última mitad de la muestra experimenta un giro oscuro y se abre a un ámbito privado y autobiográfico, explorando en primer lugar el miedo a la muerte y el desasosiego de Warhol, así como un despliegue total de su fascinación por la figura de Pollock y el peso de la influencia del uno sobre el otro. Un diálogo truncado sobre las muertes modernas a través de su serie sobre las famosas sillas eléctricas en diferentes colores. Tampoco faltan las repeticiones de cráneos humanos, o la plasmación de varios accidentes de coche que aluden directamente a la muerte trágica y repentina de Pollock.

Las dos salas que cierran el recorrido son quizás las más impactantes y albergan los soportes más titánicos y las obras más abstractas de Warhol. Las míticas pinturas oxidadas y sus lienzos cubiertos de fluidos humanos -entre ellos, la orina- suponen un ‘viaje a la intimidad’, a la parte más abstracta de Warhol, a la fusión de lo bello y lo político, a su invocación de la etapa final de Pollock.

Las tinieblas y la muerte son el final. Las Sombras impresionantes y lúgubres de Warhol cierran el telón, Rothko y su obra agónica parecen devorar el espacio, el espectro ausente de Pollock lo llena todo. Los rostros filmados de Dalí, Lou Reed, Bob Dylan, Susan Sontag y otras leyendas del siglo XX cierran el telón y ponen punto y final al diálogo.

Warhol, Pollock y otros espacios americanos sitúa la contemplación como gesto revolucionario en un despliegue de rituales modernos y personajes atormentados; y alienta a la concepción unitaria de la abstracción y la figuración en lo que supone una ruptura con el cánon histórico-artístico tradicional.