Desde que probó las mieles de una industria con el bolsillo ancho y cambió el alemán por el inglés, el realizador Edward Berger –nacido en Wolfsburgo, Alemania–, ha encadenado varios éxitos a pesar de que su nombre aún no sea muy reconocido entre la cinefilia. Como el jugador protagonista de su última película, este director parece valorar la discreción por encima de la atención cuando se tiene suerte.
Dirigió varios episodios de aquel ejemplar ejercicio de género llamado The Terror, una serie estadounidense de AMC que muchos recuerdan con nostalgia como lo mejor que ha dado el género en la pequeña pantalla en los últimos años. Luego rodó Patrick Melrose, una de las miradas más despiadadas a la decadente aristocracia británica, con un Benedict Cumberbatch en estado de gracia.
Volvió a rodar en teutón con Sin novedad en el frente y dio en el clavo: fue la primera película en alemán, en toda la historia de la Academia de Hollywood, en competir por el Oscar a Mejor Película, y aunque no se lo llevó sí se hizo con cuatro estatuillas: Película internacional, Fotografía, Banda sonora y Diseño de producción. Poco después repetiría hazaña, esta vez de nuevo en inglés, con Cónclave, que consiguió el Oscar a Mejor guion adaptado.
¿Saben qué tienen en común todos estos títulos? Que son adaptaciones de novelas. The Terror la publicó Dan Simmons en 2007, Patrick Melrose se basa en una saga de cinco novelas escritas por Edward St. Aubyn, Sin novedad en el frente es todo un clásico de Erich Maria Remarque y Cónclave es una novela de 2016 del británico Robert Harris.
Ahora, Edward Berger estrena Maldita suerte en Netflix, tras un breve recorrido por cines. Y de nuevo decide poner imágenes a un material literario previo. En esta ocasión adapta la novela homónima –aunque tituladas ambas obras The Ballad of a Small Player–, del escritor y periodista de rudas facciones Lawrence Osborne, nacido en Londres 1958 y hoy ciudadano de Bangkok.
Osborne es una pluma muy singular en la literatura anglófila actual por su inaudita carrera llena de viajes, aventuras por todo el mundo, elevados ensayos sobre el arte de ser un beodo y novelas como la que nos ocupa. Viendo la carrera de Berger cabe preguntarse si su especialidad está en racha con Maldita suerte, o por el contrario en esta ocasión gana la partida el original literario.
La fascinación por Macao
Como decíamos, Lawrence Osborne es un verso suelto en las letras británicas contemporáneas, empezando porque no ha escrito ni una novela en su país. Su primera incursión en la ficción fue viviendo en París, donde escribió Ania Malina y el libro de no-ficción Paris Dreambook.
Desde entonces ha vivido en México, Nueva York, Estambul y Bangkok, donde reside en la actualidad, y publicado ensayos que figuran entre imprescindibles de la literatura de viajes como Bangkok o El turista desnudo, y novelas que se ambientan en Marruecos, Camboya o una diminuta isla del mar Egeo. Todos, títulos publicados con mimo en España por Gatopardo ediciones, y traducidos por Magdalena Palmer.
Maldita suerte cuenta la historia de Lord Doyle, un adinerado británico que quiere pasar el resto de sus días en Macao, capital mundial del vicio. El suyo es el bacarrá, punto y banca, uno de los juegos de naipes más rápidos y arriesgados del mundo. Nada de estrategia: puro azar.
Ludópata incapaz de admitirlo, Doyle vive una mala racha y empieza a pasarlas canutas para pagar la vida que lleva. Y tampoco puede volver a Inglaterra. En su peor momento conoce a Dao-Ming, una mujer china que le ayuda y que le cambiará la vida para siempre.
Maldita suerte, la novela, es tanto la historia de un gañán de provincias perdido en una gran ciudad extranjera, como una exploración de la idiosincrasia y la cultura cantonesa. El protagonista no solo pasea Macao, tiene una constante conexión con las aguas que lo llevan a Taipa, a Cotai y hasta las islas de Hong Kong.
La voz narrativa habla de las inclemencias del tiempo y las tormentas del monzón, de la cultura que conlleva adaptar la vida a ellas. Incluso de la herencia colonial, pues Macao fue colonia portuguesa hasta ayer, como quién dice: de 1557 a 1999 los portugueses administraron gran parte de los negocios, industrias, riquezas y exportaciones del lugar, lo que ha dejado un fuerte impacto en la psique asiática.
