Durante los últimos ocho meses, el artista británico David Shrigley ha ocupado su tiempo en el enredado propósito de recolectar diez toneladas de cuerda vieja de puertos, escuelas de escalada, alpinistas, empresas de limpieza de cristales, parques eólicos… Queda ahora la tarea más compleja, el culmen de su obra: venderla, en su conjunto, por un millón de libras (1.133.000 euros).
Primero dará a conocer su montaña de cuerda usada en una galería del barrio londinense de Mayfair. Allí también depositará la esperanza de venderla, de encontrarle un nuevo hogar que aprecie su arte, una colección privada, una institución o una fundación que quiera apreciar a diario el interminable tejemaneje.
La obra de Shrigley en realidad representa la complejidad del arte, del valor que estamos dispuestos a dar a unas obras y cuánto pagaríamos por unas ideas, mientras que otras desechamos otras. Recordamos, por ejemplo, el plátano pegado con cinta a una pared de Maurizio Cattelan que se vendió en Shoteby’s por 6,2 millones de dólares (en torno a 5,4 millones de euros). ¿Por qué eso sí, y 10 toneladas de cuerda no?
“Un objeto intrigante en sí mismo”
“Es una instalación que carece de estética, pero al mismo tiempo resulta imposible ignorar su componente estético; la cuerda se convierte en un objeto intrigante en sí mismo”, intenta explicar Shrigley sobre su obra. “Tienes diez toneladas de arte contemporáneo; por su peso, representa una excelente relación calidad-precio”, ironiza.
Como sea, la obra ya está expuesta en la galería Stephen Friedman de Londres, donde uno podrá perderse en los caóticos pensamientos que deja la enmarañada obra de Shrigley. “Probablemente me iría mucho mejor dedicándome solo a pintar, pero crear este tipo de obras y tener este tipo de conversaciones forman parte del placer”, ha señalado el artista en The Art Newspaper.
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