Hace ya más de medio siglo que Chucho Valdés (Quivicán, Cuba, 1941) fue elegido uno de los cinco mejores pianistas de jazz del mundo. Los otros cuatro fueron nada menos que Bill Evans, Oscar Peterson, Herbie Hancock y Chick Corea. «Estaba aterrado», reconoce ahora, … en la videollamada con ABC desde su casa en Coral Springs (Miami), con las vistas de su espléndido jardín al fondo. Sonríe cuando recuerda aquel reconocimiento que le llegó en 1970, tras su actuación en el Festival Jamboree de Varsovia. Fue invitado al evento, para su sorpresa, después de que alguien enviase una grabación suya a Los Ángeles sin que él se enterase y de que esta fuera evaluada por un jurado presidido por Duke Ellington.
Ese día se convirtió en el primer cubano que participó en un festival de música en el extranjero desde que Fidel Castro subió al poder en 1959. Echando la vista atrás, no es difícil concluir que era algo a lo que estaba predestinado, pues con apenas tres años ya se sentaba en las rodillas de su padre, el gran Bebo Valdés, a tocar con la mano izquierda las notas más graves del piano, mientras este hacía los tumbaos con la derecha. Al cabo de un rato intercambiaban la posición y seguían practicando juntos. Después de dos o tres horas, siempre le desafiaba: «¡Venga, ahora tú solo!».
Era como un juego. Un día… y otro día… y otro. Antes de cumplir cinco años, asegura, ya podía interpretar de oído, con ambas manos y en cualquier tono las melodías que escuchaba por la radio. Luego Bebo le enseñó los ritmos cubanos y los afrocubanos y, al cumplir los 14, le dio el consejo más valioso de su vida: «Ahora busca a Chucho, busca a Chucho… ¡No copies!». Y se lo grabó a fuego hasta hoy, pues a sus 84 años sigue componiendo y grabando música sin parar, esforzándose por explorar caminos que no haya recorrido antes. Y también viajando por el mundo: el sábado y domingo actúa en el Teatro Pavón de Madrid dentro del ciclo Villanos del Jazz que forma parte de la programación del festival Jazzmadrid.
—Hace siete años me contó que, en 1960, un día su padre le comentó que se iba de gira a México y que cuidara de la familia hasta que él volviera, pero que nunca regresó. Huyó a Suecia, se casó de nuevo y tuvo otros hijos. ¿Aquello le dio más pena o más rabia?
—Sobre todo, pena, porque me quedé solo con 19 años. Mi padre tuvo la necesidad de irse y lo apoyé, porque me explicó las razones. Además, el hecho de que me pidiera que me hiciera cargo de la familia en su ausencia fue una especie de honor para mí, porque aún era menor de edad. En Cuba, la mayoría se alcanzaba a los 21 en esa época, así que tuve que luchar mucho, ya que me quedé con toda la familia a mí cargo. Fue una misión difícil y dolorosa, pero al mismo tiempo me llenó de orgullo que tuviera esa confianza en mí.
—¿Cuál fue la razón que le dio?
—Problemas con el nuevo Gobierno de Fídel Castro, que había llegado al poder un año antes. No podía permanecer en Cuba…
—¿Cómo influyó su marcha en su desarrollo como pianista?
—Me obligó a acelerar mi aprendizaje para hacerme cargo de mi familia, aunque yo ya sentía desde pequeño mucho amor por la música. Era lo que siempre quise ser. Tuve que aprender bastante más rápido y luchar mucho más para darme a conocer. Y lo conseguí, a pesar de que tuve bastantes obstáculos, porque yo era hijo de alguien que se había ido de Cuba y no estaba bien visto. Tuve que multiplicarme por mil y empecé a conseguir buenos trabajos.
—Solo diez años después fue nombrado uno de los cinco mejores pianistas de jazz del mundo en el Festival Jamboree…
—Cuando me dieron la noticia, no me lo podía creer, pero eso se lo tengo que agradecer a uno de mis mentores, Dave Brubeck, del que jamás me voy a olvidar. Fue él quien se dedicó a hablar de mí y a ponerle mi música a todas aquellas leyendas que no me conocían. Consiguió una de esas maquetas que yo había grabado para promocionarme, después de escucharme tocar en Polonia en 1970.
—¿Llegaste a conocer a Bill Evans y a todas aquellas figuras en su momento de mayor creatividad?
—No solo tuve la suerte de conocerlos, sino de tocar con ellos. Con Herbie, por ejemplo, di varios conciertos a dúo. En YouTube todavía se puede ver también la actuación que ofrecimos Chick Corea y yo juntos en el Lincoln Center de Nueva York. ¡Bellísima! Nos subimos a tocar sin ensayar ni una sola vez, improvisando. Quedó tan bien que parecía que toda aquella música estaba escrita de antemano. Y sí, también conocí a Bill Evans. ¿Qué puedo decirte de Bill? Para todos los jóvenes que soñábamos con ser pianistas de jazz era nuestro gran ídolo, así que imagínate lo que significó para mí que me aceptaran como a uno más y que me pidieran que tocara con ellos. Ese fue el verdadero premio.
