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Un valioso murmullo: Cristina Mejías en Matadero
AArte y diseño

Un valioso murmullo: Cristina Mejías en Matadero

  • 07/11/2025

Puede parecer trivial, pero, en los últimos siglos, una de las discusiones (estéticas) fundamentales se ha centrado en cómo y dónde se exponen las obras de arte. Los rastros de la trifulca están —si se sabe mirar— a la vista de todos. Por ejemplo, en esos marcos alambicados y rotundos que perimetran las obras maestras de los grandes museos. «Viven los cuadros alojados en los marcos», escribió Ortega. «Un cuadro sin marco tiene el aire de un hombre expoliado y desnudo. Su contenido parece derramarse por los cuatro lados del lienzo y deshacerse en la atmósfera». La razón es, sin embargo, más utilitaria: hasta hace nada, los coleccionistas y las academias eran poco partidarias del minimalismo, y las paredes de las pinacotecas (forradas con damascos) se alicataban con lienzos desde el rodapié hasta la moldura. Así que, para preservar la individualidad de las obras, había que parapetarlas tras maderos gruesísimos que actuasen como lindes y que sirviesen de separadores para la mirada.

Con el paso de las décadas, el espacio expositivo acabaría en el extremo opuesto: salas inmaculadas en las que las obras, instaladas con holgura, parecen flotar en el vacío de la eternidad. «La galería ideal», escribe Brian O’Doherty en Dentro del cubo blanco, «sustrae del objeto artístico todo indicio que pueda interferir con el hecho de que se trata de arte. […] El espacio expositivo se construye con leyes tan rigurosas como las que se aplicaban en la construcción de una iglesia medieval. El mundo exterior no debe penetrar en ella, y por eso, las ventanas suelen estar cegadas. Las paredes están pintadas de blanco. La luz viene del techo. El suelo, o bien es de una madera tan barnizada que al andar, los pasos se escuchan como en un hospital, o bien está cubierto por una moqueta en la que no se hace ningún ruido y sobre la que los pies descansan mientras la mirada se posa sobre la pared. Así, como se solía decir, el arte puede vivir “su propia vida”«.

El «cubo blanco» tiene sus limitaciones y, con el tiempo, las nuevas generaciones han ido cansándose de las exigencias de la asepsia. Así, han ido apareciendo salas que, sin ser el pabellón decimonónico atiborrado de cuadritos, fuerzan a las obras a convivir (a negociar) con una arquitectura singular y, a veces, invasiva. Este es el caso de la Nave 0 de Matadero, ubicada en la antigua cámara frigorífica del complejo cárnico madrileño y que, tras unos años de cierre, ha vuelto a abrirse como espacio expositivo. Ahí, y hasta el 1 de febrero, puede visitarse Lengua en coro, cuenta, una instalación de Cristina Mejías (Jerez de la Frontera, 1986).

Un panteón hinchado, unos muertos dados la vuelta

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La propuesta de Mejías rescata unos elementos ocultados durante la remodelación: las canaletas de desagüe, ahora recubiertas con planchas metálicas para evitar accidentes. Utilizando esas dos líneas como nervio de la exposición, la artista despliega un enorme serpentín por el que el agua «mana y corre» mansamente a través de la sala. El artefacto, compuesto por bambúes ahuecados, tubos de chapa, cerámicas, plásticos ondulados reconvertidos en caños, cuerdas y tejas, dibuja sus meandros por la penumbra de la sala. El cauce, cálidamente frágil, está lleno de fisuras y huequecillos por las que el líquido se escurre y gotea, unas veces sobre más agua; otras, sobre unas esculturas metálicas, que se mecen como flores de ribera. Por la sala, en silencio, resuena un concierto húmedo.

Como viene siendo habitual, la instalación de Mejías se sustenta en la interconexión de sus distintos elementos. Si en los trabajos desplegados en el Patio Herreriano o el C3A esta dependencia se concretaba en un juego de equilibrios (las obras se sujetaban unas de otras mediante cordeles, de modo que tanto su estabilidad como su movimiento resultaba solidario), en Lengua en coro… la vinculación parece estrecharse: los elementos no solo se sostienen entre sí, sino que algunos están tomados de otros. Este juego de llenos y vacíos (aquí, un tubo metálico al que parecen haberle recortado la silueta de unas manos; allí, esas manos, ahormadas, se enhebran en una vara) pudiera parecer meramente estético —referencias cifradas para el espectador atento—, pero señala el asunto fundamental que posibilita el funcionamiento de la instalación: sin esas oquedades no puede fluir el agua.

Seamos francos: sobran acercamientos a lo tubular o lo líquido (y también recordamos instalaciones en esa misma sala que han recuperado elementos «tapados», como hiciera Elena Alonso con su extraordinaria Visita guiada). Si solo fuera por el tema, la propuesta de Mejías podría haberse quedado en una nimiedad. Sin embargo, resulta sorprendente y admirable cómo la artista ha logrado hilvanar estos recursos retóricos y plásticos evitando lugares comunes y propiciando una experiencia estética innegablemente bella y singularmente poética que invita al espectador a seguir el camino de agua, absorto en los blandos derramamientos y el tintineo de las gotas que chocan, ahora contra la arcilla, ahora contra la madera, luego contra el metal. Durante el paseo, en la memoria empiezan a convocarse los canales de Babilonia, las acequias nazaríes («sangre por el Darro, por el Genil sangre»), la fuente escondida de los místicos y el calmo arrullo de los manantiales. Toda obra, claro, se completa en la mente.

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