Sobre La Cosa (The Thing) de John Carpenter se ha escrito mucho: la paranoia que infecta a los protagonistas en la base antártica, los horrores lovecraftianos que emergen en cada mutación, la interpretación inolvidable de Kurt Russell, o incluso referencias y guiños a Erich von Däniken. Sin embargo, se habla mucho menos de la criatura en sí, la mismísima Cosa, de ese ser mutante que aterrorizó a toda una generación de espectadores, y sobre todo a su creador: Rob Bottin. Con apenas 22 años y un presupuesto ajustadísimo, Bottin dio vida a una de las criaturas más icónicas del cine de ciencia ficción, pero ese empeño casi le cuesta la vida.

El trabajo de Bottin en La Cosa es legendario. Asumió la responsabilidad de crear todos los efectos prácticos de las grotescas mutaciones alienígenas, desde el perro que se transforma hasta los cuerpos humanos retorcidos y desmembrados. Durante más de un año, Bottin prácticamente vivió en el estudio, obsesionado con que cada criatura fuera no solo convincente, sino aterradora en su máxima expresión. Su pasión era tal que el propio director John Carpenter ha recordado en una estupenda entrevista publicada por Fangoria cómo el joven artista se sumergió por completo en su creación, con tal intensidad que llegó a rozar la autodestrucción física y mental.


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Una obra maestra incomprendida

Cuando La Cosa se estrenó en 1982, la respuesta de crítica y público fue fría. En un verano dominado por E.T. y la moralidad conservadora de la época, la película de Carpenter fue acusada de excesiva violencia y de recrear imágenes desagradables «por el gusto de la atrocidad», según medios como Newsweek. Las mutaciones del alienígena, en particular, fueron objeto de las críticas más duras; muchos consideraron los efectos especiales grotescos, incluso innecesarios, comparando las creaciones de Bottin con un exceso de barroquismo macabro. A pesar de ello, esos mismos efectos, hoy, se consideran revolucionarios y esenciales para la inmersión en el universo de Carpenter.

La verosimilitud de la criatura era fruto de un esfuerzo titánico de Bottin

Lo que muchos críticos no entendieron en su momento es que la verosimilitud de la criatura era fruto de un esfuerzo titánico de Bottin. Cada miembro retorcido, cada ojo saliendo de su órbita o cada mandíbula imposible, era resultado de un trabajo artesanal que combinaba ingenio mecánico, maquillaje, látex y animatrónica. No había CGI: todo debía parecer real, y cada transformación debía causar terror porque debía mostrarse, ante la cámara y ante los personajes, de manera creíble. Recordad esa máxima del cine de ciencia ficción: si no te crees los efectos, no te crees la película.

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Bottin posando junto a una de sus creciones para La Cosa. Foto: The Kobal Collection

Un precio casi mortal

El compromiso de Bottin con la criatura no conocía límites. Durante meses, trabajó jornadas maratonianas, llegando a trabajar semanas enteras de manera continuada y durmiendo en su propio taller. La intensidad del trabajo pasó factura rápidamente. Coincidiendo con la finalización del rodaje, Bottin sufrió una neumonía doble y una úlcera sangrante que requirió hospitalización inmediata. El joven prodigio de los efectos especiales había llevado su cuerpo al límite para que la película alcanzara la visión que Carpenter había imaginado.

Carpenter, consciente de la gravedad de la situación, tomó decisiones drásticas. Algunas secuencias, como la del perro mutante que da inicio al terror en la base antártica, tuvieron que ser completadas por el legendario Stan Winston, ya que Bottin estaba demasiado enfermo para continuar con las pocas escenas de efectos que hubo que retornar o terminar. Sin embargo, incluso con la intervención de Winston, la mayor parte de los efectos que aterrorizan al público llevan la impronta del joven artista, que sacrificó su salud por la perfección.

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Pesadillas y obsesión creativa

El agotamiento físico no fue el único coste. Bottin confesó años después que sufría pesadillas recurrentes con las criaturas que estaba creando. Dormía mal, soñaba con miembros retorciéndose, cuerpos que mutaban en formas imposibles, y fluidos que se extendían como con vida propia. El nivel de inmersión psicológica alcanzado era tal que, durante meses, el joven artista vivió atrapado entre la creación y el horror, sin poder separarse de la carne retorcida que cobraba vida bajo sus manos.

Bottin confesó años después que sufría pesadillas recurrentes con las criaturas que estaba creando

Estas pesadillas no eran simples exageraciones: reflejaban el impacto de un trabajo extremo sobre la mente humana. Estar rodeado constantemente de maquetas grotescas, sangre artificial y órganos falsos, sumado a la presión de un estreno inminente y la necesidad de innovar, convirtió la creación en una experiencia límite. Bottin no solo estaba fabricando efectos especiales; estaba viviendo en el mismo universo de terror que quería trasladar a la pantalla.

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Hoy, más de cuarenta años después, el trabajo de Bottin se ha reivindicado plenamente. La Cosa es considerada una obra maestra del cine de terror y ciencia ficción, y los efectos de la criatura son uno de sus elementos más celebrados. La meticulosidad con la que Bottin construyó cada criatura y cada efecto, su capacidad para combinar grotesco y fascinante, y su fidelidad al espíritu de la historia original de John W. Campbell han sido reconocidas como un hito que influiría en décadas de cine de género.


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La ambigüedad de la criatura, su constante cambio de forma, su morfología fluida y su capacidad para infiltrarse en los cuerpos humanos, es hoy un referente en la historia del terror cinematográfico. Los espectadores contemporáneos pueden maravillarse ante la perfección de cada transformación, pero pocas veces se recuerda el precio humano que tuvo que pagar Rob Bottin para que esa perfección cobrara vida: su salud, sus noches de sueño y su propia tranquilidad mental. Sin su entrega absoluta, muchos de los momentos más inolvidables del cine de horror moderno simplemente no existirían.

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