Estimado lector. Quisiera hablarle de «Los Domingos». Es una película que se supone trata de la fe de una joven de diecisiete años que decide ser monja. ¿Por qué le hablo de esta película? Sencillamente, me la recomendaron y parece ser que algunos sacerdotes también la recomiendan. De hecho, cuando fui al cine a verla, vi a un sacerdote (al cual no conocía). Igualmente la han recomendado personas que se suponen son expertos en cine como Juan Orellana, Director del Departamento de Cine de la Conferencia Episcopal y de Pantalla 90. Asimismo, otras personalidades, como el obispo Munilla, la han aconsejado. COPE y 13TV también la han apoyado.

Pero resulta que esta película también la defienden todos los medios de comunicación más militantemente anticatólicos. Es decir, aquellos que están —día sí y día también— contra la Iglesia Católica e incluso pretenden la liquidación del Valle de los Caídos y su comunidad monástica benedictina, por ejemplo.

Todo esto debería hacernos encender todas las alarmas. Porque dos sectores tan dispares [sic], ¿cómo es que están de acuerdo en dar la misma visión y explicación sobre sobre lo mismo y al mismo tiempo?, más aún cuando uno de los dos sectores pretende destruir al otro.

—Señor Autor de este artículo, mire que hay que ser retrógrado para pensar así. Quite, quiete, ¿a quién se le ocurre sospechar? A usted, solamente a usted, que es un retrógrado.

—Pues estimado Lector, a mí me enseñaron de pequeñito que uno de los enemigos del alma era el mundo y sus seducciones y halagos, y ya sabe usted aquello de que cuando el mundo te alaba… mejor tomar «las de villadiego».

Voy a empezar por el final y le voy hacer «spoiler», como se dice ahora. En un tiempo no muy lejano se decía «destripar».

—Bueno, señor Autor retrógrado, éste es otro tema.

—Pues apreciado Lector, imagínense. Va usted a un restaurante de lujo y prestigio, alta cocina. Pide Atún Rojo de Aleta Azul y le sirven una pizza de supermercado con trocitos de caca. Y usted la toma contento, aplaude y recomienda el restaurante. Bien, pues esto es exactamente esta película y la actitud de los comensales antes citados. Y ahora entremos en el filme.

La peli gira alrededor de una chica de 17 años, o sea, una niña por muy diecisieteañera que sea. Dice que siente estar enamorada de Dios y que quiere entrar en un convento. Hasta aquí todo pudiera parecer muy loable. ¡Aplaudamos!… Un momento… No tan deprisa.

—Ya está el Autor retrógrado buscando cinco pies al gato. Con lo bien que comenzaba a sonar la peli.

—Déjeme que le explique queridísimo Lector y, a lo mejor, comprende si pone usted un poquito de memoria, de entendimiento y de voluntad; que por algo son las potencias del alma.

La chica en cuestión se llama Ainara, y se mueve en un ambiente familiar supuestamente católico. Vamos, una familia de típico catolicismo liberal movido por el sentimiento del momento y la apariencia pero, en el fondo, un catolicismo vacío y una familia descompuesta con sus miembros también llenos de vacíos.

El primer vacío es el de la propia Ainara, y reside su origen en una madre fallecida… no se sabe cómo ni por qué. Ainara piensa que su madre fue genial, pero hay una secuencia en la que las arpías de la abuela y de la tía de Ainara hablan brevemente sobre la madre. Bastan «dos palabras» para ver que la madre posiblemente no era tan genial como imagina Ainara. En definitiva, que el fallecimiento de la madre produjo en la niña un vacío afectivo y profundizó su falta de guía moral, que es la función de toda madre para su familia. Pero, al mismo tiempo, parece que se nos está diciendo que los problemas de esta familia venían muy «de atrás». Por cierto, desde pequeñito a mí me decían que no estaba nada bien hablar mal de los muertos.

La madre, aunque les disguste a las feministas actuales, es principal e insustituible transmisora de fe, virtudes, valores y afectos. Bueno, lo siento, es cierto, esto era cuando los católicos de siempre —antes de que el liberalismo se apoderase de la Iglesia— aprendían a ser católicos en el regazo de sus madres. Ellas eran custodias del hogar, de la piedad y transmisoras de la Tradición. Las madres eran modelos de virtudes teologales y cardinales, de abnegación y de entrega incondicional a toda la familia. Pero, repito, eso era cuando en la Iglesia no había más soplos de «espíritus» que el Espíritu Santo, y tampoco había «ventanas» por donde entrasen «vientos» que en realidad fueron destructoras tempestades y humos de Satanás (Pablo VI, homilía 29/06/72) ¡Por favor, obispos y cardenales, cierren las ventanas de una vez, que el «Humo de Satanás» ya es incendio en la Iglesia!

Por tanto, la ausencia de la madre dejó a la joven Ainara vulnerable y buscando desesperadamente un sentido de pertenencia y de verdad.

