La casa del Flaco tiene tantos recuerdos que servirían para escribir un libro. Las paredes están forradas de fotografías. Casi todas son del fotógrafo de Mula (Murcia), de setenta y cinco años, que hundió sus raíces en València, pero también hay alguna de otros, como el mítico retrato del Che de su amigo Alberto Díaz ‘Korda’. En el recibidor llama la atención un azulejo con mucha guasa: «La Constitución protege cada rincón de esta casa». El pasillo desemboca en un salón comedor donde entra la luz del Mediterráneo a chorro y donde reina una foto enorme del malecón de La Habana. José García Poveda, que así se llama el Flaco, tiene un vínculo muy fuerte con Cuba, y en otra pared sonríen dos niños mulatos sentados también en el malecón. No hace mucho, gracias a las redes sociales y sus pequeños milagros, consiguió contactar, treinta años después, con aquellos niños, y ya está buscando las fechas para viajar de nuevo a Cuba y repetir la foto con aquellos chavales convertidos en adultos.
El Flaco vino a València de joven, en 1969, a estudiar Económicas en la Universitat de València. Ya no volvió. No acabó la carrera y, a los dos años, se puso a trabajar en un bar del Carmen. Después, en una imprenta. Luego vino la fotografía y su trabajo para diferentes medios, pero, fundamentalmente, para la cartelera Turia. Durante esos años, entre 1986 y 2019, se convirtió en el retratista de la ciudad. Actores, cantantes, pintores, políticos, pedigüeños, golfos y gente de toda calaña posaron frente a su objetivo y él supo sacarles la esencia.
Su ojo es único
Ahora, a la vejez, con setenta y cinco años llevados de manera espléndida, sigue yendo a presentaciones y actos con su chaleco de fotógrafo y su cámara colgada del cuello. Siempre sale así a la calle. Y cada día rescata viejas fotografías para compartirlas y recordar momentos del pasado con sus seguidores en las redes sociales. El disco duro del Flaco es una joya que él administra con generosidad. El comedor se asoma al mar y a la luminosa playa de la Malvarrosa. Aquí suena una radio con noticias y en la mesa, junto al ordenador, hay abierta una lata de cerveza. Entonces el Flaco, con vaqueros y deportivas, perfumado con alguna colonia fresca, de las de toda la vida, abre su ordenador y empieza a mostrar fotos del pasado.
Unos días atrás, durante sus conciertos en el Roig Arena, Joaquín Sabina le dedicó una canción a su amigo el Flaco. El fotógrafo recuerda la primera vez que se encontraron en València, por mediación del periodista Alfons Cervera, en 1983. El muleño rastrea en su archivo en busca de esas primeras fotografías de aquel cantante cuarenta años más joven que le mira mientras se toma una cerveza. «Era un chiquillo», dice con ternura. Luego aparecen imágenes de ellos dos en momentos íntimos. «¡Qué jóvenes estábamos, joder!». Inmediatamente saca las fotos que le hizo al final de su último concierto. «Se despide con una cara muy triste. Le he mandado las fotos a su mujer».
La relación ya es añeja y el fotógrafo cuenta que los últimos años, cuando el artista viene a València, solo habla con la mujer, porque esta obliga al cantante a guardar silencio, para cuidar la voz, durante todo el día. «Siempre que viene me dedica una canción. La vez anterior le llevé un libro de Miguel Hernández. Me llamó su mujer porque él no habla por teléfono y me dijo que cuántas entradas quería. Le pedí tres, porque mi hija, que tiene veinte años, me dijo esta vez que quería verlo».
El Flaco, así de inmenso es su archivo, saca una foto de cada persona de la que habla. Ahora muestra un retrato que le hizo a su hija a la vuelta de uno de esos días de voluntaria en la Dana. Se aleja del pasado y se instala en el presente. ¿Cómo no anclarse en los recuerdos de la Dana? Su memoria fotográfica la almacena, por duplicado, en un par de discos duros. «Que te juegas perder décadas de fotografías». Ahora le da por sacar fotos de la Dana. Las que hizo cuando los voluntarios cruzaban en masa por el puente. «Si no llega a ser por la solidaridad de la gente, aquello no lo vacían de barro. Yo le puse el nombre. Al principio lo quisieron llamar el puente de la esperanza y yo le puse el puente de la solidaridad y se quedó. Lo de la gente fue emocionante de verdad». El Flaco sigue su picoteo fotográfico y ahora llena la pantalla del ordenador con el cómico Xavi Castillo, en la puerta de su taller de Picanya destrozado por la barrancada.
