La trilogía original de Los juegos del hambre se desmarca de otras sagas distópicas para jóvenes y adolescentes al dejarnos ver, al menos en parte, qué es lo que pasa después. Qué sucede cuando Katniss vuelve a casa como vencedora, tras haber mostrado a todos los distritos la hipocresía y debilidad de los gobernantes del Capitolio. Justo después de haberse transformado en un símbolo capaz de envolver todo en llamas.
Aunque la narrativa está llena de escenas icónicas que construyen sobre la realidad de la chica para convertirla en el Sinsajo, no es el hecho de que se presentara voluntaria a los juegos para salvar a su hermana, ni sus canciones rebeldes, ni la excelente puntuación de sus habilidades frente a los jueces lo que consigue que los distritos se levanten finalmente en armas contra Snow.
La escena clave en Los juegos del hambre es aquel paréntesis sin violencia en la que Katniss cubre de flores el cuerpo de una niña a la que se niega a ver como enemiga. La secuencia en la que una chica canta una nana para otra sólo porque ha llegado a verla exactamente como a una hermana. La relación entre Katniss y Rue inspira a los ciudadanos de Panem a mirarse unos a otros, a ver más allá de la rivalidad instigada por el Capitolio. Todo esto, no obstante, es sólo una historia.
Durante una charla TedX emitida en 2012, el editor jefe en la división de verificación de datos de The Guardian afirmaba que «el nuevo periodismo está formado por datos». «Los números no mienten y son capaces de contar una historia», explicaba Simon Rogers, «estamos ante un nuevo tipo de periodismo que, como el punk, todo el mundo puede hacer». En su intervención, el periodista explica cómo, a través de cantidades enormes de datos se pueden sacar conclusiones más precisas, ilustrativas e importantes que con la labor periodística más clásica basada en las entrevistas.
El optimismo de Rogers ha envejecido especialmente mal en los 13 años que han pasado desde la grabación de la charla. Si algo hemos aprendido como sociedad del avance descontrolado de las ‘fake-news’ es que los mismos datos, sometidos a análisis distintos, pueden llevar a «verdades» muy diferentes. También que, de todas formas, la fría verdad puede no ser tan importante. «No es que la gente sea mala, tonta o esté desinformada. No se trata de comunicar mejor, tener más medios o presentar bien los números», escribe el filósofo Amador Fernández-Sabater, «la ola reaccionaria se expande gracias a la crispación de los cuerpos»; es decir, a aquel malestar que sentimos, tocamos y percibimos.
En ese sentido, el periodismo tradicional, ligado a las historias y cargado con el poder de la narrativa, puede ser menos exacto y resultar, a la vez, más verídico. Más pegado al cuerpo y en contacto directo con la carne. Y aunque de cara a trabajar con la información quizás sea mejor encontrar un equilibrio entre el dato y el relato, es lógico que en el mundo de la ficción se apueste todo al sentimiento. Al poder de la imagen, a la creación de un símbolo. El problema viene cuando esa es nuestra única arma. Cuando el clímax de todas las historias es una declaración moral inútil; sin capacidad real para transmitirnos esperanza.
Una victoria pírrica
Gi-hun, el protagonista de El juego del calamar, se parece a Katniss mucho más de lo que podríamos pensar. Más allá de las diferencias en género, cultura y edad, ambos personajes han crecido en zonas empobrecidas, han sufrido de forma directa la violencia del sistema —ella a través de la Cosecha y él de la represión sindical— y han optado, consecuencia directa de sentirse insignificantes, por apartarse del pensamiento político. Además, los dos se ven obligados a saltarse las normas para seguir adelante, ya sea robando o cazando de forma ilegal.
En la primera temporada de El juego del calamar Gi-hun tiene la suerte de su lado de la misma manera en la que la tiene el personaje interpretado por Jennifer Lawrence. Ambos pasan por una experiencia transformadora y violenta, salvaguardando su fe en la humanidad. La capacidad para creer en otros a pesar de haber visto la peor de sus facetas. Y en el caso de Gi-hun, aunque no consigue inspirar a toda Corea e iniciar una revolución en pos de la igualdad, sí que logra llamar la atención de la persona indicada.
Durante la segunda temporada podemos ver las profundas consecuencias del paso de Gi-hun por los juegos y la manera en la que su personalidad incorruptible ha alterado al Líder, el personaje interpretado por Lee Byung-hun. Infiltrado en el papel de un jugador más, el Líder pretende hacer ver a Gi-hun que no hay nada que hacer, que el ser humano no merece ser salvado y que, por tanto, todo lo que él ha hecho a lo largo de su vida —desde aceptar sobornos en la policía para intentar salvar a su mujer enferma hasta organizar los juegos— es lógico, comprensible y normal.
