Tras su paso por el Festival de Sitges ya está disponible para alquiler en plataformas Monster Island, la cinta ambientada en el Pacífico, 1942. Un soldado japonés y un prisionero de guerra británico se encuentran varados en una isla desierta, perseguidos por una criatura mortal. Dos enemigos acérrimos deben unirse para sobrevivir a lo desconocido.
CRÍTICA DE «MONSTER ISLAND»
Cuando se anunció la película en 2023, con apenas dos fotos promocionales y cero pistas sobre su argumento, los aficionados al género no tardamos en hacer lo nuestro. Especular. Precipitarnos. Coser un disfraz con cremallera sobre otro disfraz con cremallera. Uno más reconocible y cercano. De pronto, en todas partes se hablaba del ictioide de “Orang Ikan” como un remedo del monstruo de la Laguna Negra. Un Gillman malayo. Bastó una escueta declaración del productor, Eric Khoo, confeso admirador del clásico de Universal, para dar por sentada la correlación. Tampoco faltaron, por supuesto, quienes se lanzaron a fantasear con conexiones lovecraftianas, arañando lazos de sangre con los Profundos de Innsmouth. La cultura asiática, incluso en su efervescencia occidental de mediados del siglo XX, sigue llena de “lagunas” —perdonad el chascarrillo— para muchos de nosotros, de ahí que sigamos tropezando en las mismas piedras cuando entran en juego las asociaciones automáticas. “Orang Ikan” no remite a ninguna figura de la ficción occidental, sino que emerge de las aguas del folclore indonesio. Un críptido, como Bigfoot o Mothman, pero sin gozar de su popularidad a este lado del charco. Mike Wiluan, director y guionista de esta coproducción entre Indonesia, Japón e Inglaterra, asegura haberse inspirado en relatos de soldados y marineros que se remontan a 1940, en los que se describen avistamientos de un Orang Ikan (Hombre-Pez) en las islas Kai, al este de Indonesia.
La premisa es sencilla: en 1945, durante la Segunda Guerra Mundial, un soldado británico (Callum Woodhouse) y un traidor japonés (Dean Fujioka) encadenados tras sobrevivir al hundimiento del buque donde iban a ser ejecutados, terminan en una isla selvática donde no sólo deben aprender a tolerarse para sobrevivir a las duras condiciones, sino también al asedio de un misterioso depredador anfibio.
Leído así, puede que os venga a la memoria el prólogo de “Kong: La Isla Calavera” (2017), donde ocurre exactamente lo mismo, coma por coma. Un prólogo que, dicho sea, es un ripoff descarado de “Infierno en el Pacífico” (1968), pero esa es otra historia. Afortunadamente, la semejanza no va más allá de la premisa. Desafortunadamente, el grueso del metraje no se libra de otros parecidos razonables, igual de cercanos, como es el caso de “Sweetheart” (2019), con la que comparte todo, excepto sus aciertos.
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Teniendo en cuenta que el peso de la película recae en la relación forzada entre ambos soldados, el guion tenía en bandeja la posibilidad de explorar las regiones más oscuras de la condición humana: conflictos bélicos, identidades fragmentadas, ideologías enfrentadas, tensiones culturales… Y no sólo como subtexto decorativo, sino como sustancia dramática, entretejido en la dinámica de supervivencia. Pero Wiluan elige no implicarse: ni emocionalmente, ni intelectualmente, ni narrativamente. Esto no es “Enemigo mío” (1985), para que nos entendamos. Ni la barrera del idioma ni la desconfianza generan rifirrafes entre el británico y el japonés que sobrevivan más allá de los primeros compases. Lo que sigue es una sucesión mecánica de emboscadas, persecuciones, escaladas y refriegas con soldados que remiten más a la escenografía de un videojuego tipo “Uncharted” o “Tomb Raider”, aunque, irónicamente, menos cinematográficas en términos de espectáculo y aventura.
Sin suspense, sin carga dramática ni coreos de acción memorables, sólo quedan dos aspectos a considerar: la ambientación y el monstruo. La película transcurre casi íntegramente en exteriores rodados en las playas de Sukabumi, cuya exuberancia maquilla en buena parte la pobreza narrativa. No diré que la isla es un personaje más, pero desde luego, tiene más presencia que los protagonistas. En cuanto al reclamo principal, el Orang Ikan, aunque apenas es un accidente en la historia, cuenta con suficiente tiempo en pantalla como para que los amantes de los monstruos no se queden con las ganas. Cabe destacar que su diseñador, Allan B. Holt, no es ningún novato: su bestiario incluye criaturas de títulos como “Pandorum”, “The Burrowers”, “Itsy Bitsy”, “Underworld” o la saga “Skyline”, entre muchas otras. Al hombre-pez le sientan bien los FX prácticos, aunque por momentos el traje de goma con cremallera a la espalda no sea del todo convincente. Es lógico que la ristra de aberraciones digitales vomitadas por Syfy, Shout o Asylum en plataformas de streaming hayan provocado una desconfianza generalizada hacia el CGI, pero ya hemos visto películas que demuestran lo contrario. Esta polémica empieza a oler a rancio. Por descontado, no esperéis trasfondo, introspección ni complejidad emocional en el monstruo. Esto no es “La forma del agua”, aquí no hay romances ni tragedias, sólo extremidades y cabezas arrancadas de cuajo. Todo bien con eso.
“Orang Ikan”, o “Monster Island”, no es una mala opción como entretenimiento ligero. El problema viene cuando lo ligero se convierte en liviano, y lo liviano en insustancial. La ligereza, en ocasiones, no es una virtud, sino un síntoma: cuando la historia exige densidad, la película responde con ausencia. De carácter, de ambición, de personalidad. Una oportunidad perdida, aunque por fortuna, hay más peces en el mar.
Por Jedediah.
