No queda otra. No paramos de crecer. Todos. Y Pablo Motos y su equipo también son más mayores que cuando empezaron hace 3000 programas. Incluso ya guardan un Premio Planeta en la estantería. Bueno, en la de Juan del Val. El Hormiguero probablemente no es tan ingenuo como antaño, nosotros tampoco, pero ha sido astuto en mantener su identidad en los veinte años de vida que cumple esta temporada.  

Y en televisión la identidad empieza por la imagen, la luz, el sonido y la escenografía. El plató que empezó, en Cuatro, siendo un futurista terrario de hormigas, con pantallas que simulaban agujeros por donde miraban ojos humanos, fue dando paso, poco a poco, a más pantallas en un decorado que iba variando sin que nos diéramos demasiada cuenta.

El último salto de El Hormiguero ha llegado en el inicio de este curso: ha crecido la animación de los totems de leds del fondo de la mesa que es hogar de Trancas y Barrancas. Esos totems que de lejos parecen un skyline de rascacielos y son pantallas. De hecho, ahora hay un nuevo vecino «rascacielos-pantalla» justo detrás del invitado. Lo que permite enriquecer visualmente más la entrevista. Sin que moleste. La mayoría de la audiencia ni siquiera ha advertido la incorporación. Aunque el grafismo que aporta a la trastienda escénica hace más amplio, enérgico y competitivo el programa.

Mientras La Revuelta se va llenando de regalos en un decorado más oscuro y contracorriente, El Hormiguero apuesta por impregnar movimiento a su reducido espacio. Así el muro inerte de «cartón piedra» de detrás se enciende con proyecciones que sirven de punto de fuga hacia un mundo imaginario que está vivo. No es baladí en un programa de estética contundente: en la realización de David F. Rivas, en las cámaras con un ligero movimiento que no incordia pero que da más ímpetu a la expresividad de los invitados, en la ambientación sonora que va remarcando la emoción de cada momento -al igual que sucede en las películas- y con unas Trancas y Barrancas al quite, ya sea subrayando detalles que pasan más desapercibidos, endulzando con guasa o completando aquello que no dice Pablo Motos: como incidir que están en riguroso directo cuando un experimento sale tan preciso que parece un show grabado.

Así El Hormiguero se reconoce en nuestros ojos con solo ver una parte de la pantalla y, a la vez, así no se desgasta como otros espacios. Porque la identidad visual va al compás de la técnica, la transformación de las maneras de mirar y otras cosas del crecer. El programa no para de evolucionar sin apenas darnos cuenta, como nuestra propia piel.