El congreso. Imagen Pandora Films.El congreso. Imagen: Pandora Films.

Cinco son las encrucijadas de la ciencia ficción en el cine y El congreso está en todas. Una es la que sitúa la obra en algún punto entre la realidad y la ficción. Nos resulta más creíble una historia, por mucha fantasía y futurismo que contenga, cuando permanece en ella algún elemento real que nos enganche como un ancla. En algunos relatos todo es realista y la intrusión de la ficción altera esa realidad. En otros es el universo proyectado al futuro el que es ficticio, pero el elemento humano, identitario, permanece. Nuestro ancla —o quizás mejor, nuestra baliza— en El congreso es Robin Wright, doblemente real en tanto que se interpreta a sí misma. A la actriz, en un punto de su carrera, se le ofrece un contrato inesperado: vender el registro digital de todas sus emociones para que las productoras puedan crear obras de ficción sin necesidad de su intervención física. El elemento ficticio es, pues, este planteamiento en el que se ve envuelta. Y también todo lo que rodea a la actriz: su agente, su familia y el futuro del mundo en general, que se verá transformado por las nuevas tecnologías en materias de ocio y entretenimiento. Robin será nuestra baliza en este viaje.

Otra es la de contar una historia no contada antes o adaptar la de otro. La ciencia ficción en el cine ha tomado el segundo camino numerosas veces, usando la literatura o el cómic o incluso el propio cine. En este caso se toma el camino intermedio. La primera parte de la historia, la que habla del dilema frente al que se halla Robin, es inédita. Pero una vez tomada esa decisión, el personaje se inserta —con sus consecuencias— hasta otra parte de la narración que toma elementos inspirados en la novela Congreso de futurología de Stanisław Lem, y a la que se hace referencia también en el título de la película.

La tercera es la del eterno debate entre si las historias de la ciencia ficción son historias que llevan a la evasión o al compromiso. Y El congreso vuelve a estar en el centro, dado que este es el tema central de la película: el de obligarnos a plantearnos hacia dónde nos lleva el consumo de ficciones. Si este es mero entretenimiento, una bella guirnalda que observar, culmen de fantasías, o bien —en tanto que metáforas de lo que ya sucede en la actualidad y de hacia dónde vamos encaminados— si puede permitirnos reflexionar sobre algo más y quizás, gracias a ello, actuar antes de que sea demasiado tarde. La sociedad ilustrada en la película queda patente como una caída en picado hacia el primer caso. Pero con ello, en esa crítica, El congreso, a ojos de su espectador, vira notablemente hacia el segundo.

Todavía otra encrucijada en la que se mantiene esta obra en su punto central es la del formato visual: la de optar por la imagen rodada o el dibujo animado. El congreso se queda con las dos para diferenciar así dos mundos, dos realidades divergentes desde que el mundo cambia a raíz de las nuevas tecnologías para el ocio planteadas. Folman, que ya había hecho un buen trabajo con otra película animada, Vals con Bashir, sorprende en esta al elegir estilo de animación. Se despega de los estilos contemporáneos más populares o comerciales y se recrea en un exuberante homenaje moderno a los hermanos Fleischer —Max y Dave—, los pioneros del dibujo animado (Koko el payaso, Betty Boop, Popeye y Superman) en los años veinte. Aunque sobre el papel pueda parecernos extraño que en una película futurista se nos inserte un viaje visual a los orígenes de la animación americana, el resultado final es más que satisfactorio.

Finalmente, la última encrucijada es la del yo frente al otro. Una parte de la ciencia ficción, con clara influencia de intereses políticos, señalaba al otro como el enemigo. Por suerte, lo que se ha ido descubriendo es que esta es una falsa encrucijada. Si alguna moraleja dejan otras tantas obras es que el otro es como nosotros. O incluso el otro somos nosotros. El monstruo de Frankenstein solo quiere ser amado. E. T. es un niño asustado, como Elliot. Solaris observa a los científicos que lo observan. El Proyecto 2501 ansía la libertad tanto como cualquier ser humano. Esto entiende nuestra protagonista hacia el final de El congreso, cuando en un mundo que ya no reconoce y nada puede hacer para cambiar recuerda lo más importante en su vida y su compromiso hacia él. Renuncia al yo. Y en una última gran interpretación se coloca en la piel de otro para encontrarlo, para encontrarse y, aún más, para encontrarnos. Robin termina por romper la barrera definitiva, saltando las distancias entre realidades y ficciones, para así mirarnos a los ojos a los espectadores en un último segundo congelado en el tiempo.

En agradecimiento a J. L. Borges por «Los cuatro ciclos».