Martes, 4 de noviembre 2025, 00:18
Con siete años, An Wei pasaba las horas dibujando en el restaurante que sus padres tenían en el centro de Madrid. «Ahí pasaba más horas que en mi casa, estaba de lunes a domingo, no teníamos vacaciones», recuerda el artista nacido en Madrid en 1990 y de origen chino. Siempre iba con el papel de las libretas de los camareros y un bolígrafo, y copiaba las caras de las revistas. El padre de un amigo del barrio vio aquellos dibujos y le prometió que le presentaría a un pintor, para que le diera clases.
Esa idea iluminó al pequeño An Wei, que preguntaba por aquel artista todos los días, hasta que por fin entró en la academia de quien sería su primer mentor y aprendió con precocidad las técnicas del óleo y el carboncillo. «Era una hora a la semana, un rato mágico», recuerda ahora, desde su estudio en Usera, un antiguo garaje de altos techos. La pintura era su «vía de escape».
De apellidos Lu Li, aunque estén fuera de su nombre artístico, su vocación lo llevó a desafiar el destino que tenía, probablemente siguiendo los pasos de sus padres como regente de un restaurante de comida tradicional china. Ahora, dueño de un lenguaje pictórico reconocible, fue finalista de esta edición de los Premios BMW de Pintura, fallados este lunes con la navarra Amaya Suberviola de ganadora.
Antes de llegar a este reconocimiento, An Wei estudió Bellas Artes. Con 18 años buscó un trabajo y lo encontró en una frutería, se mudó a una habitación, se preparó para los exámenes de admisión. Esos años de estudios superiores trabajó de camarero nocturno, hizo algunas exposiciones, mantenía la idea de que ser profesor. Un sueño que se esfumó a los 22 años.
Sin ataduras ni atajos
Alto y delgado, con largos cabellos lisos que bajan más allá de los hombros, ojos oscuros y bigote, An Wei dejó la carrera, siguió en la hostelería, pintaba «de vez en cuando en casa», rememora. «Como no tenía ni un duro, reciclaba materiales en la calle, como tablas y restos de pintura. Volví a pintar más. Lo hacía sobre tres sillas, donde apoyaba las cosas. Hice algunas exposiciones, me fue bien, vendí obras. Pero no daba para vivir. Hasta que poco a poco fui enlazando proyectos pequeños que me mantenían activo y me hacían producir cosas nuevas».
En su estudio hay una mesa grande y de varios niveles con materiales de todo tipo, y otra donde trabaja con una serie de ventanas de óleo y acrílico, que prepara para enviar a una exposición. «Dedicarme plenamente a la pintura fue una locura, porque dejé un trabajo que pensaba que nunca dejaría», asegura. Tenía 26 años cuando recibió su primer encargo grande, un proyecto de arte en Reino Unido. Para entonces ya había labrado un lenguaje propio y reconocible. Tanto, que no firma las obras. «Sólo he firmado tres o cuatro en toda mi carrera. Sólo lo hago por detrás cuando me lo piden», dice.
El artista An Wei, en su estudio de Madrid.
José Ramón Ladra


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An Wei es un artista con un gran tema: los detalles de la cotidianidad que, a su vez, simbolizan complejas estructuras intelectuales, pasajes de la Historia y homenajes a sus maestros, como Zurbarán. «Son piezas de algo que he vivido en persona. Recuerdos y anhelos de futuro que traduzco al lenguaje de la pintura». Ahora su obra, que empezó en papeles de bar, se hace un lugar entre los artistas emergentes.
La voz propia
Cada pintura requiere un largo estudio, que empieza con el análisis del espacio donde se expondrá. «Trabajo sobre el plano de la galería o el museo y me imagino el recorrido, los ritmos que habrá y el tema. Hago muchas versiones de bocetos y me tiro días y días hasta que lo tengo muy claro. Al dibujar, hace ya unos años que no uso referencias, las cosas las hago a mi manera. Por ejemplo, un árbol de una de mis obras es un árbol, pero en realidad no existe. Parte de una idea», explica An Wei y señala un lienzo con una tronco amarrado a otros palos. La obra se llama ‘Tutor’ y es una imagen usual de ver en los barrios españoles. «El discurso de esta obra se adentra en qué es lo que está torcido y qué no. El ser humano muchas veces intenta encauzar cosas que no podemos controlar».
Hecha la prepoducción, como una «máquina» que sabe «perfectamente dónde ir y cómo llegar» An Wei trabaja en las piezas con un «destino y un por qué» definido todo el año, excepto en verano, época en la que se dedica a la experimentación con materiales. Acrílico, óleo, esmaltes, pinceles, aerógrafo y spray de una lejana época de grafitero, cuyo tag es mejor no revelar. «Se me estaba yendo de las manos», ríe el artista.
Con galerista en Mallorca y la casualidad de haber expuesto una individual en la ciudad en la que vivió de los dos a los siete años, Shenzhen (sureste de China), de aquellos tiempos callejeros dice: «Pero dio pie a que entienda mejor el espacio y de una manera diferente y que sea capaz de operar en contextos específicos y estudiar cómo afecta la obra a las personas. Por ejemplo, cómo impacta un mural a un vecino que tiene que verlo todos los días».
Sus exposiciones son «instalaciones pictóricas» con la vocación de brindar al espectador una «experiencia inmersiva aunque fragmentada», siempre en físico, sin recurrir a las herramientas digitales. «Presento un espacio, obligo a la gente a mirar en distintas direcciones», explica An Wei, que fue vecino del barrio de Lavapiés durante una década y cuyos frisos le interesaron tanto como ahora los antiguos romanos, que investigará durante un año, gracias al apoyo de la Real Academia Española en Roma.
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