«Creo que estamos entrando en una etapa maravillosa en nuestra literatura y en nuestra cinematografía», respondía Demián Rugna, director y guionista de Cuando acecha la maldad (2023), en la revista Rolling Stone al preguntarle sobre cómo veía el futuro del terror en Argentina. “Lo veo muy bien”. Y motivos tenía. Aterrados (2017), Los que vuelven (2019), El prófugo (2021) o La virgen de la tosquera (2025) son algunos de los títulos del rubro más destacados de los últimos años, y parecen estar cada vez más presentes en casas y festivales, en libros y plataformas. 

Hay hambre de terror en el mundo. Y, concretamente, de terror argentino, que a día de hoy está atravesando uno de sus momentos más dulces desde diferentes ámbitos y formas. Lectores de medio mundo devoran la bibliografía de Mariana Enríquez, que ganó el Premio Herralde con Nuestra parte de noche (2019); el filme Historia de lo oculto (2020) de Cristian Ponce se convirtió en un fenómeno inesperado, elegida por los usuarios de Letterboxd como la mejor película de terror de 2021; y Cuando acecha la maldad remató esta carrera de fondo coronándose en el Festival de Sitges como mejor película.

Por unas razones u otra, Argentina se ha convertido en un inesperado epicentro del terror mundial. Lo que comenzara como un tímido movimiento de género independiente, con slashers de serie B y cine de vampiros en blanco y negro, hoy da lugar a titulares en festivales internacionales y nombres como Demián Rugna o Laura Casabé, que copan portadas y podcasts a partes iguales. Lejos de ser un éxito aislado, el nuevo cine de terror argentino es ya un fenómeno en desarrollo. Una ola de miedo que combina lo sobrenatural con lo rural y lo político con leyendas del más allá.

Esta nueva lectura del cine de terror no busca copiar el modelo hollywoodiense, donde el terror suele representar lo otro, el invasor, la amenaza externa, lo de fuera; sino resignificar el miedo desde el sur del mundo, proyectando en los cines un temor verosímil, cercano, simbólico y, sobre todo, profundamente humano de lo que nos rodea.

El terror hecho cine

Fue en 2017 cuando Aterrados, de Rugna, marcó un claro despunte en el género. Este filme ya vaticinaba un cambio en el tono y en la temática de este nuevo cine de terror. Aquí el horror no manaba de la fantasía o lo intangible. Más bien, de lo cotidiano —una calle de Buenos Aires, un pequeño barrio, un vecino cualquiera, la sensación de que algo no va bien— y del malestar general.

Pero Demián Rugna no es el único. Existe toda una generación de directores que ha encontrado en este particular género una forma de plasmar, o enfrentar, la realidad social de un país. Muy de cerca siguen esta corriente Alejandro Fadel y su Muere, monstruo, muere (2018), una extraña joya ambientada en los Andes, donde su monstruo no es sino la culpa, la represión y el delirio colectivo de un lugar; o Laura Casabé con Los que vuelven (2020) y La virgen de la tosquera (2025), esta última basada en el cuento homónimo y El carrito de Mariana Enríquez, pertenecientes al libro Los peligros de fumar en la cama (2009).

En la cara opuesta de la moneda se hallan cineastas como Daniel de la Vega, que han apostado por un terror más clásico y gótico, en la línea de aquellos primeros años del rubro argentino, con películas como Necrofobia (2014) o Soy tóxico (2018).

En otra línea encontramos a Natalia Meta, que exploró el miedo desde lo psicológico en El prófugo (2021), un thriller sensorial que combina lo freudiano con lo onírico; a Fabián Forte, con Legiones (2022); o a Cristian Ponce con Historia de lo oculto (2020), que mezcla conspiraciones políticas y magia negra.

No obstante, este auge no es casual. A partir del año 2000, el incremento global de esta estética del terror, impulsada por figuras como Guillermo del Toro y películas como El laberinto del fauno (2006), contrastó con la escasa atención académica hacia América Latina dentro de este fenómeno.

La investigadora Carina Rodríguez, en su libro El cine de terror en Argentina: producción, distribución, exhibición y mercado, desmonta el mito de que un país con una historia marcada por el terror real no necesita ficción de horror. Muy al contrario, Rodríguez demuestra, con datos y contexto histórico, que «una década (a partir del año 2000) bastó para poblar la producción nacional con casi cien largometrajes de zombis, asesinos y vampiros, superando en poco tiempo la marca histórica de alrededor de 30 filmes en 70 años de historia». Se dice pronto.

De la literatura a la gran pantalla

Aunque no podemos negar que, si el cine de terror argentino está viviendo su edad dorada, es porque se sostiene sobre una tradición literaria que ya había explorado el lado oscuro de lo cotidiano. Autores como Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo o Adolfo Bioy Casares ya habían abierto un camino hacia ese particular terror que más tarde terminarían de fraguar Samanta Schweblin o Mariana Enríquez, siendo esta última la que ha comenzado a dar forma real a una nueva sensibilidad.

Sus exitosos libros Las cosas que perdimos en el fuego y Nuestra parte de noche han convertido el horror en un espejo del dolor social. Sus personajes, siempre inquietantes e incómodos, conviven en una Argentina que parece poseída por sus propios fantasmas. Una atmósfera que da la sensación de impregnarlo todo, también en la pequeña y gran pantalla. Un ejemplo de esto lo podemos ver en la fórmula de lo que será Mis muertos tristes, la nueva miniserie de terror de Netflix basada en el cuento homónimo de Enríquez, que está ya en camino y verá la luz en 2026.

Para los lectores y espectadores, este nuevo cine de terror argentino resulta especialmente atractivo porque ofrece algo distinto. Traduce el miedo a los monstruos y fantasmas en el horror de lo social, de lo político y de lo moral. Es, sin duda, un mapa heterogéneo el de esta nueva generación que tanto promete, pero sin alejarse de un nexo común e inalterable: narrar el miedo desde lo cercano.

En este sentido, Rugna dice que no subestima al espectador, que no explica lo inexplicable, que no lo salva. Se agradece. Esa negativa es, precisamente, su declaración de guerra: el terror no proviene de fuera. Y quizá sea eso lo más argentino de todo: un país en el que el pasado no deja de volver, y en el que el monstruo más terrorífico sigue siendo humano.