Si con Sabina se ha llevado bien, con Pepe Rubianes (1947-2009) tuvo una bonita amistad. Juntos viajaron a lugares como Kenia o Egipto. Del disco duro salen fotos prohibidas con el cómico «galaico-catalán», como le gustaba decir cuando se subía al escenario. También otras más normales, siempre sonrientes, en Mombasa o El Cairo. «Nos hemos reído mucho. Fue una pena que se muriera, porque era muy divertido», cuenta con un punto de melancolía. Aunque de lo que se está riendo, en realidad, es de una broma que le gastó él a Rubianes aprovechando una carta que le enviaron en cierta ocasión de la Casa Real. El Flaco llamó a un sobrino y le pidió que fuera al teatro Olympia y le entregara al comediante una supuesta invitación para ir a la Zarzuela a una recepción con el rey Juan Carlos. Al acabar la función, como todas las noches, el fotógrafo lo recogió y se lo llevó al Negrito a tomar una copa. Al llegar, Rubianes le soltó: «Mira, tío, me ha escrito el rey para que vaya a verle. Que le den por culo, yo no pienso ir». El Flaco aún se desternilla recordando aquel enredo. Cada recuerdo de Rubianes le arranca una carcajada, como la anécdota del día que los echaron de la catedral de Santiago porque el actor se puso de rodillas delante de un confesionario mientras pedía a gritos que le perdonaran sus pecados.
Lo de Flaco viene de lejos, de cuando un amigo al verle siempre rascarse la cabeza, le dijo que le recordaba al personaje que interpretó Stan Laurel en las películas de El Gordo y el Flaco. «Eso me lo puso Pellicer, uno del ‘zoo loco’. Éramos unos activistas radicales. Hicimos cada una… Pero eso no se puede contar».
Sus fotos de Rita Barberá, con aquellas muecas tan histriónicas, siempre causaban sensación cuando aparecían en las páginas de la Turia, la cartelera que azotaba sin piedad a la alcaldesa de València. El Flaco dice que ella había días que le saludaba y otros que no. Entonces pincha dos veces en una miniatura y aparece Rita Barberá en el balcón del Ayuntamiento, en una mascletà, junto a un joven Paco Camps y Mariano Rajoy, eufórico, dando un gran salto. Luego saca otra de cuando tomó posesión como alcaldesa mientras le observa, muy joven, un Camps con la raya a un lado.
El Flaco también entabló amistad con Alberto Korda (1928-2001), el autor del archifamoso retrato del Che Guevara. Se conocieron en uno de los numerosos viajes a Cuba del fotógrafo español. Del disco duro sorprende una foto de Korda en la estación de autobuses de València, de cuando vino a la inauguración de una exposición suya organizada por su amigo. Luego saca otra de un cumpleaños de Korda con solo cuatro invitados: el Flaco y sus tres exmujeres. Ahora la sorpresa es la imagen del fotógrafo con el pelo rubio por una broma que quiso hacer y de la que luego se arrepintió. «No fui a ver a mis padres hasta que me creció el pelo». De otro retrato con Korda, el Flaco cuenta que esa foto se la hizo el periodista José Luis Balbín (1940-2022).
Al Flaco le gusta recordar cómo conoció a Korda. «Fue por una mujer, en 1990. Al volver de Nicaragua, como no había vuelos a España, tenía que hacer una escala de dos días en La Habana. Nos hicimos amigos de dos franceses que se querían ligar a mi amiga. Yo estaba en un hotel frente al malecón y ella me pidió que la acompañara. En la cena, además de los franceses, estaba Korda, y ahí fue donde le conocí. Al día siguiente era el veinticinco aniversario de la foto del Che, y cuando me llevaba al aeropuerto, me dijo: «Flaco, ¿y por qué no te quedas aquí quince días conmigo?». Así que llegamos al aeropuerto, cambié mi pasaje y me quedé. Fue muy bonito».
La última vez que vio a Korda fue cuando viajó a Cuba en noviembre de 1999, para asistir a la Cumbre Iberoamericana. «Él murió en 2001 y ya no volví a coincidir con él. La hija contó que cuando fue a abrir la caja fuerte, estaba llena de cajas de Viagra porque su última novia tenía veinte años». Estalla en una carcajada. Es imposible que no surja el comentario de lo bien que se lo ha pasado en esta vida. Él hace una mueca. «Ha habido de todo, pero sí, se puede decir que no me he aburrido».
Sin venir a cuento, el Flaco cuenta que tiene un Kalashnikov. «El día que perdieron las elecciones los sandinistas en Nicaragua le quitamos un Kalashnikov a uno de los contras (los contrarrevolucionarios) que se había muerto. Luego, una noche iba por Managua en la moto con un periodista y como tenía frío pasamos por casa a coger una chaqueta. Le dije que abriera el armario y cogiera algo de abrigo sin acordarme de que allí estaba la mochila del contra. La vio y me pidió que nos hiciéramos algunas fotos con el arma».
