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En la plaza del Santuario de Misericòrdia, a pesar del frío cortante, se congregó una multitud de cuerpos expectantes: algunos sentados, otros de pie, muchos llegados horas antes para asegurar un rincón desde el cual contemplar el despliegue. El aire olía a invierno y a curiosidad; una emoción tibia recorría la multitud, como si una invocación al arquitecto estuviera a punto de regresar. Bajo el cielo de una noche constelada, el acto inaugural se desplegó con una mezcla de solemnidad y riesgo, de liturgia y modernidad.
En poco tiempo, el santuario se convirtió en un templo de musgo y tinta, un espacio suspendido donde el mapping artístico tejía una narración visual que acompañaba la experiencia vital del arquitecto. Sobre las piedras se proyectaron fragmentos de geometrías, luces que respiraban, sombras que recordaban las texturas de la naturaleza que él tanto amó.

A través de la danza contemporánea y acrobacias vertiginosas, se exploró el filo entre el genio y la locura, entre el diseño y la devoción. Los cuerpos de los bailarines interpretaron la tensión del proceso creativo, ese mismo vértigo que habitó a Gaudí: la búsqueda de una forma imposible, la fe en lo orgánico, el gesto que se disuelve en la materia.
La música de nueva creación, compuesta especialmente para la ocasión por Sergi Masalias, emergió como el punto más luminoso del evento. A través de instrumentos tradicionales, la partitura logró capturar las aristas de la vida de Gaudí: su obstinación, su fe, su aislamiento, pero también su juego, su capacidad de asombro. Las melodías fluctuaban entre la dureza del hierro forjado y la delicadeza de un mosaico; entre el ruido del taller y el silencio de la plegaria. En ese diálogo sonoro se adivinaban tanto las dificultades del artista como sus diversiones, convertidas en notas que parecían danzar sobre las fachadas invisibles de una ciudad en la que Gaudí nunca llegó a construir.
La aparición de un Gaudí de madera y tela que caminaba con la lentitud solemne de un sueño antiguo dotó al acto de una magia inesperada: el arte efímero del títere convirtió al arquitecto en un ser vivo otra vez, vulnerable, casi humano. Cada movimiento, de la inclinación del sombreroal gesto de las manos que parecían moldear el aire, evocaba la fragilidad y la grandeza del creador en un instante de comunión entre el artificio y el espíritu, en el que la técnica se hizo emoción y el mito se transformó, por unos minutos, en imagen de luz y memoria.

Sin embargo, tras la belleza del acto, una pregunta flotaba como un eco silencioso: ¿qué parte de este homenaje pertenece realmente a Gaudí y qué parte a la necesidad de una ciudad de reconocerse en su hijo más célebre? Porque, aunque nacido en Reus, el arquitecto no dejó en ella más que la sombra de su origen. Celebrarlo aquí es, quizá, un acto de amor, pero también una forma de reclamar un vínculo que el tiempo y la historia nunca consolidaron.
Así, la inauguración del Año Gaudí se convierte en un espejo, y en él se refleja tanto la devoción sincera de una ciudad como su deseo de apropiarse, por fin, del genio que un día partió hacia otras catedrales. Bajo las luces del santuario y el rumor de la música, Reus habló anoche con voz propia… aunque el eco, inevitablemente, seguía sonando a la capital que le robó a su natural más afamado.