Lunes, 3 de noviembre 2025, 10:09
En un mundo dominado por megapíxeles, filtros y algoritmos, Claudio de la Cal, nacido en Benavente pero afincado en Salamanca, sigue creyendo en la magia que sucede cuando una imagen aparece lentamente sobre un papel mojado.
Recién galardonado con el XVI Premio Nacional de Fotografía ‘Piedad Isla 2025’, otorgado por la Diputación de Palencia, De la Cal se suma a una lista que han encabezado figuras tan emblemáticas como Cristina García Rodero y Ramón Masats. El reconocimiento llega tras más de tres décadas de trabajo y premia una trayectoria que ha sabido unir la sensibilidad documental con el respeto por la memoria.
Su historia con la cámara comienza a principios de los años noventa, cuando trabajaba para la prensa local en Zamora. Entonces, las fotografías se enviaban físicamente: tenía que meterlas en sobres y mandarlas en el autobús de las siete y media a Zamora. Aquella urgencia lo formó en la precisión y la intuición: revelar, secar, ampliar y entregar antes de que el conductor cerrara la puerta.
El autor, que defiende los procesos tradicionales en plena era tecnológica, ha encontrado en Salamanca el lugar donde su mirada madura y su obra se revela con calma, entre la memoria rural y la alquimia del laboratorio.
Acaba de recibir el Premio Nacional de Fotografía ‘Piedad Isla’. ¿Qué significa para usted?
—Es un reconocimiento muy especial, porque tiene alma. Piedad Isla fue una pionera que retrató el mundo rural con respeto, sin pretensiones, desde dentro. Y eso conecta con mi forma de trabajar. No busco la épica ni la nostalgia, sino la verdad de las cosas sencillas. Que se valore eso en un momento donde todo parece medirse por la inmediatez es un motivo de alegría.
Su carrera comenzó en la prensa, en los años del blanco y negro. ¿Cómo recuerda aquella etapa?
—Con cariño y con cansancio (ríe). Era un oficio muy físico. Tenías que correr, revelar a contrarreloj y mandar las fotos por autobús. Pero aprendías mucho: a mirar sin depender de una pantalla, a confiar en tu ojo, a dominar la luz. Ese aprendizaje te acompaña siempre, incluso cuando cambian las herramientas. Aunque nos desvela el secreto de por qué se dedicó a esta profesión: «Soy fotógrafo porque vi aparecer la imagen en el revelador: fue mi epifanía».
Después llega la revolución digital, y sin embargo decide volver al carrete.
—Sí, porque lo digital me dio velocidad, pero me quitó algo de emoción. Me di cuenta de que necesitaba tocar la imagen, esperar a verla aparecer en el revelador. El carrete me devuelve la calma y el control. No es romanticismo, es una forma de pensar. El laboratorio te obliga a estar presente, sin distracciones. Es una experiencia muy física, muy sensorial.
Su trabajo ha estado muy ligado al mundo rural.
—Totalmente. Es mi origen. He trabajado en proyectos sobre la despoblación, los oficios tradicionales y las mascaradas. Son temas que me conectan con mi tierra y con una forma de vida que está desapareciendo. No pretendo hacer arqueología, sino memoria: dejar constancia de lo que fuimos y seguimos siendo.
Salamanca parece tener un papel fundamental en su trayectoria reciente.
—Sí, absolutamente. Vine porque mi mujer consiguió aquí un traslado en la sanidad pública y terminé quedándome por amor, no solo a ella sino a la ciudad. Salamanca me lo ha dado todo: estabilidad, trabajo, comunidad. Aquí abrí mi estudio, La Artística, y desde el primer día me sentí acogido. Todo lo bueno me ha pasado en Salamanca, y no lo digo como una frase hecha: es verdad. Aquí he crecido como persona y como fotógrafo.
Su estudio se ha convertido en un punto de encuentro.
—Sí, sí, es algo que me hace muy feliz. En La Artística damos talleres de revelado, procesos alternativos, retrato… Vienen estudiantes, aficionados y profesionales. Cuando alguien ve por primera vez una imagen aparecer en el papel, se produce un silencio que me recuerda por qué hago esto. Es casi una ceremonia. Esa emoción no la sustituye ninguna pantalla.
¿Cómo ve el futuro de la fotografía?
—El futuro es híbrido. Lo digital no va a desaparecer, pero tampoco lo analógico. Creo que convivirán, como el vinilo y la música en streaming. Lo importante es la mirada, no la herramienta. Si la inteligencia artificial o las nuevas tecnologías ayudan a contar historias, bienvenidas sean. Pero la fotografía sigue siendo un acto humano. Lo técnico evoluciona, pero el alma de una imagen sigue dependiendo de quién la hace.
¿Y qué le gustaría que quedara de su obra?
—Me gustaría que mis fotos hablen de lo esencial: de la gente, de los lugares, de la luz que resiste. Que dentro de veinte años alguien vea una imagen mía y sienta algo verdadero. Si logro eso, ya está todo dicho.
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