A los doce años, Björn Borg (Estocolmo, 1956) se desquició por última vez en una pista de tenis: se marchó tirando la raqueta al suelo, fuera de sí, y acabó suspendido por su club toda la temporada de invierno. «Supongo que fue entonces cuando … decidí que nunca más mostraría emoción alguna durante un partido», cuenta el extenista en sus memorias, que ha titulado ‘Latidos’ (Alianza) y son crónica de una existencia vertiginosa en el éxito y el fracaso y la supervivencia. En muchos sentidos, Borg vivió la vida al revés: fue un adulto en la adolescencia, y un niño en la adultez. A los quince años jugó su primera Copa Davis, a los dieciocho levantó su primer Grand Slam (Roland Garros), con veinticinco ganó una de las finales más icónicas de la historia del tenis (Wimbeldon 1980, contra John McEnroe) y con veintiséis se retiró, dejando tras de sí una leyenda de hombre de hielo y unas cifras mareantes: once Grand Slams, ciento nueve semanas como número uno del mundo y el título oficioso de primera superestrella de la historia del tenis. Lo que ocurrió después fue un descenso a los infiernos que no esquiva en sus memorias. Tampoco en esta conversación.
—Entonces, ¿qué ocurrió aquel día, con doce años?
—Había hecho trampas, me había comportado fatal. El club llamó a mis padres y tuvieron una reunión. Les dijeron: tenemos que suspender a su hijo durante seis meses. Cuando volví tomé la decisión de no volver a hablar en una pista. Ahí empezó todo.
—¿Era merecido el apodo de Iceborg o era una exageración?
—En cierto modo, sí, era merecido. Me lo pusieron cuando llegué a Wimbledon. Los demás jugadores estaban muy irritados conmigo porque no mostraba ni una sola emoción con mis gestos. Pero claro que las tenía. Aprender a ocultarlas es algo que me llevó años. Al final, controlaba perfectamente mis emociones. Sabía perfectamente qué hacer y qué no hacer en la pista.
—Fue un talento muy precoz: ya era profesional siendo adolescente. ¿El precio a pagar fue la juventud?
—A los quince años tuve que dejar el instituto, que me encantaba: me gustaba estudiar, y tenía grandes amigos allí. ¿Que si me perdí algo por el tenis? Por supuesto: lo sacrifiqué todo. Pero no me arrepiento. Yo quería jugar al tenis, quería ser el mejor del mundo, quería ganar todo lo que pudiera. Si quieres ser el mejor en algo, tienes que sacrificar cosas. Es la única forma. No solo en el tenis, en otros deportes también ocurre. Y es una vida difícil, pero si lo llevas dentro, si tienes la motivación y quieres hacerlo, es el camino. Aunque es importante encontrar un equilibrio.
—Su fama fue más propia de una estrella del rock que del tenis. ¿Cómo se lo explica ahora?
—Tuve mucho éxito siendo muy joven. Recuerdo que en 1973 llegué a Wimbledon para jugar el cuadro principal por primera vez: tenía el pelo largo, rubio, venía de Suecia… La gente me señalaba. Era algo nuevo en el tenis. Y llegaron las chicas. Nunca habían visto algo así en el tenis, porque el tenis era un deporte clásico, tradicional, con grandes jugadores, pero que siempre tenían la misma imagen: se suponía que tenías que tener cierta imagen. Pero de pronto algo ocurrió. Ya no éramos solo tenistas. Yo no era solo un jugador de tenis: era casi una estrella del rock. Las cosas cambiaron.
—¿Y fue un cambio a mejor?
—Fue muy bueno para el tenis. Además: nadie era más grande que el tenis en sí. Y no era solo yo, hubo otras estrellas que ayudaron a llevar el deporte a otro nivel… Yo formé parte de eso. Estoy muy contento y orgulloso de ello.
«Yo no era solo un jugador de tenis: era casi una estrella del rock»
—En el libro cuenta que la fama acabó siendo su martirio.
—Al principio la fama es… Al principio te gusta la fama porque es algo nuevo. Te vuelves famoso, la gente te reconoce por ahí. Pero luego, con el tiempo, la fama es… Ya no puedes salir. Si haces el check-in en un hotel hay cientos de personas esperándote. Si vas a un restaurante, hay fotógrafos esperándote. Pierdes la privacidad por completo… Sí, la fama se convirtió en un problema para mí. Fue una de las razones por las que dejé el tenis.