En cambio la película de Edward Berger se queda con lo más superficial de Macao: los neones, los fuegos de artificio, el variado color de la noche, los grandes edificios de ese lugar cuyo espectador va a entender muy rápido que es Las Vegas asiático. La inmersión cultural queda aquí limitada a lo anecdótico –el festival de los fantasmas hambrientos–. Y las minuciosas descripciones de los casinos de Osborne pasan a ser un escenario enmoquetado y similar que sitúan al personaje en un limbo infinito.
Desaparece pues una de las señas de identidad más interesantes de Lawrence Osborne, en favor de una mirada mucho más occidental de Macao. Y aunque ello facilite la identificación con el personaje de Colin Farrell, uno siente que solo está viendo su particular descenso a la locura, y la novela es mucho más.
El sentido de perderlo todo
Edward Berger dirige Maldita suerte con oficio, y el resultado no deja de ser óptimo e incluso con algún momento de genuino ingenio. Una desviación controlada del academicismo de Cónclave, que sin embargo no le lleva demasiado lejos. Pues su versión de Maldita suerte bien pudiera ser una mezcla de The Terror y Patrick Melrose.
Me explico: Berger acierta en su retrato de la aristocracia británica, cruel, decadente, rancia. Incluso sirve para un personaje como el de Colin Farrell, que no es sino un infiltrado en ese mundo de gestos estirados y ademanes de cartón piedra, un chaval de barrio con mucho dinero, un Bridgerton wannabe.
Pero la historia original de Maldita suerte va un poco más allá del personaje de Lord Doyle, que se hace llamar así pero carece del título, y cuya fortuna es a todas luces ilegítima. Doyle, amén de un falso aristócrata decadente, es sobre todo un jugador. Y Osborne explora mucho más lo que significa serlo.
Doyle entra en casinos buscando activamente una experiencia al límite. No merece el dinero que tiene. No le espera nada en Inglaterra más que la cárcel. Así que los casinos son lo único que le hace sentir vivo. «Voy allí a desperdigar mis yuanes, mis dólares, mis kuai, y perder allí es más fácil que ganar, más gratificante. Es mejor que ganar de verdad, pues ya se sabe que no se es un verdadero jugador hasta que, en el fondo, prefieres perder», describe la novela.
Lawrence Osborne utiliza una primera persona que cuenta una historia con flecos, con saltos narrativos posteriores a una buena farra, con conscientes agujeros que convirten a Doyle en un narrador exquisitamente no fiable. Edward Berger inicia la historia con una voz en off que reconocemos de la novela, con la actitud y la impostura propias del narrador, pero solo sirve como introducción al personaje.
La voz desaparece tras los compases iniciales y los hechos –y no su versión de los mismos–, toman el control de la narración. Hasta el punto de querer añadirle un tempo acelerado que no le es propio, a través de la invención del personaje de la detective Cynthia Blithe, interpretada por la siempre maravillosa Tilda Swinton. Un personaje que encarna la amenaza de las autoridades británicas cerniéndose sobre Doyle, inexistente en la novela.
El asunto de Dao-Ming
El resultado cinematográfico pierde fuelle en su exploración, a menudo fascinante, de la figura del jugador en la novela. Del ludópata negado, del que prefiere la mala suerte porque no es capaz de suicidarse pero sí de arruinarse y ver si alguien termina el trabajo por él. El hilo que se teje entre Maldita suerte y El jugador de Dostoyevski desaparece en la película.
Berger tampoco abre su largometraje con ninguna cita, mientras el libro nos recibe con una foto de Macao y una cita de La trágica historia del doctor Fausto, Christopher Marlowe. Lo que abre, de alguna forma, la puerta a lo sobrenatural, a lo fantástico. A otro mundo habitado por condenados y fantasmas que no está en este. O que es, precisamente, este.
«El jugador es una persona exquisitamente sintonizada con lo sobrenatural«, escribe Osborne en la novela. «Es supersticioso, siempre atento a presagios y augurios». Lo que nos lleva directamente al asunto Dao-Ming, a quien da vida Fala Chen. Sin necesidad de entrar en grandes spoilers, su personaje ejerce de atracción hacia lo sobrenatural tanto en el libro como en la película, donde por cierto ejerce de prestamista, mientras que en la historia original es prostituta.
Pero mientras en el libro uno puede permitirse el lujo de dudar, de no saber muy bien si lo que ocurre es producto de la embriaguez o los ataques de pánico de Doyle, en la película todo lo relacionado con el personaje de Fala Chen parece llevarnos de forma irremediable hasta la revelación sobrenatural del final. Lo que Osborne hace elegante, Berger lo convierte en algo casi banal. Y ese es el mayor pecado de Maldita suerte: que la adaptación de Netflix parece subestimar la mayoría de los grandes temas de la novela.