Isabel Preysler firma su autobiografía, de veracidad comparable a Juan Carlos I contado por él mismo. En la gira promocional singulariza a Miguel Boyer como el hombre de su vida, lo cual autoriza la intervención de quienes contemplamos en acción a la pareja de la diosa filipina con el gurú económico de Felipe González, durante el veraneo de ambos en Mallorca. Corría agosto de 1996.

Mi verdadera historia es el señuelo de Preysler en el libro, pero seguro que no cuenta la escena transcurrida en Son Net del Puigpunyent de David Stein, el banquero de los Kennedy. Se inauguraba un restaurante y la socialite era la invitada estelar. Se alojaba «en Macaya», argot para es Canyar de Cristina Macaya.

Llegamos antes que la reina del couché, según dictan las relaciones con la monarquía. Antes de emprender un desplazamiento, la profesionalidad de la diva le impulsaba a avisar a los paparazzi que revoloteaban a su alrededor. Se garantizaba así un recibimiento triunfal al llegar a su destino.

No es exagerado admitir que los invitados de a pie formamos en fila, para saludar a la mujer deslumbrante. Cuando llegaba a tu altura, desplegaba la sonrisa y te estrechaba la mano mientras susurraba:

-Hola, soy Isabel.

Como si alguien se hubiera atrevido a confundirla.

Los paparazzi carecían de acceso a la velada, pero existe un nutrido material gráfico por gentileza de Rafael Perera. Sí, como en Rafael Perera eminente penalista, exultante de felicidad con su reconversión en fotógrafo de ecos de sociedad. Tras el posado, tomamos asiento, y allí pude comprobar cómo la Preysler revisaba los ligues de su esposo Boyer en Mallorca. Sigan leyendo.

No me tocó el sitial de presidencia junto a «hola, soy Isabel», pero a nuestra mesa redonda se sentó Boyer, que de inmediato empezó a hablar de la Preysler. El físico y economista se desnudó intelectualmente:

-Y decían que no íbamos a durar ni un mes juntos, cuando ya llevamos casi diez años.

Estábamos admirados de su locuacidad en asuntos sentimentales, que complementó desgranando la reciente visita de la pareja a la Gran Muralla, donde «Isabel ha demostrado que estaba en plena forma». Mientras se desarrollaba la conversación, observábamos cómo Boyer se inclinaba de preferencia hacia una de las mujeres que nos acompañaban, sin duda la más bella de la mesa y en disposición de competir con la Preysler.

Llámenlo flirteo, cortejo o interés singular, lo seguíamos con expectación porque se desarrollaba a un par de metros del trono que ocupaba la legítima esposa del exministro. Quienes sospechen que estamos exagerando, deberán reconocer cuando menos que recibimos la misma impresión que la Preysler.

Subía la tensión romántica, pero nunca hubiéramos imaginado lo que iba a ocurrir. De repente, Doña Isabel se persona en nuestra mesa. Sonríe y apoya las manos en los hombros de su marido, instinto de posesión. A continuación, se encamina hacia la requebrada. Acerca su rostro al de la otra mujer a una distancia claramente inconveniente, atribuyan a mi desmemoria o a una imaginación calenturienta que se atrevió incluso a tomarla por la barbilla para sopesar su calidad, antes de emitir un veredicto que nunca olvidaré:

-Es guaaapa.

Y miró a Boyer con arrobo aprobatorio.

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