La segunda y tercera temporada de El juego del calamar funcionan haciendo equilibrios entre el drama de personajes y la ficción de tesis. Si los primeros 9 episodios son una metáfora pensada para ilustrar de forma sencilla los mecanismos injustos y opresivos del capitalismo (y las narrativas que los mantienen), los pertenecientes a la segunda y la tercera tanda se enfrentan a la dificultad de tener que profundizar en unos personajes que sólo se crearon como modelos en los que apoyar ciertas ideas.
No es extraño, entonces, que el final haya sido decepcionante para muchos de los fans. Si el tema central de la serie es la crueldad del capitalismo tal y como lo conocemos (siendo los juegos su expresión más perversa) ninguna persona individual puede, de forma efectiva, hacer nada contra ellos. El plan del protagonista está desde el principio condenado. Intentando buscar un punto medio satisfactorio, que no tire por tierra las tesis pero que tampoco arruine los personajes, Hwang Dong-hyuk, director y creador de la serie, recurre a la carta más utilizada por todo tipo de distopías: la declaración moral, una escena en la que el protagonista, totalmente derrotado por el sistema, consigue poner un espejo delante de los villanos a modo de victoria pírrica. Pero esto nunca es suficiente.
«A la totalidad imprecisa que llamamos sistema le da igual que la denuncien y la desenmascaren. Ni se inmuta», escribe Francisco Martorell Campos en su ensayo titulado Contra la distopía. «Mientras no existan alternativas ilusionantes susceptibles de engendrar deseos de un ordenamiento social nuevo, dormirá a pierna suelta, conocedora de que los adversarios, a lo sumo, resisten». El juego del calamar, como Los juegos del hambre, es otra narrativa que aspira a «despertar» de alguna forma a la audiencia (detallando cómo funciona la propaganda, señalando las injusticias…) pero que —más allá de su capacidad para entretener— falla a la hora de involucrar a los cuerpos, al hacernos de verdad creer que podemos cambiar las cosas.
El tropo de la declaración moral (presente en títulos tan conocidos y dispares como El fugitivo, Blade Runner y varios capítulos de Black Mirror) es tan recurrente porque permite seguir trabajando con la narrativa en los términos individualistas en los que estamos acostumbrados. En lugar de luchar para hacer cinematográficas soluciones históricamente más realistas, basadas en la cooperación y las diversas actuaciones grupales capaces de cambiar de verdad las cosas, la declaración moral nos permite poner en el centro a un único personaje solitario; un símbolo, un elegido, al que representar como héroe o como mártir.
Pero aunque pueda parecer una solución práctica (satisfactoria en muchas ocasiones) no se puede negar que este tropo resta contundencia a las ideas principales de este tipo de historias. Si, como han expresado creadores de la talla de George Orwell o Margaret Atwood, el deber de las distopías es ayudarnos a identificar los mecanismos de la desigualdad con el objetivo enseñarnos a combatirlos, optar por este tipo de soluciones para poner punto y final acaba con el supuesto poder que tienen para movilizarnos. Y aquí tenemos que hacer énfasis en la palabra «supuesto».
Unos ciudadanos más dóciles
De nuevo Martorell Campos: «las distopías potencian más la estabilidad que el cambio, no aportan apenas nada a la consecución de los objetivos de la izquierda, sean reformistas o revolucionarios […] Antes bien, contribuyen a obstaculizarlos, distorsionarlos o desprestigiarlos». A pesar de las opiniones de Orwell, Bradbury o Atwood, el consenso actual es que es la utopía, y no la distopía, el género que puede ayudarnos a conseguir mundos mejores.
Y no se trata aquí de crear manuales de instrucciones pegados a la realidad sino de utilizar el potencial de las historias y la fuerza de la narrativa para impulsarnos al movimiento desde el plano emocional. Como ha quedado bastante claro en los últimos meses en EEUU, gran parte de la población es capaz de reconocer los síntomas de la deriva totalitaria de un gobierno. Sin embargo, el sentimiento general es de apatía. De no reconocer exactamente qué poder tenemos para reaccionar.
Si algo nos han enseñado las películas y las series distópicas es que tenemos que esperar al elegido. A una persona no sólo capaz de marcar el camino sino de hacerlo en unos términos morales; unas expresiones irrefutables incluso entre los márgenes del propio sistema al que señala. Y así es como las distopías se hacen distópicas. Cómo las historias que pretendían salvarnos se convierten, al final, en la mejor propaganda.