Atención posibles spoilers.

La película Los domingos es extraordinaria. Si Alauda Ruiz de Azúa no fuera una tía de 47 años de Barakaldo, estarían los cinéfilos y los críticos poniéndole altares y no un 7,8 en IMDB.

La capacidad de Ruiz de Azúa para desarrollar personajes en unas pocas escenas es impresionante, seguramente porque consigue hacerte recordar a personas que conoces, y eso son dos cualidades en una cineasta. Los diálogos, los espacios, las situaciones son tan verosímiles que eres tú quien rompe la cuarta pared y se sienta a la mesa con la familia (que no tiene apellido, una cosa muy rara en la clase media alta de Bilbao). Así, rompe también con esa manía del cine español -en el que todos se creen Almodóvar– de presentar unas casas en las que nadie ha estado antes y que te sacan de las películas. Todo tan estético que no te lo crees, y con conversaciones que parecen diseñadas por un terapeuta gestalt con ínfulas de guionista. Aquí no, aquí te lo crees. Ruiz de Azúa consigue que te lo creas.

La dirección actoral es exquisita y hay que hacerle la ola a Eva Leira y Yolanda Serrano por el casting, porque el reparto no podría ser más brillante y las actuaciones más impresionantes. Patricia López Arnaiz tiene los mejores primeros planos del cine actual, y una capacidad para mostrar las emociones de manera contenida y sin hacer aspavientos que, si no fuera vasca, habría que empadronarla. Nagore Aramburu es la monja vasca perfecta. Mala con cara de buena, manipuladora con sonrisa inocente, una psicópata que gestiona la sucursal de una secta, con aspecto tan inocuo que le entregarías a tu hija, si fueras un señoro medio del centro de Bilbao. Como Iñaki. Y qué bien lo hace Miguel Garcés. No debe ser fácil hacer de hombre mediocre, pusilánime y que se deja secuestrar una hija por el fanatismo, sin tener sangre ni para ser un fanático. Es impresionante la interpretación de Blanca Soroa, una chavala de 17 que en su primera vez interpretando hace superbien de chavala de 17, pero que también borda el papel de joven vulnerable a la manipulación y receptiva a creencias capaces de convencerte de que dios te habla (holiii) y de que tienes que casarte con él y encerrarte en un convento. Esa placidez inquietante y abiertamente condescendiente de quienes se sienten a salvo porque un ser celestial les protege de todo mal, no podría interpretarse mejor. Si alguien tiene entre manos un remake de Santa Teresa, yo me la imagino haciendo el “nada te turbe, nada te espante” sin el dramatismo de culebrón de Concha Velasco. Lo digo en serio. Como que tiene mucho futuro en el cine, si tiene suerte y papeles como este.

Como el cine español está lleno de señoros sin perspectiva (perdonad la redundancia) habrá quien opine (igual ahora ya un poco en voz baja, porque si en tu tercera ficción te llevas la Concha de Oro, tienen que disimular) que Alauda Ruiz de Azúa hace cine “de mujeres”. Sea lo que sea eso. La cosa es que estoy de acuerdo. Desde luego, hace cine para mujeres, porque en la sesión de las cuatro y media de un martes, la sala estaba completamente llena (pillé asiento en tercera fila y de churro, porque compré allí mismo, pensando que no habría nadie) y no había hombres suficientes ni para molestar.

Los personajes masculinos son mezquinos y un poco tontos, como el aita Ramón Barea en Cinco Lobitos, el maltratador y sus hijos en Querer (aunque en Querer hay un par de catarsis -preciosas, pero- muy poco propias de la masculinidad vasca). No reaccionan, solo se sientan sobre sus privilegios mientras las mujeres les hacen la comida y la vida. Los personajes femeninos son complejos, profundos y llenos de matices, como buenas mujeres vascas, siempre con cara de un poco cabreadas, pero todo está bien, porque los jaris van por dentro. Ruiz de Azúa tiene ojo para las actrices, y les regala unos papeles perfectos, como la madre y la hija de Susi Sánchez y Laia Costa en Cinco Lobitos, o la esposa perfecta que ya no aguanta más de Nagore Aramburu en Querer.

En’ Los domingos’ hay pocos exteriores, seguramente para que te acostumbres al convento

No quiero dar la lata con esto, pero hace cine muy vasco, también. Esas mujeres contenidas que regurgitan por dentro, esos paisajes contados pero reconocibles, esas sobremesas, ese comer, ese vino, ese café, esas cocinas. La mesa y la cocina tienen una presencia continua en el cine de Alauda Ruiz de Azúa, porque ahí es donde se cuecen los dramas en la mayoría de las casas, desde luego en las vascas. Hay muchos rituales en esas cocinas y en esas mesas. La escena de Estibaliz (la nueva pareja del padre) llegando al café es la eucaristía de la presentación de una nueva madre. Todo se decide, se discute, se rompe y se cierra con un café, un vino, unas pechugas albardadas o unas pastas de las monjas delante. Así somos.

En Los domingos hay menos exterior que en las otras ficciones de Ruiz de Azúa, seguramente para que te acostumbres al convento. La casa, la parroquia, la escuela, el coro. Solo una excursión al monte y solo un plano que no se abre ni siquiera para que se vea el cielo. Es que no hay ni un plano que no esté rigurosamente planeado. Y el Arte es espléndido. El trabajo de Zaloa Ziluaga y su equipo es magia, porque dirías que no lo ves, pero esas monjas comiendo y tomando café en vajilla caramelo de Duralex son la vida misma hecha arte. Y estamos hablando de alguien que trabajó con Almodóvar en Volver. Por apreciarle la austeridad, digo.