—Pero, Autor ¿y, entonces, el padre, qué?

—Vayamos al padre, querido Lector.

El padre está ausente. Apenas aparece por casa más que a altas horas de la noche. Su dedicación al restaurante —de su propiedad— lo tiene sumido en la oscuridad del trabajo y en las incertidumbres, las cuales le llevan a la  pasividad por agotamiento ante los reclamos de sus hijos, especialmente los de Ainara. Sin embargo, no está agotado para «tener un lío» y meter ese lío en la familia, y encima pretender que todos acepten ese «lío».

—Pero, retrógrado Autor, ¿no sabe usted que esto ya no se llama «lío»? Es una «situación irregular» o «pareja de hecho». Y ya no es pecado, sino una «herida». ¡Qué no pasa nada, a ver si se entera usted, retrogrado Autor!

—Mi estimado Lector, ¿quiere usted decir que el Moderno padre es un ejemplo maravilloso para sus hijos? Pues que sepa usted que el pecado es pecado ayer, hoy y siempre, por mucho que hoy en la Iglesia esté de moda jugar con las palabras. Y no hace falta tener muchas luminarias para entenderlo. Pero, déjeme continuar, por favor.

La situación personal vivida por el padre le lleva a la permisividad por comodidad ante la situación de descomposición familiar y, especialmente, ante su hija mayor. Le importa más evitar el conflicto que educar. Pero, ¡cómo va a educar rectamente si su propia vida íntima es fornicaria! Ah, que son católicos, no sé si lo había dicho. Católicos liberales, por supuestísimo. ¿Y la Tradición? Sencillamente, no existe.

—Buaj, ya asomó la patita el Autor: «Tradi», es usted un «Tradi». Si es que todos los «Tradis» sois «rígidos», «esclavos de la Ley», «cristianos de museo» que pretendeís «amordazar» con vuestro «fundamentalismo» religioso. Quite, quiete, lo «chupi guai» que es este padre tan Moderno y «al día», ejemplo y modelo para su familia y para la comunidad. ¡Déjele  solazarse y no le fastidie! ¡Corazón endurecido!

—Mire querido Lector. El padre es un fornicario, un timorato y un calzonazos.

Cuando en la Iglesia no había Nouvelles Theologies ni fandangos parecidos, el Padre era la cabeza espiritual de la familia, la autoridad, el orden y el sostén económico para todos. Modelo de rectitud e integridad sin dobleces, y la palabra de un padre era oro. Pero es que, por todo ello, el padre era el primer servidor de la familia para guiarla al Cielo incluso a costa de su propia vida, amando como Cristo ama a su Iglesia (Efesios, 5; Colosenses 3, por ejemplo).

—¡Pero qué dislates me cuenta Autor Tradi!

—Pues aunque no le entre en la cabeza. Hubo un tiempo en que la Iglesia predicaba todo esto y las familias se organizaban y funcionaban tal como enseñaba San Pablo. Y los obispos y sacerdotes lo predicaban públicamente y ayudaban a las familias en este camino. Y es que el padre era la cabeza de la Iglesia doméstica, como el obispo lo es de la Iglesia diocesana y el Papa lo es de la Iglesia Universal. ¿Por qué los obispos —desde mi punto de vista— ya no predican ni defienden a San Pablo cuando habla de la familia?

—Pero retrógrado Autor «tradi», no se da cuenta de que San Pablo era un machista. Y claro, ¿cómo va un obispo a defender públicamente la enseñanza de San Pablo sobre la familia? Quite, quiete. Pero volvamos al asunto.

—Mire, mi apreciado Lector: en la película, la vida personal que lleva este padre no le deja otra opción que ser permisivo con su hija. Y esa permisividad la disfraza de apoyo a las decisiones de la de su hija que pasa por un momento de su vida (adolescencia) donde todo es una explosión de vaivenes de sentimiento. Lo que más desea el padre es evitar el conflicto y, así, deja en manos de otros (la tía de Ainara y el director espiritual) la formación y educación de su hija. Cuando unos y otros impulsan a Ainara a mantener relaciones sexuales, sólo entonces el padre monta en cólera. «Han pillado» a su hijita en la cama con un chico (menos mal, tal como está el patio podría ser con… aún tendremos que agradecerlo).

El estallido colérico del padre ante «la pillada» no es un acto de defensa de principios y moral católicos sino una reacción de impotencia y miedo. La autoridad del padre está basada en el control de las apariencias no en el amor y la guía moral y católica de su hija. Quiere controlar y mantener apariencias para los demás, porque para él no le importa que todos sepan la vida fornicaria que lleva. La exhibe orgulloso. Consecuentemente, ese estallido colérico es la muestra evidente de que es un padre que ha abdicado de su función. Y es que ni en el fondo ni en la superficie ni en las formas: sencillamente, el padre no es católico, y eso que se ha educado y formado en un colegio supuestamente católico.