—Tenía solo veintiséis años cuando se retiró.
—Tomé la decisión correcta al no continuar. Había perdido la motivación. No lo disfrutaba. Lo que he lamentado durante muchos años no es eso, sino haberme apartado del tenis. Lo dejé por completo. Dejé a mis amigos, dejé todo lo que tenía que ver con mi deporte. Fue una decisión estúpida.
—¿Le gustaría cambiar algo de lo que sucedió?
—No lo habría dejado del mismo modo, porque me metí en otra vida, en una vida oscura. Fueron años negros, con muchos demonios. Eso lo lamento mucho. Pero es que entonces estaba solo. Si ves a los jugadores de hoy, tienen un equipo alrededor. Si te levantas por la mañana y no te sientes bien, tienes a alguien que te ayuda. Si tienes problemas psicológicos, problemas mentales, tienes gente que te ayuda. En mi época no tenía nada que ver. Yo fui el primer jugador con entrenador, pero no tenía a más gente a mi alrededor. Tenía que arreglarlo todo yo solo. Cuando empecé a estar mal aún no había cumplido los veintiséis. Si hubiera tenido un equipo alrededor, quizá me habrían dicho: en vez de retirarte, tómate tres meses libres, haz lo que quieras, y luego vuelves. Y quizás así habría disfrutado del tenis durante más tiempo. Quién sabe.
—Al poco de retirarse llegaron las drogas, los divorcios… Leyendo su relato, eso fue peor que lo que tenía antes.
—Sin duda. Tuve años estupendos en el tenis. Me encantaba. Jugaba, entrenaba, dormía, comía. Esa era mi vida. Y lo disfrutaba. Disfrutaba estando en la pista, jugando partidos. Era una persona feliz. Lo que sucedió fue una estupidez. Entré en una vida de la que no sabía nada. Drogas, divorcios… Y fue empeorando y empeorando. Hasta que me dije: tengo que recuperar mi vida. Por eso volví a Montecarlo y empecé a jugar al tenis otra vez. No fue por el tenis, fue por mí. Fue durísimo, pero si no lo hubiera hecho no estaríamos aquí hablando. La última vez que salí de fiesta fue hace veintiséis años.
«La última vez que salí de fiesta fue hace veintiséis años»
—Ha estado a punto de morir varias veces: ahogado en el mar, en un accidente de coche, en uno de avión, por sobredosis… ¿Se considera un hombre con suerte?
—Creo que tengo un ángel de la guarda que me mira, que me vigila todo el tiempo, que es paciente conmigo. He tenido mucha suerte, porque en dos ocasiones estuve realmente cerca de morir. La segunda fue en una recaída [ocurrió en Holanda a principios de los noventa, de camino a un partido de exhibición, con su padre, después de una noche larga]. He tenido mucha suerte: podrían haberme pasado tantas cosas… pero aquí sigo. He sido feliz muchos años. Tengo hijos maravillosos, tengo nietos, tengo una mujer estupenda, tengo una buena vida. No puedo pedir más. Cuando pienso en todo lo que he pasado, digo: qué locura.
—¿Tiene miedo a la muerte o ya la conoce demasiado bien?
—Quiero vivir más, quiero veinte años más. Mi plan es seguir tres años más en el tenis –ir a los torneos, involucrarme, etcétera– y después pasar más tiempo en Ibiza, en la casa que tenemos allí. Y también en Estocolmo. Quiero una vida más relajada.
—Hablemos de la final de Wimbledon de 1980, contra John McEnroe. Hay hasta una película del duelo. ¿Piensa mucho en aquel partido?
—John y yo somos buenos amigos, pero cuando nos vemos nunca hablamos de nuestros partidos [ríe]. Hablamos del tenis en general, de otros jugadores, de torneos. Yo no suelo pensar en mis partidos, aunque claro que fue bonito ganar aquella final. Fue un gran partido, tuvo de todo, ambos jugamos bien. Y la gente lo recuerda. Incluso hoy me paran y me dicen: «Fue un gran tiebreak».
