lunes 17 de noviembre de 2025
Hay películas que nacen de un proceso tradicional y otras que surgen casi de un acto de fe colectivo. La muerte de un comediante (2025) pertenece a esta segunda categoría: una obra que no solo narra un viaje emocional, sino que también es fruto de un trayecto inusual detrás de cámara. Lo que comenzó como una idea de Diego Peretti en 2018 terminó convertido en el más reciente largometraje de Orsai Audiovisuales, esta vez rodado entre Buenos Aires y Bruselas y financiado por una comunidad de productores que acompañó de cerca todo el proceso. Ese espíritu artesanal, colaborativo y transparente se cuela en el resultado final.
En la ficción, Juan Debré recibe un llamado que le confirma lo peor: una enfermedad terminal marcará su final. Pero lejos de derrumbarse, reacciona aferrándose a un deseo íntimo, casi secreto: reencontrarse con el héroe del cómic que lo formó. Ese héroe no es un simple guiño nostálgico, sino la raíz emocional del personaje, la figura que le dio identidad y propósito y que todavía lo acompaña como una sombra persistente. Peretti y Beltramino entienden que ese vínculo —entre un actor exhausto y un personaje de tinta— es el corazón del relato, y lo abordan con una sensibilidad que evita cualquier subrayado: no hay discursos grandilocuentes ni monólogos lacrimógenos, sino silencios cargados, miradas que funcionan como confesiones y un protagonista que avanza como si cada paso fuera una pregunta sin responder.
Cuando Debré decide cruzar el océano y viajar de Buenos Aires a Bruselas, la película encuentra su centro emocional. El viaje físico es también un viaje interior, una mudanza espiritual donde la geografía se transforma en estado de ánimo. Bruselas —cuna del cómic, luminosa y melancólica al mismo tiempo— opera como un territorio de transición donde Debré empieza a despojarse de la máscara del comediante (literal y metafóricamente) y a enfrentarse con aquello que evitó durante años. Las calles europeas, los encuentros nuevos y las luces que lo envuelven funcionan como catalizadores de una transformación silenciosa. No es casual que los directores hayan dicho que el inicio en la piscina y el regreso a esa misma imagen simbolizan que “todo es el flashback que él vive de lo más valioso que tiene en la vida”: esa idea circular atraviesa toda la obra y refuerza la sensación de que cada escena es un recuerdo que termina de asentarse.
La película despliega una apuesta visual notable. Peretti y Beltramino trabajan con un registro estilizado, con encuadres que achican al protagonista frente al mundo y una paleta cromática que dialoga con el universo gráfico que moldeó su identidad. La muerte de un comediante no se apoya en diálogos extensos, sino en atmósferas y silencios. La música —que por momentos evoca la sensibilidad emocional de trabajos previos de Peretti como Tiempo de valientes (2005), sin imitarlos— acompaña con sutileza, reforzando el estado interno del personaje sin imponerse. Es un cine que confía en la pausa, en la respiración, en las miradas sostenidas y en la fragilidad como forma narrativa.
Hay un quiebre tonal que vale señalar: el primer acto coquetea con un humor más liviano, incluso algo disparatado y satírico, mientras que el desarrollo y el desenlace derivan hacia un clima más íntimo, contemplativo y melancólico. Esa transición puede resultar abrupta para algunos espectadores, pero acompaña el arco emocional de Debré: un hombre que empieza refugiado en la comedia —como siempre lo hizo— y termina enfrentando su verdad sin artificios. En Bruselas, los jóvenes que conoce funcionan como espejos involuntarios que lo ayudan a redescubrir su humanidad sin forzar el dramatismo.
La muerte de un comediante es una película sobre la identidad, la memoria emotiva y el deseo de reconciliarse con lo que uno fue. Pero también es el resultado de un proceso creativo singular, donde una comunidad acompañó cada paso y donde Peretti —actor, guionista y director— entrega su película más íntima. No busca épica ni golpes bajos, ni pretende convertirse en comedia ligera o drama solemne. Propone otra cosa: mirar hacia adentro y preguntarse quién queda cuando el personaje finalmente se cae. La respuesta, luminosa y triste al mismo tiempo, convierte esta experiencia en un relato que trasciende su anécdota.