Me encuentro con Aurelio antes de llegar al Colegio de Médicos de Zaragoza, en el paseo de los Ruiseñores. Los dos llegamos pronto, y me coge del brazo con confianza, como si fuera su nieta, para hacer el último tramo juntos.
Allí le conocen y le saludan. «¡Hombre, Aurelio!», exclama Isabel, la primera cara sonriente que recibe a los que llegan.
Aurelio Forcano es médico jubilado, y en el lugar se le acoge con cariño y respeto. «Vengo con una amiga periodista, ¿podemos utilizar la sala para charlar?», pregunta educadamente.

La sala está ocupada, pero Isabel, diligente, nos acompaña a la parte de abajo, «que estaremos más a gusto».
Al final de las escaleras la música se hace presente. «Los compañeros ya están ensayando, pero nosotros podemos hablar antes y luego entramos», propone el señor Forcano.
Tras las puertas de cristal, un grupo de jubilados canta En la noche perfumada, una serenata nueva para mí, pero conocida por todos los que tengan un mínimo de cultura tunesca.
La banda no es un grupo cualquiera: es una tuna. Pero no una tuna cualquiera. Se llaman ‘La Ochentuna’.

‘La Ochentuna’ ensayando.
E.E
«Cuando la montamos rondábamos todos los ochenta años y de ahí surgió el nombre», explica divertido Aurelio, que, a pesar de las arrugas, mantiene la picardía en los ojos.
El Colegio Oficial de Médicos de Zaragoza tiene una vocalía para los profesionales jubilados, y se organizan muchísimas actividades: conferencias, charlas, incluso clases de informática.
Todos los años se celebra una pequeña fiesta con actuaciones de todo tipo. «Hay quien toca el piano, cuenta un chiste o hace cualquier cosa. Entonces se nos ocurrió formar un grupito para tocar música juvenil, de nuestros tiempos universitarios», explica Aurelio, quien durante su juventud fue tuno.
Las capas negras, las bandas de colores y las guitarras ya no se suelen ver por la ciudad universitaria zaragozana, pero no siempre fue así.
«Antes había más tradición, una tuna por facultad, y nos íbamos cada año por Europa. Nos lo pasábamos pipa, y encima ganábamos dinero», recuerda. La juerga no la han inventado los millennials.
«Con la tuna salíamos por ahí, participábamos en los guateques y en todo lo que se prestaba. Y salíamos a rondar a las chicas de Zaragoza todas las semanas», asegura el médico jubilado. Aurelio se sonríe y deja volar los recuerdos. Parece que no quiere compartirlos, así que le chinchamos un poco.
¿Se ligaba? «Se ligaba mucho. Además, con la facilidad y la simpatía que tiene la tuna, la gente nos apreciaba, y a todos los sitios que ibas te salían las juergas gratis, porque todo el mundo te invitaba», dice Aurelio, que ya coge carrerilla y no hay quien le frene.
«Yo, en el extranjero, cuando estábamos por allí, nos invitaban a comer, a fiestas; hemos estado en bautizos y en bodas, incluso con personalidades célebres, como Picasso y otros», asegura.
«A mí Picasso me pintó en la pandereta un dibujo de toros, y me lo firmó. Y fíjate, estaba con su vieja, y el hombre, allí emocionado, oyéndonos, nos dio una excelente propina y nos invitó a champán francés«, relata entusiasmado.
De tuno se vivía muy bien. Después del show se pasaba la gorra, más bien la pandereta, y más de uno pudo pagarse los estudios con lo que recaudaba.
«Una vez en una terraza de Francia, el 14 de julio de 1964, que era fiesta nacional en un panderetazo de estos, en hora y media o así, recogimos 14.000 francos franceses, ¡que estaban a 12 pesetas! Fíjate tú, de qué tiempos te hablo yo…», remacha divertido.
Cantaban serenatas y no necesitaban ‘salir de fiesta’: el jolgorio lo llevaban ellos. «Disfrutábamos yendo a rondar a las muchachas», dice Aurelio. Ese romanticismo se ha perdido.
«Las chicas nos invitaban a su casa, nos hacían subir y nos obsequiaban con champán, con pastas, con lo que fuera. Era una velada muy agradable, y ellas se lo pasaban en grande también», reconoce.
Ese espíritu juvenil, pillo, aventurero y, por qué no, romántico, se mantiene vivo con La Ochentuna. «Tenemos unos instrumentistas fenomenales: acordeonistas, cantantes geniales, violinistas, guitarristas… y la verdad es que suena muy bien», afirma orgulloso.
Es la hora de comprobarlo. Como ya no se oye música tras la puerta, aprovechamos el descanso para interrumpir.
Nueve jubilados, sentados en semicírculo, nos reciben sonrientes. Estaban avisados de antemano y enseguida quieren demostrar su buen hacer.
Aurelio, con la pandereta, da los tres toques y comienza a sonar En la noche perfumada. ¿Qué tendrán las serenatas que, a pesar de no haberlas vivido, generan nostalgia?
Aplausos por mi parte y satisfacción por la de los médicos jubilados.
Miguel, Amparo, Tomás, Ernesto, Julio, Santiago, tres Josés (José A. Gascón, José G. Valdivia y José G. Pomar), junto con Aurelio Forcano, son los que están en el ensayo de esta semana. Pero La Ochentuna tiene hasta 14 participantes, aunque es difícil coincidir.
Cualquiera que esté jubilado y toque un instrumento puede unirse. «Yo tocaba la guitarra de adolescente, pero la dejé al estudiar Medicina. La he retomado ahora, jubilada, y en la rondalla Gabriel me habló de la tuna. Los escuché, me tentó y aquí estoy, feliz», nos cuenta Amparo.
Otro que toca la guitarra es Julio, pero le vemos afinar una bandurria. «No, no, yo toco la guitarra. Pero si hay que tocar la bandurria, pues se toca la bandurria, que es la melodía«, nos alecciona.
Y Tomás, con el acordeón, no desaprovecha la oportunidad para parafrasear a Andrés Calamaro: «La música es ese territorio en el que nada te hará daño. Y es cierto», sentencia abriendo los brazos y mirando a sus compañeros.
Es la hora de volver a la redacción. «Oye», nos detienen en la puerta, «¡dile a tu jefe que te suba el sueldo! Que eres muy maja», sentencia el más veterano, el doctor Gascón, violinista. Los mayores son sabios.
Cerramos la puerta con cuidado y enseguida vuelven a sonar los acordes. A pesar de las escaleras, Aurelio insiste en acompañarme a la salida. Las buenas costumbres no se pierden.