—¿Qué le decían de su música en ese momento?
—La primera vez que Bruce me vio en directo, me dijo: «Lo que estás haciendo es maravilloso, no se parece a nada a lo que he escuchado antes». Y antes de despedirse, insistió: «¡Chucho, no dejes nunca de hacer esta música!» [lo dice en inglés]. Bill vino a felicitarme después del primer concierto que di en el Carnegie Hall con Irakere, que fue el primero que hizo un grupo de jazz cubano que vivía todavía en Cuba. Anécdotas parecidas me han ocurrido con otras grandes figuras, como McCoy Tyner.
—Se reencontró con su padre en 1978, después de uno de los conciertos que dio con su banda que diría entonces, Irakere, en el Carnegie Hall. ¿Cómo lo recuerda?
—Yo sabía que estaba en el público, porque me lo había dicho una hermana suya, Melina, que vivía en Nueva York. Estaba muy nervioso porque habían venido todos esos pianistas americanos que admiraba y, sobre todo, mi papá. Ese día tocaron antes que nosotros McCoy Tyner y Bill Evans solos y el guitarrista Larry Coryell con Phil Caterine. Cuando acabó la actuación, me temblaban las manos y no paraba de repetirme: «Bebo está ahí, Bebo está ahí». No pude contenerme y salí corriendo a abrazarme con él. ¡No sé cuánto dolor había en ese abrazo!
—¿Lo vio muy cambiado?
—Había pasado casi veinte años y yo tampoco era el mismo, por supuesto. La última vez que nos vimos yo tenía 19 años y, en ese momento, 37. Mi papá, por su parte, tenía 59 años, así que imagínate. Aunque se notaba el paso del tiempo en su rostro, hubo tanta emoción en aquel reencuentro que pasó desapercibido. Nada más verme, lo primero que me dijo fue que Irakere era la mejor banda del planeta y que los músicos que yo traía eran tremendos. De ahí fuimos para casa de mi tía Melina y nos tiramos hablando desde la medianoche hasta las ocho de la mañana, contándonos historias de todos esos años que no nos habíamos visto. Es uno de los recuerdos más bonitos de mi vida.
—Recuerdo un concierto de su padre en el festival Galapajazz (Galapagar, Madrid) en 2004. Él tenía la misma edad que usted hoy. Le tuvieron que ayudar a llegar hasta el piano, andando muy despacio, pero cuando se sentó, se transformó. Tocaba rapidísimo. A usted le vi con la misma energía en sus últimas actuaciones en Madrid.
—Creo que los dos heredamos esa energía de la música y el deseo de tocar. Sé que llega una edad en la uno no tiene la misma fortaleza y aguante que de joven, pero cuando mi papá se sentaba al piano era como si volviera a nacer. Yo siento que me pasa algo parecido. Miro al piano, luego al público y me transformo. Le dije algo parecido a Dave [Brubeck] el día que cumplió 80 años en un concierto. Lo recuerdo perfectamente. Entró muy despacito y, cuando empezó a tocar el piano, parecía que tenía 20. Esa es la magia de la música, incluso, para la gente mayor.
—Dave Holland me dijo una vez que, a sus 70 años, ensayaba seis o siete horas diarias. ¿Usted también necesita esa disciplina?
—Claro, tocar el piano todos los días para mí es sagrado. Ensayo a diario y día que no lo hago, siento que me falta algo muy importante. Suelo practicar y componer entre seis u ocho horas diarias. De hecho, hoy ya he tocado dos horas [son las 12.00 en Miami]. Después de almorzar, un par de horas más, y por la noche, otras dos o tres horas, sin contar las épocas en las que estoy de gira.
—Su padre murió en 2013 a los 94 años. Los últimos cuatro, él se retiró a Benalmádena (Málaga) y usted decidió comprarse una pequeña casa junto a la de él para estar cerca y cuidarle. ¿Cómo fue esa última etapa?
—Pasamos esos últimos cuatro años de su vida tocando juntos en su casa. Aún conservo esa casa y Lorena [su mujer, a la que se escucha de fondo en la videollamada corrigiendo algunos datos del pianista] y yo vivimos ahora a caballo entre Miami y Benalmádena. Mi papá y yo nos pasábamos todo el día tocando y comiendo lentejas, arroz con frijoles y todas las cosas que le gustaban a él: plátano frito, picadillo… Fue como si los dos renaciéramos.
—¿Tocaban solo por placer, sin ninguna pretensión comercial?
—Así es, como habíamos hecho siempre en Cuba antes de que se marchara. Nos sentábamos cada tarde a descargar sobre el piano toda nuestra energía y a crear música nueva juntos [que nunca grabaron]. Ya publicamos en 2008 ‘Juntos para siempre’ (Sony), que ganó dos premios Grammy, pero en ese momento lo hacíamos solo para recordar los viejos tiempos, cuando yo era un niño y él me enseñaba. Nos pasábamos horas y horas cada día sin darnos cuenta de que pasaba el tiempo. Así, durante sus últimos cuatro años de vida.
—¿Seguirá usted tocando siempre, como hizo su padre?
—Si Dios me lo permite.