—Para ser amigo de tus rivales, ¿hay que esperar a retirarse?
—Cuando jugábamos nos respetábamos, pero nos hicimos amigos después de mi retirada. Antes es complicado: si estás luchando por ser el mejor jugador del mundo, es difícil ser amigo íntimo de tu rival. Puedes ser amigo, pero muy cercano… eso es complicado. Recuerdo que John estaba muy decepcionado cuando me retiré. Me decía que tenía que seguir, no me creía cuando le explicaba que había perdido las ganas. Insistió mucho. En el fondo, fue algo bonito.

John McEnroe (a la izquierda) y Björn Borg en un partido de 2010
AP
—Hace unos años él le convenció de que no vendiera sus trofeos de Wimbeldon [tiene cinco: los ganó de forma consecutiva entre 1976 y 1980].
—Así fue [y sonríe de nuevo]. Fue una decisión muy estúpida, como la de dejar por completo el mundo del tenis a los veintiséis. Quería venderlo todo. John me dijo: «¿Qué estás haciendo, Björn? No puedes hacer esto». Pero los trofeos ya estaban en la casa de subastas. Tuve que recomprarlos a un precio mayor, por supuesto. Pero fue la decisión correcta.
—Y un mal negocio.
—Fue un negocio pésimo, pero ahora estoy contento. Los tengo en casa, en un lugar seguro.
—Otro error fue rechazar un retrato de Andy Warhol.
—Me lo pidió no una, sino dos veces. Me dijo: ¿puedo hacerte un retrato? Y yo: lo siento, Andy, pero no tengo tiempo, tengo otras cosas que hacer. Al poco volvió a preguntármelo, y yo: lo siento, Andy… ¿Cómo puedo ser tan estúpido?
—…
—En vez de decir: sí, por supuesto… Andy un gran artista y una persona muy agradable. Lo lamento muchísimo.
—¿Hace cuánto que no coge una raqueta de tenis?
—La última vez que pasé tiempo en una pista de tenis fue dos días después de cumplir sesenta años, y en 2026 voy a cumplir setenta… Me estoy haciendo mayor. Aquel día fue un entrenamiento. Y de mi último partido hace mucho más, tal vez quince años.
—¿Lo echa de menos?
—No tengo ninguna necesidad de jugar al tenis, en absoluto [y sonríe]. Pero estoy muy contento de seguir vinculado al tenis. He sido el capitán del equipo europeo en la Laver Cup, y fue fantástico. Y por supuesto voy a los Grand Slam y a otros torneos. Disfruto viendo jugar a los grandes jugadores de hoy.
«Andy Warhol quería hacerme un retrato y le dije que no tenía tiempo. ¿Cómo puedo ser tan estúpido?»
—¿Cómo ve a Alcaraz?
—Intento no perderme ningún partido de Alcaraz y Sinner: disfruto muchísimo viéndolos jugar, son los mejores del mundo. Son muy profesionales, grandes personas, y están jugando un tenis increíble. La rivalidad que tienen es fantástica. Y es buena para el tenis en general. Hay muchos otros jugadores que también están jugando un gran tenis, pero a quienes hay que vigilar es a estos dos. Alcaraz jugó una vez para mí en la Laver Cup, conmigo como capitán. Ahí lo conocí. Es una persona encantadora. No solo un gran jugador de tenis, sino una gran persona, muy humilde, muy agradable. Por eso todo el mundo le quiere.
—Como jugador tenía muchas manías, como no afeitarse durante los torneos. ¿Sigue siendo supersticioso?
—Ya no tanto. Todos los jugadores de tenis son supersticiosos, aunque digan lo contrario: lo sé con certeza. Todos estamos un poco locos en ese sentido. Es parte de nuestra vida. Cuando algo te sale bien, quieres repetirlo todo. Pero si se te va de las manos te vuelves demasiado loco. Todo eso forma parte del juego. Es una forma de vivir. Una forma de concentrarte.
—Por cierto: su madre y su abuela querían que fuera pastor protestante.
—Y yo no soy religioso, aunque creo en algo… Sí, era lo que ellas querían. Pero mi padre dijo: no, yo quiero que sea deportista. Así que me metí en el deporte.