Una vida inesperada para el hijo de un alcalde franquista de Mula, un pueblo del interior de Murcia. Nadie podía pensar que aquel chaval acabaría codeándose con todos los artistas que pasaban por València. Muchos llamaban a la Turia en mitad de una comida y al rato aparecían por el restaurante un redactor y el Flaco, que hacía las fotos que le daba la gana. El ordenador se convierte en la chistera de un mago y de ahí empiezan a salir Pedro Almodóvar, David Lynch, Fernando Trueba… El hombre pegado a una cámara deja entrever con sus comentarios que era muy detallista con ellos y le gustaba llevarles fotos o libros.
El Flaco también era el mejor cicerone de la València nocturna y a los actores, cantantes o pintores les encantaba que el fotógrafo los llevara al Negrito o a La Marxa hasta las tantas, que entonces no había hora de cierre. De su primer encuentro con Sabina, el murciano recuerda que después del concierto les abrieron un bar de hamburguesas para cenar, porque el cantante era socio de ese negocio junto a uno de Los Inhumanos.
Al lado de la mesa donde va buscando fotos hay una pequeña mesa de centro llena de cámaras antiguas sobre una bonita alfombra roja con un estampado dibujado por Mariscal. En esa pared hay una foto del Flaco, joven y guapo, metido en la cabina de una avioneta sin alas. «Eso fue en el Sáhara; era el avión de El Principito».
El disco duro ya está abierto en canal y sale su amigo Angelito, el de la Torna, que le hizo socio del bar, y Tony Benet, el cantante con veinte premios Grammy. «La verdad es que me posaban y hacían lo que les decía». Luego vienen una leonina Tina Turner, Tomatito, y su quiosquero de la calle Turia hablando por la calle con un teléfono antiguo en un montaje urdido por el Flaco, que siempre ha sido un guasón. «La montamos cuando empezaron a verse los móviles por la calle». No falta el fotógrafo de los fotógrafos, Sebastião Salgado, en una paella que hicieron para la gente. «Yo no sabía que estaba aquí y me lo encontré por la calle. Sale en la foto con la fotógrafa Mónica Torres».
El Flaco se va a la erre y aparecen Rosita Amores, Rostropovich, Rocío Jurado, Ripollés, Raimon, el dueño de Railowsky… Está claro que le hacía una foto a todo el que pasaba por València.
No faltan fotografías de las delirantes e intensas fiestas de los Premios Turia, famosas en la ciudad. En la repisa de una estantería del comedor está el Halcón Maltés que daba la cartelera como trofeo. Él se ganó el suyo.
Ajeno a la entrevista, Chiqui, su perro, lleva media mañana dormitando en una camita que tiene al lado de la alfombra. Es un regalo de su suegra a su hija, pero pasa el día con él. «Es muy tranquilo», suelta El Flaco mientras abre una foto del cantautor y actor Ovidi Montllor haciendo cuernos. «Nos hicimos muy amigos». Luego vuelve con los perros para rememorar que tiempo atrás tuvo otros: Ona y Nero, al que una vez vistió de fallero y lo sacó en la portada de la Turia: «Me lo llevaba en el coche, se asomaba por la ventanilla y la gente flipaba». Hubo un modisto que se negó a hacerle un traje al chucho. Nero ya había salido en otra portada antes, cuando lo beatificaron para burlarse de la beatificación de monseñor Escrivá de Balaguer.
El comedor, además de fotos, está lleno de libros. Hay de todo: novela, ensayo, libros de fotografía… El Flaco cuenta que la foto que más le emociona es la de los niños del malecón. En un estante también hay otras, más antiguas, en blanco y negro, de sus padres y su suegra con la fundadora de Casa Carmela, que es de la familia. Él no para de hablar y de abrir carpetas. De una salen unas fotos, con él en medio, en La Marxa, un templo de la historia noctámbula de la ciudad. «Eso es que alguien diría: «Dame la máquina y ponte tú»».
El Flaco no para de abrir fotos. Ahora se enternece al ver a Maribel Verdú, siendo aún una niña, posar tan modosita en los bancos de la avenida del Regne de València. «Son las primeras fotos que le hice. Era una chiquilla todavía. ¡Mira qué guapa era!». Hay que frenarle. El Flaco se embala y va mostrando más fotos. De Vázquez Montalbán, del fundador de Médicos Sin Fronteras, de Pepe Sacristán… El disco duro es un pozo sin fondo. Patrimonio de València. Ese es el valor de este modesto fotógrafo que dejó Mula de joven para irse a estudiar Económicas a València y a quien la vida le fue poniendo en el camino con un chaleco sobre los hombros y una cámara sobre el pecho. Siempre con los ojos bien abiertos.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 131 (noviembre 2025) de la revista Plaza