Hace este martes un año, Donald Trump se subió al escenario de su fiesta electoral en West Palm Beach, en la costa de Florida, para celebrar la culminación de la mayor remontada política imaginable. Era la noche del martes 5 de noviembre y … la euforia, como pudo comprobar este periódico desde allí, se desató entre los asistentes en el recuento: los estados decisivos, los que tenían la llave de la Casa Blanca, caían uno detrás del otro para el candidato republicano. Trump recuperaba el poder pese a que muchos creyeron que estaba muerto en política tras el asalto al Capitolio de enero de 2021 por una turba de sus seguidores; pese a que muchos confiaron en que la cascada de imputaciones penales que recibió desde 2023 le impedirían la victoria.
«Vamos a sanar a este país», dijo entonces Trump. «Vamos a hacer un gran trabajo, vamos a dar la vuelta a este país y lo vamos a hacer rápido», prometió. «Este día será recordado como el día en el que el pueblo de EE.UU. recuperó el control de su país».
Un año después de esa noche histórica, Trump ha dejado claro que su intención de dar la vuelta al país con velocidad iba en serio. Pero, también, que busca que el control del país esté ante todo en sus manos. Desde su investidura a finales de enero, se ha embarcado en una presidencia rupturista, dominada por una ambición por expandir los poderes de la presidencia: desde el uso de declaraciones de emergencia para imponer su política comercial o migratoria, al despliegue del ejército en las calles o a su toma de control de organismos independientes.
Para los demócratas, esto supone un deriva autocrática en EE.UU., la democracia más vieja y estable del mundo, que el año que viene llega a su 250 aniversario. Para los aliados de Trump, es solo la ejecución del mandato emanado de las urnas hace un año.
Desde el comienzo de su segundo mandato, estaba claro que el único freno verdadero de Trump –más allá del obstruccionismo de los demócratas en el Congreso, como se ve ahora con el cierre gubernamental– es el Tribunal Supremo. Y, en coincidencia con la victoria electoral, ahora llega el momento de que el alto tribunal muestre hasta dónde va a actuar como contrapeso a Trump.
Hoy, los nueve jueces del Supremo escucharán los argumentos orales en el primero de los muchos asuntos con los que limitarán o ampliarán los poderes de la presidencia: la imposición de aranceles, un pilar central de la política económica de Trump.
Emergencia nacional
Los magistrados examinarán si Trump puede invocar a su antojo declaraciones de emergencia nacional para arrogarse una competencia –la imposición de aranceles– que la Constitución reserva para otro poder, el legislativo, el Congreso.
La posición de la Administración Trump es que le faculta para hacerlo la Ley de Poderes Económicos de Emergencia, aprobada en 1977. La posición contraria –incluida la de las dos pequeñas empresas afectadas que demandaron al Gobierno– es que no hay tal emergencia y que los déficits comerciales con otros países en los que Trump la justificó han existido durante décadas y no han impedido que EE.UU. se consolide como la primera potencia económica mundial.
El Supremo ha tenido que responder en los primeros meses del segundo mandato de Trump a varias batallas legales en las que esta expansión del poder presidencial está en el centro de la discusión. En casi todos los casos, ha dado manga ancha al multimillonario neoyorquino. Entre otros asuntos, le ha permitido despedir a directores de agencias independientes, ha congelado fondos aprobados por el Congreso, ha vaciado de contenido al Departamento de Educación o ha limitado la capacidad de los jueces de instancias inferiores de bloquear órdenes ejecutivas a nivel nacional. Pero, a su vez, lo ha hecho en decisiones de urgencia, sin argumentación jurídica y de forma temporal.
Coto al poder… o no
A partir de ahora, el alto tribunal tendrá que entrar al fondo del asunto y llegar a decisiones que sienten precedente y que pongan o no coto a las ambiciones de Trump. La primera es la batalla de los aranceles, pero las siguientes ya están en el horizonte cercano. En diciembre, los jueces empezarán a considerar si tumban un precedente con nueve décadas de antigüedad que aísla a las agencias independientes de interferencias del presidente. En enero, tendrá que decidir si el presidente tiene competencia para despedir de forma unilateral a una gobernadora de la Reserva Federal que no se alinea con su política económica. Y más adelante tratará sobre si puede limitar el acceso a la ciudadanía de los hijos de inmigrantes, como impone la Constitución.
La decisión de los jueces sobre estos asuntos tardará meses en llegar. Pero Trump ya les está presionando de forma pública sobre los aranceles. Ha dicho que EE.UU. se «arruinará» si le dan la espalda, ha calificado su sentencia como «una de las más importantes de la historia».
El presidente tiene a su favor un tribunal de marcado carácter conservador, con una mayoría de seis jueces nombrados por presidentes republicanos –tres de ellos por él mismo en su primer mandato–, frente a tres nominados por demócratas.
El tribunal ya ha dado señas de aceptar un mayor poder del presidente. Una de las razones del regreso al poder de Trump hace un año es que el Supremo hizo una interpretación muy amplia de la inmunidad del presidente, lo que tumbó varias de las causas criminales que enfrentaba el entonces candidato.
«El presidente es ahora un rey por encima de la ley», protestó entonces una de las magistradas liberales, Sonia Sotomayor. A partir de ahora, el Supremo tendrá que decidir cuánto hay de monarca y cuánto de presidente sometido al equilibrio de poderes en la persona que tiene las llaves de la Casa Blanca.