No, no he escrito sobre el libro de Juan Gómez Jurado, pero es el título perfecto para el artículo de hoy. Todo arde, Extremadura arde.
Cada verano, Extremadura se convierte en un damero de fuego. Las llamas no solo devoran hectáreas de nuestros campos, sino también la paciencia de quienes aún creen que esto es cosa del clima. Sin embargo, no, no es solo el calor. Es también la negligencia, la imprudencia y, en algunos casos, la piromanía disfrazada de paseo por el monte. Este 2025, más de 8.000 hectáreas han ardido en nuestra tierra. Las Hurdes, Valdecaballeros, Campolugar… nombres que deberían evocar belleza natural, hoy son sinónimo de ceniza. Y mientras los helicópteros sobrevuelan los cielos y los bomberos se juegan la vida, algunos siguen preguntándose si no será «una ola de calor más intensa que otras». Claro, como si los árboles se prendieran solos por aburrimiento, entiéndase la ironía. El fuego nunca es fortuito.
La causa de los incendios forestales rara vez es única. El cambio climático ha convertido nuestros veranos en hornos industriales, sí. Pero también están los que tiran colillas encendidas, los que hacen barbacoas en zonas prohibidas, y los que, por alguna razón que escapa a toda lógica, encuentran placer en ver el mundo arder. A estos últimos la ciencia les ha dado nombre: pirómanos. Personas que no buscan dinero ni venganza, solo el espectáculo de las llamas. Y no, no son personajes de novela gótica, son reales y a veces viven más cerca de lo que creemos. Luego, estos inconscientes observan con placer como el monstruo –alimentado por su indiferencia– engulle todo a su paso. Piensan que el caos es un entretenimiento o, más bien, no piensan en las consecuencias de sus actos.
Este 2025, más de 8.000 hectáreas han ardido en la región. Lugares que deberían evocar belleza son sinónimo de ceniza
Lo más preocupante no es solo el fuego, sino esa mezcla de resignación y sarcasmo que usamos para sobrevivir a lo absurdo. «Otro incendio más, ya ni sorprende», se comenta. Como si la repetición convirtiera la tragedia en rutina. Como si el humo fuera parte del paisaje veraniego, como los abanicos y las siestas.
¿Dónde está la prevención? ¿Dónde están los planes de reforestación que no se quedan en promesas? ¿Dónde está la educación ambiental que enseñe que un bosque tarda décadas en crecer y segundos en desaparecer?
Extremadura no puede seguir siendo el escenario de un drama estacional. Necesitamos políticas serias, vigilancia real y, sobre todo, conciencia ciudadana. Porque el fuego no distingue entre monte y memoria. Y cada árbol que se quema es una historia que se pierde. Todo arde, el monstruo es imparable. Está en peligro la belleza de nuestros entornos naturales y el destino turístico de aquellos que buscan la biodiversidad de la Extremadura verde; unos de los grandes pulmones de España y Europa, como ha sido reconocida.
Así que la próxima vez que alguien diga «qué calor hace», que también piense en qué puede hacer para que ese calor no se convierta en ceniza. Porque si seguimos dejando que el fuego hable por nosotros, pronto no quedará nada que decir.