Hasta aquí, ¿todo esto son los modelos que nos proponen (algunos expertos católicos e incluso algunas autoridades eclesiásticas)?

—A ver, retrógrado Autor «tradi», nadie está proponiendo nada, sólo recomiendan.

—Ya, ya, querido Lector, ya… Continúo…

Otro asunto relacionado con el padre es la cuestión económica. La verdadera prioridad del padre es la economía, pero no familiar sino del negocio. Esto es lo que realmente le importa. Lo viste de defensa del bienestar familiar (en el plano económico) y así aparece en un par de escenas: conversaciones tensas entre el padre, la tía y la abuela de Ainara sobre el préstamo para la reforma del restaurante y sobre el piso de la abuela puesto como aval para dicho préstamo. Pero en otra escena —en el restaurante— el padre se ufana, se enorgullece y va chuleando sobre lo bien y maravilloso que ha quedado el restaurante y lo bien que funciona ahora. La tía de Ainara le pregunta ¿cuánto ha costado? Entonces, el padre parece arrugarse y responde que el préstamo ha sido de… Lo dicho, un calzonazos.

Después de muchos «dires y diretes», el padre finalmente se posiciona con la voluntad de su hija de ser monja, pero ésa es una voluntad volátil —como ya he explicado— aunque en la película aparezca como decisión firme de Ainara con el apoyo de su padre.

—Pero, retrógrado Autor, ¿no ha visto usted cómo reza la chica?

—Precisamente, mi considerado Lector. Una de las palabras que más están en boca de la chica es «siento». Como ejemplo, una escena: en medio de una comida familiar los propios miembros de la familia provocan el desvelamiento de la «pillada» y, sólo entonces, el padre acaba gritando que ayer su hija quería ser monja y hoy se va de forniqueo. Con tal balance la pregunta es obligada: ¿hasta qué punto y durante cuánto tiempo el padre permanecerá apoyando las decisiones volubles de su hija? Si Ainara cambia de opinión o fracasa y sale del convento, el padre ¿volverá a caer en la incomprensión y la cólera o simplemente en la pasividad vestida de comprensión, que es una de las características de su paternidad?

Y en este punto entra Maite, la tía —tomen la palabra como quieran— de Ainara. Vamos por partes. La tía esta casada con un pobre hombre que ni pincha ni corta. Vamos, otro calzonazos. No sabemos si el pobre marido se ha educado en un colegio católico, pero a lo largo de la película su actitud denota desdén por la religión. Tampoco sabemos exactamente cuál es la dedicación del marido. Pudiera ser que estuviese preparando oposiciones, pero tampoco queda claro porque jamás se le ve con un libro en la mano. Desde luego Maite aparenta que es la persona sostén económico de este matrimonio, con un niño pequeño de por medio al que no hace ni caso. Quien realmente se cuida del niño es el marido de Maite.

—Retrógrado Autor: al menos, esto él lo intenta hacer bien.

—Al menos. ¿Tenemos que aplaudir?

Igualmente, podemos decir ante las fluctuaciones de su esposa en un constante «¿le quiero o mejor me largo?» El pobre hombre dice a Maite que él no se va a ningún lado, que siempre está ahí. Reconozco que éste es otro punto a su favor. Entre tanto, ella le insinúa la separación.

Por su parte, Maite sí que se ha educado y formado en un colegio supuestamente católico aunque ella es de un ateísmo militantemente odioso contra la Iglesia Católica. Comentarios, actitudes y temperamento de odio es el signo de identidad de Maite. Este personaje es el típico producto de la educación liberal católica impartida por centros que se denominan católicos, pero que de católicos apenas tienen el nombre. Colegios que no se diferencian en nada de los ateos institutos públicos.

Ella, la tía, es el producto fracasado de una educación burguesa no católica vestida de primera y última comunión (comunión de la hermana de Ainara). El cinismo de Maite y su hedonismo no son actos de liberación, sino la difusión de su propia insatisfacción permanente. Llevada por su liberal concepto de libertad, Maite se va de puterío y se lo restriega por la cara a su marido. La escena es patética. A altas horas de la noche, Maite llega de putear, despierta a su marido y se lo cuenta. El pobre marido aparenta no reaccionar, quiere seguir durmiendo y ya pensará en eso mañana. Pese a ser ateo, el pobre hombre me resulta simpático. Con una víbora como Maite… cualquier hombre cae simpático.

La tía Maite es la ausencia de límites, que se llama libertinaje y que es evasión e irresponsabilidad. Esto, los Modernos lo llaman transgresión (como expresión positiva). La tía encarna la reacción a un ambiente católico sólo de nombre y su ateísmo es el resultado directo de la praxis liberal religiosa y educativa de La Modernidad (tan condenada por los papas y denominada «compendio de todas las herejías», Pascendi 38). (Continuará)