Si tengo que ponerle una crítica a la ambientación, pero que también es una crítica a la visión, es que los espacios y los personajes son siempre burgueses. Pero, claro, eso es un anhelo mío, que el “nuevo cine vasco” etiqueta que me he sacado de la manga -una vez superado el momento edad media, medio rural- se asome un poco al balcón de la clase media y nos cuente historias de gente de Sestao, y no de Indautxu.

La música está usada de forma impresionante. En la banda sonora de David Cerrejón hay un par de momentos épicos. El Ave Verum de Mozart enmarcando una escena de farra dejará patitiesos a quienes han conocido la música clásica (y a Björk) el 7 de noviembre, pero es que el Into my arms de Nick Cave en el duelo entre dios y el chico del coro te roba el corazón. Y bueno, la escena final con la versión coral de Aitormena te roba el alma. Como se la roban a Ainara.

Hasta aquí todas mis loas. Porque la película, repito, es extraordinaria.

Pero yo fui a un colegio de monjas. Y me atrevería a asumir que Alauda Ruiz de Azúa también, por cómo presenta la historia.

Como yo fui a un colegio de monjas, descifro perfectamente la maldad satánica de ese cura joven y amable, la terrorífica ideología de alguien que lleva un alzacuellos en 2025, la repugnante visión detrás de la conversación sobre la relación con Mikel y las piruetas de adoctrinamiento implacable detrás de usar dinámicas de juegos aparentemente inocentes para convencerte de que la divina providencia te salvará de todo mal. Como yo he ido a un colegio de monjas, leo la perversión en las intenciones de la Madre (“madre”, ¿eh?) Isabel, que quiere “ovejas” para su rebaño, y veo el lavado de cerebro en la tierna y aterradora monja viejita, que lleva 64 años sin salir del convento. Como fui a un colegio de monjas (y me vine arriba, por supuesto) e hice ejercicios espirituales en Loyola y me fui de “misiones” con 19 y conviví durante meses con monjas en su casa, reconozco esos platos de Duralex, y esas mesas de formica marrón y esas comidas en silencio, y esa borrachera de canciones y misticismo y esa sensación de que dios te habla. Por eso creo que Ruiz de Azúa o ha sobreestimado a su público, o nos hace trampas.

En Los domingos, la elección de Ainara se presenta como una opción válida. Y elegir la vida “contemplativa” (ya lo siento, pero “ora et labora” es de los benedictinos, no de las monjas de las afueras de Bilbao), que implica encerrarse a los 17 años en un convento con un grupo de desconocidas que creen que (todas) están casadas con dios y en el que el único móvil lo tiene la jefa, no es una opción válida. Y yo me doy cuenta de eso porque sé que dios no existe y que casarse con él es una performance de secta de alienadas, y que ponerse un hábito y tumbarse en el suelo con los brazos en cruz como rito de entrada a un encierro perpetuo es la representación de una tragedia terrorífica, pero no tengo claro que Alauda Ruiz de Azúa piense -o quiera que el público piense- lo mismo.

‘Los domingos’ le ha gustado a Munilla, el obispo al que las feministas le parecíamos el demonio

Primero, porque lo presenta como ese falso dilema que usan ahora, sin contextualizar ni un poquito, las pedorras que nos presentan a las monjas de siglos pasados como heroínas lésbicas que eligieron el retiro sáfico para que no les impusieran un marido: susto o muerte. Mierda de vida hetera casada con un señor o fantasía de vida casada con El Señor. La vida de la tía Maite no resulta muy envidiable, con su marido sin trabajo, que no aporta a la hipoteca, con problemas de ira y al que ni le importa que se bese con otro. Y menos la de Estibaliz, que decide enrollarse con un tontaina con pretensiones de empresario hostelero, que pierde su dinero y el de su familia, no sabe comunicarse, no tiene palabra, ni arrojo para enfrentar ni sus problemas ni el secuestro de su hija. Un chollo, vamos. Hasta la amama insinúa que no todo era estupendo con aitite. Vale, lo pillamos, el matrimonio y la familia no son el paraíso. Pero, a diferencia de las mujeres de otros siglos, que tenían para elegir o dios o un cenutrio, ahora hay otras opciones. Yo creo que Alauda lo sabe. Lo que no creo es que sea consciente de que ha hecho una película en la que el proceso de “discernimiento” de la protagonista no parece un viaje a la sinrazón, con un final terrorífico. Creo que se ha pasado de sutil. Y la prueba es que la película le ha gustado a Munilla, el obispo al que las feministas le parecíamos el demonio.

El problema de Los domingos es que parece la presentación de dos posiciones válidas: la tragedia que supone lo que está haciendo Ainara -de la que, tal y como lo presenta la película, solo eres plenamente consciente si conoces ese mundo- que en la peli se presenta como una opción posible, y que se pone a la altura de la postura de su tía atea, que tiene sus reservas a que una chavala de 17 (que perdió de pequeña a su madre) se meta en una secta.

Si la adolescente protagonista pronunciara la “oración del abandono” -«Padre mío, me abandono a ti. Haz de mí lo que quieras. Pongo mi vida en tus manos. te la doy, dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque te amo. Amarte es darme, entregarme en tus manos sin medida, con infinita confianza, porque tú eres mi padre»- dedicada a un hombre o (dios no lo quiera, qué aberración) a otro dios del mercado monoteista del monopoly teológico (ya lo dice Sor Isabel, “espiritualidades hay muchas, pero dios solo hay uno”) entenderíamos lo terrible de lo que está diciendo. Pero como vivimos en este Estado aconfesional que, en realidad, es aterradora y naturalizadamente católico, pues nos parece una película bonita sobre el respeto.

Volvedla a ver bajo la certeza absoluta (que juraría que comparto con Ruiz de Azúa) de que dios no existe. Veréis que susto.