Esta es la leyenda de la «Espada» de Indurain
Hoy, que recordamos los votos renovados entre Pinarello e Ineos, quería retomar un texto de Carlos Tiguero en este mal anillado cuaderno.
En los velódromos y carreteras de Europa, hay historias que no se cuentan solo con estadísticas ni con trofeos; hay gestas que se sienten como mitos vivos, y entre ellas se alza la historia de la “Espada”, la bicicleta que Miguel Induráin convirtió en leyenda o ¿fue al revés?.
Corría 1993 y el Tour de Francia mostraba ya su mágico telón: en Burdeos, un joven británico llamado Chris Boardman había dejado su impronta sobre la pista del Stadium de Bordeaux Lac, batiendo el récord de la hora con 52,270 kilómetros.
Esa tarde, en un TGV rumbo a París, Induráin, ya aquejado por un resfriado que le debilitaba, escuchaba atento a José Miguel Echávarri, su director, explicando con paciencia los secretos de aquel mítico desafío: la postura, la aerodinámica, la cuerda negra de la pista, la tradición de los grandes que se habían medido a la hora…
Y en su mirada, perdida entre las Landas francesas, nació un sueño que solo unos pocos sabían que se haría realidad: “Si Moser lo hizo, Miguel lo hará algún día”, había predicho Echávarri años antes.
Un año después, tras la gloria de los Campos Elíseos, Induráin estaba listo.
Con su mecánico Enrique Sanz, partió hacia Treviso, donde Giovanni Pinarello y su hijo Fausto estaban a punto de darle forma a un arma que desafiaría el tiempo: la “Espada”.
Meses de pruebas frenéticas, ajustes en túneles de viento, viajes entre Pamplona, Treviso, Alessandria y velódromos de España y Francia, hasta que aquel prototipo sobre madera de Camerún estaba listo para Burdeos.
El 2 de septiembre de 1994, con apenas dos semanas de adaptación, Induráin y la Espada escribieron su gesta: 53,040 kilómetros en una hora.
Una marca que sellaba su nombre en la historia, y que convertía la bicicleta en un emblema, no solo de ingeniería y diseño—cada cuadro nacido en manos de Pinarello con carbono en nido de abeja—sino de la determinación de un hombre que podía volar sobre el tiempo.
Se construyeron seis Espadas en total.
La primera, la de Burdeos, descansa hoy en Treviso, exhibida en eventos, con su manillar de aluminio y el sillín original; la segunda fue de repuesto, conservada en Noaín; la tercera adaptada a la carretera para cronos en 1995, con la que Induráin luchó contra la incomodidad de la posición, y que también duerme en Treviso.
La cuarta, de respaldo para 1995 y 1996, yace en el Museo Olímpico de Barcelona.
La quinta, “Espada IV”, acompañó el intento en Bogotá, donde la altitud y el frío truncaron la hazaña, y la sexta vio acción en varias cronos de 1996, hasta que encontró refugio en el Rafa Nadal Museum Xperience, conservando cada detalle de su última batalla.
Cada Espada no es solo un cuadro y unos tubos de carbono: es memoria, es fuerza contenida, es el testimonio de que incluso los sueños más medidos, meticulosos y perfectos pueden trascender la rutina del ciclismo para convertirse en leyenda.
Miguel Induráin no solo montó bicicletas; montó la historia, y la Espada sigue ahí, entre nosotros, recordándonos que hay hombres que hacen que el tiempo gire a su favor.



